martes, 25 de febrero de 2020

Helder Macedo: Sin nombre


Idioma original: portugués
Título original: Sem Nome
Año de publicación: 2005
Valoración: Está bien




Una novela –o cualquier otro artefacto narrativo que nos acompañe a lo largo de los días, como las series de TV– acaba siendo un compañero de viaje cuya presencia puede producir sensaciones muy diferentes. Cerramos el libro por última vez y lo hacemos con alivio, tras días de resistir a la tentación de abandono, sorpresa, porque estábamos tan enfrascados con la historia que ni nos fijamos en las páginas por leer, la promesa de no olvidarlo nunca o, como en este caso, sospechando que un autor experimentado y muy listo nos ha tomado un poco el pelo. Helder Macedo (1935) es un autor portugués nacido en Mozambique, hijo de funcionario y político ocasional a su vez, que repartió su quehacer periodístico entre Londres y Lisboa, igual que el protagonista principal de la novela. La mayor parte de su producción consiste en ensayo y poesía, abarcando la ficción, aproximadamente, el 20 por ciento de esta. Su novela más celebrada es Pedro y Paula (1998)

Dicho esto, pregunto: ¿Puede un planteamiento más o menos filosófico justificar cualquier inconsistencia narrativa? ¿No es el elemento absurdo mucho más difícil de manejar que cualquier argumento apoyado en la lógica, como demuestra la prestigiosa corriente teatral (Ionesco etc.) que logró llevarlo a la cima? Los narradores tienen a su disposición toda una gama de cuestiones esenciales y existenciales que pueden poner en marcha si les place, cuestiones que en manos de un Borges, por ejemplo, alcanzaron la excelencia artística. Pueden hablar, sin mencionarlos, del asunto del doble, de la identidad personal y nacional, de cómo el tiempo modifica cuerpos y mentes hasta no dejar ni rastro de lo que fuimos, de fidelidades políticas y personales, de la traición y sus incalculables consecuencias, de represión y tortura, de amor y sexo como entidades independientes, de mitos nacionales que transmiten una ilusión de grandeza, de casualidades impredecibles y difíciles de creer –cuidado con esto en narrativa porque es una tentación al alcance de todos que puede acabar fatal–, de relaciones asimétricas, de las fronteras entre realidad y ficción etc. Si hacemos un recuento exhaustivo, encontraremos en esta novela estas y otras muchas ideas igual de interesantes pero de lo más escurridizo, por sí solas y más aún cuando se mezclan. Entonces la confusión que afecta al escritor se traslada a los lectores y, en lugar de disfrutar o aprender, nos instala en un desconcierto algo incómodo.

Concretando. Un abogado portugués residente en Londres se presenta en el aeropuerto, requerido por la policía, para que identifique a una turista cuyos documentos no concuerdan con sus rasgos personales, disparidad que, como tantos otros misterios que se van introduciendo, no llega a aclararse nunca. La mujer retenida es una periodista portuguesa que no conoce al abogado ni, por cierto, absolutamente a nadie en todas las Islas Británicas, pero alguien –una mano mágica– le facilitó su teléfono en origen y recurre a él como último recurso. El problema consiste en que la documentación de ella parece falsa, la edad no coincide con su aspecto, el nombre también resulta ambiguo y la situación, en su conjunto, parece bastante irregular. Se presenta allí el tal José, con sus cincuenta y pico años a cuestas, y resulta que –la hasta ahora– Marta (por otro nombre, Julia) es idéntica a una antigua novia cuya pista perdió treinta años antes; se llama igual, pero con matices, y, para acabar de arreglarlo, su vivienda es la misma que la que compartió la pareja antaño. Pero ella aún no ha cumplido los treinta. Resultado obvio: perplejidad por parte de todos, en particular del abogado, que cree estar ante una aparición y eso le mantiene conmocionado toda la novela, de la policía, que se cura en salud mandándola a su casa, y de ella misma, pero mucho menos de los esperable: a pesar de ser la que está bajo sospecha y a la que han privado de sus vacaciones, se queda tan fresca y vuelve a meterse en el avión.
Amparado en un envoltorio metaliterario con mucho abolengo pero que, en mi opinión, no aporta nada aquí, Macedo nos embarca en un maremágnum de especulaciones que nos vuelven un poco tarumbas sin que lleguemos a sacar nada en claro. Él va a visitarla a Lisboa pero el misterio no se resuelve, ella vive obsesionada con la aparente desaparición de la otra, investiga aquí  y allá, se inventa lo que le parece (y él no llega a descubrirlo), pide a un par de amigos que busquen información sobre su paradero con el pretexto de un proyecto de novela y miente descaradamente a todo el mundo. Él vive sumido en la confusión, cada uno por su lado se plantea un escarceo amoroso con el otro y, finalmente, cuando el ovillo llega a su máximo nivel de enredo, la secretaria de José confiesa una pequeña omisión, que nadie sabe –ni nosotros– si fue trascendente o no y hasta qué punto y, aunque no resuelve nada, sirve de pretexto al autor para ejecutar el vuelco narrativo que necesitaba para llegar a un desenlace.

Después de lidiar con este endiablado argumento, no me ha parecido una reflexión intelectual de alto calado sino una pretensión fallida de conseguir algo así, pero no puedo descartar que me esté equivocando. Puede que alguien más experto en el autor aporte las claves imprescindibles que arrojen luz sobre tanta incertidumbre.

2 comentarios:

1984 dijo...

¿Una novela tiene que ser vehículo de transmisión de ideas o estas ideas se suscitan de manera natural en el lector gracias a la excelencia narrativa de la novela? En el primer caso estaríamos hablando de la novela ensayo, que resulta insoportable. En el segundo, de la buena novela, que con un argumento claro y sencillo atrapa el interés del lector, y lo lleva a reflexionar sobre lo que está leyendo. No hace falta poner en negrita o cursiva lo “importante”, el “mensaje”, porque el significado o significados de la novela, más allá del placer estético que provoca su lectura, asaltan al lector con un mínimo de sensibilidad. Después del gusto de leer viene el gusto de pensar sobre lo leído. Así que lo mejor que se le puede pedir a una novela, a mi juicio, es que resulte entretenida sin detrimento de su calidad literaria. El resto, el comentario intelectual sobre lo que quiso decir o no su autor, vendrá por añadidura. Pero si el argumento resulta embarullado y está desarrollado con torpeza, la novela se hunde porque carece de armazón. Y entonces no se puede exigir al lector que atienda a los valores “Intelectuales” de la novela porque estos dependen de lo que se cuenta y sobre todo de cómo se cuenta. Si una novela resulta confusa y pesada, es una novela fallida. Y si encima pretende abrumar con graves disquisiciones sobre el doble, la identidad, la reflexión metaliteraria, el tiempo, la vida o la muerte, entonces es una novela, además de fallida, pretenciosa. Si la novela no se deja leer o se lee sin ganas, no hay nada que hacer. Sin el placer de la lectura no puede existir una reflexión intelectual de ningún tipo. Yo creo que la buena novela más que transmitir ideas debe avivar las ideas del lector.

Montuenga dijo...

Exacto. Muy buena lectura entre líneas estupendamente explicada.