Idioma original: francés
Título original: Indochine
Traducción: Manuel Serrat Crespo
Año de publicación: 1992
Valoración: Está bien
¡Qué apasionado es el amor cuando es de verdad! ¡No hay en el mundo barreras que puedan interponerse entre dos amados, ni obstáculos que los separen! ¿Cierto? No. Objetivamente no. Ignoro el presunto “objetivo” de la existencia, pero no es el amor idealizado.
Indochina es, a fin de cuentas, un libro bien escrito: lo que no significa que sea un buen libro (aunque en este caso, bueno, sí, venga, vamos a darle un aprobado raspado). Sucede que uno – permítanme la egolatría - no traga con los personajes TAN TAN TAN pasionales que producen vergüenza ajena. Pero antes, esbocemos brevemente el argumento:
En la Indochina – hoy, más o menos Vietnam - de la década de 1930, Éliane, blanca y descendiente de franceses, es una treintañera/cuarentona - pasan años en la novela - terriblemente rica (con una fortuna heredada, que puede ser muy lista la tía pero sigue siendo mujer, las cosas claras por aquí), independiente y poderosa. Camille, su hija adoptiva, es la adolescente heredera al trono real y, biológicamente hablando, hija de los príncipes de Indochina, fallecidos de forma prematura, que además eran los mejores amigos de Éliane. Vaya por Dios. Por cierto, todo esto ya nos lo cuenta el autor, tal es la presentación de personajes y trama.
A las vidas de estas dos mujeres llegará un joven teniente francés llamado Jean-Baptiste que pondrá su mundo patas arriba.
Bien, hasta ahora ninguna novedad, nada raro, un clásico triángulo amoroso con la incestuosa novedad de que dos de los vértices sean madre e hija; el morbo vende. Se presupone una novela romántica, contamos, eso sí, con el atractivo del escenario, relativamente inusual. Lamentablemente, (casi) todo se echa a perder con la construcción de los personajes.
Élaine es, cómo no, enormemente atractiva, y no hay personaje masculino en toda la novela que no se sienta atraído hacia ella. Obviamente, los otros dos vértices del triángulo también lo son. Que se mueran los feos. Lo malo es que tanto Jean-Baptiste como Éliane son brutalmente crueles, extraordinariamente racistas en un contexto donde la rareza, la élite privilegiada, son ellos; me tacharán ustedes de ingenuo y me dirán que la vida real es así, que los millonarios no llegan a serlo con sonrisas, abrazos y altruismo, que hace un siglo las colonias europeas no eran precisamente un paraíso para los nativos. Bien, de acuerdo, pero entonces debemos descartar totalmente la posibilidad de empatizar con los invasores. Una persona que en su primera aparición condena a muerte a un hombre y a su hijo pequeño por, presuntamente – o posiblemente, o probablemente, o tan solo quizá, o a lo mejor, podría ser, bueno, por si acaso, no vaya a ser, mejor curémonos en salud, casi seguro que no, pero no cuesta nada hacer las cosas bien, qué estaba diciendo – traficar con opio a muy pequeña escala, pues, qué quieren que les diga, mucho tendría que redimirse para convertirse en el bueno de la película; no es el caso, en ningún momento el personaje intenta evolucionar en ese contexto. Ya, bueno, algo se podría alegar, se enamora de una nativa, Camille, la heredera al trono del país (qué bonito es el amor desinteresado), pero claro: Camille no es nativa “de verdad”, antes que eso es rica, entonces sí. Claro que sí. Es más, cómo no.
Éliane no se queda atrás en cuanto a bonhomía: curioso como, por ejemplo, gestiona una huelga de sus trabajadores. En su favor, decir que su actuación tras enterarse del otro romance es una de los comportamientos más maduros de la novela, los que por cierto brillan por su ausencia.
El resto de personajes secundarios es también horripilante. No hay hombre que no sea un asesino y proxeneta (curioso eufemismo el de las congay), no hay mujer que no sea una trepa insensible al sufrimiento ajeno. La única lealtad existente en la novela es la que hay entre los annamitas, los nativos de la novela, a los que el autor concede exactamente ningún protagonismo. Está claro que su visión, su mundo, no interesa; no está menos claro que, evidentemente, y a juicio del autor, el lector occidental se identificará mucho más con los blancos millonarios y explotadores que con el pueblo avasallado. Es que aquí todos somos ricos, el corporativismo es lo que tiene, entre nosotros nos entendemos...
No quiero acabar la reseña sin ahondar en los comportamientos tan pasionales a los que aludía antes: tan salvajemente estúpidos que, del embarazo, uno quiere alejar tanto el libro mientras lee que corre el riesgo de descoyuntarse un brazo. Para muestra, dos botones: la escena de la subasta – pocas veces ha entrado un personaje en escena de forma tan ridícula – y el inicio del idilio entre Jean-Baptiste y Camille - ¿qué extraños silogismos sigue el razonamiento de esta chica? ¿a qué inextricables conclusiones llega tras tan discutibles axiomas? -. En fin.
Pero debo decir, una vez desahogado, que la verdad es que no es tan mala lectura; de Montella sabe escribir, tiene estilo, buen ritmo y cadencia, y la historia final resulta muy emotiva. Me da la sensación de que si se hubiera optado por otra construcción, aprovechando esta historieta final como preludio de la narración en vez de usarla como coda, la obra ganaría enteros.
Pero las cosas son como son, no como queremos que sean, y así y todo, no considero que esta lectura haya sido una pérdida de tiempo; he acabado disfrutándola, aunque, afortunadamente, hay miles de libros ahí fuera más interesantes.
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