jueves, 15 de febrero de 2024

Hal Foster: El retorno de lo real

Idioma original: inglés

Título original: The Return of the Real

Traducción: Alfredo Brotons Muñoz

Año de publicación: 1996

Valoración: Difícil


Hal Foster es historiador y crítico de arte, o más bien teórico del arte, que yo creo que lleva una matiz algo diferente. Entre sus numerosas publicaciones, colaboraciones y trabajos para diversas universidades  e instituciones, El retorno de lo real se considera una de sus aportaciones clave, ahora reeditada en un volumen cuidado y elegante, como merece uno de los trabajos más sobresalientes en torno a las vanguardias de las últimas décadas del siglo pasado. No hará falta insistir en que la lectura será interesante, incluso imprescindible, para los aficionados (muy aficionados) a las artes plásticas contemporáneas, pero única y exclusivamente para ellos. El resto del mundo se puede ahorrar el esfuerzo que requiere, que no es poco.

Foster se centra, como digo, en las neovanguardias artísticas surgidas a partir de mediados del siglo XX, y las relaciona con las vanguardias históricas de los años 20-30, entrando de lleno en una polémica principalmente con Peter Bürger sobre si estos nuevos movimientos supusieron una mera revisión de los anteriores, o toda una reformulación de los viejos principios. Esta exposición, considerada el corazón del libro, no es sin embargo más que una parte del trabajo. Se tratan también otros muchos aspectos en torno a la evolución del arte en la época: el parentesco de fondo entre el minimalismo y el pop, el apropiacionismo y el arte abyecto, la influencia del neoconservadurismo de los años 90, o una muy interesante exposición sobre el doble punto de vista del espectador y del objeto observado. 

Si Foster llegase a leer esta reseña, cosa que me parece muy improbable, se reiría a gusto con mis simplezas, pero es lo que tiene la opinión de un aficionado. Aun así, no me quedaré sin decir (o sin criticar, que también) que resulta muy sorprendente que la inmensa mayoría de los artistas a los que Foster hace referencia, y son muchos, son norteamericanos, como si en ese último tramo del siglo XX no existiese más arte que el surgido en los Estados Unidos. O eso, o que al autor simplemente no le interesa nada de lo creado más allá de su país. Ya digo, sorprendente y un poco decepcionante.

Pero al margen de esto lo verdaderamente importante es dejar clara la naturaleza del texto para que nadie se equivoque. El libro no tiene en absoluto carácter divulgativo. Es un trabajo teórico en torno a determinados movimientos y tendencias, pero nada de paletas de colores, ideas básicas sobre la simplificación de formas o la influencia de unos ismos en otros, ninguna alusión al artista creando en su buhardilla (ni, en este caso, en su loft neoyorquino).  Por aquí desfilan, en medio de una bibliografía mareante, pensadores que han dedicado una parte notable de sus reflexiones al arte, como Deleuze, Benjamin, Barthes o Foucault, pero también otros que quizá no esperábamos, Derrida, Althusser, Saussure, Lacan. Porque el arte del que trata Foster está visto y analizado desde la antropología, el psicoanálisis, la filosofía o la semiótica, desde ópticas insospechadas que se entrelazan, teorías que se rebaten o se matizan.

Difícil, sí, bastante difícil. Tanto como leer en crudo a cualquiera de los autores que comentaba, a Einstein o a Freud (por cierto, muy presente en todo el libro), quizá más, porque se manejan conceptos complejos que provienen en línea recta de todas estas áreas sin ningún bálsamo que los suavice, al contrario, transformados en algo aún más hermético al cruzarlos y revisarlos a la luz de nuevas fuentes. Foster no pretende resultar inteligible, se dirige a esa pequeñísima comunidad de teóricos, artistas, filósofos y pensadores que viven en la abstracción, el aluvión erudito y la polémica privada. Es más, diría que a Foster le entusiasma moverse entre conceptos especialmente estratosféricos (recuerda un poco a cierta filósofa a quien no voy a citar para no desviar la atención, y a la que por cierto se menciona varias veces en el libro), se gusta inventando neologismos y retorciendo significados.

Así que en lo que a mí respecta, el crítico norteamericano ha logrado su objetivo de dejarme fuera, porque confieso que no he entendido quizá ni la cuarta parte. Y aun así reconozco que he disfrutado a ratos observando, aunque fuese con cara de tonto, porque la exposición es brillante, con momentos muy interesantes, propio de alguien que no solo cuenta con un bagaje ciclópeo sino que sabe bucear sin límite y examinar todas las posibilidades, todas las derivaciones de aquello que está estudiando. 

Creo que era Gompertz, que este sí juega en la liga de los divulgadores, el que aseguraba que los críticos y teóricos del arte se ven un poco en la obligación de vender erudición para hacerse valer en ese extraño mundo, porque comisariar una exposición y redactar su catálogo exige mantener un cierto nivel. Seguramente contribuyen a dignificar el arte en épocas tan propicias al descreimiento, a vencer las resistencias que los mortales, conscientemente o no, oponemos a la novedad y la creatividad, y eso hace posible el avance. Otra cosa es que la distancia a la que se colocan respecto al resto del mundo sea muchas veces excesiva, todavía más cuando el autor en cuestión disfruta observando desde su atalaya.


2 comentarios:

XAVIER J.B. dijo...

Yo también me he zambullido en esta piscina de barro ... a ratos fascinante, a ratos exclusivista a más no poder ... Y, sobretodo, muy discutible ... que es lo que tiene de interesante el libro, por otro lado.

Carlos Andia dijo...

Pues ya me siento un poco menos solo Xavier. Gracias por tu opinión.