viernes, 7 de febrero de 2020

Peter Brook: El espacio vacío

Idioma original: inglés
Título original: The Empty Space
Traducción: Ramón Gil Novales
Año de publicación: 1968
Valoración: Imprescindible para interesados (recomendable para los demás)

Para mí el teatro tiene algo de arcaico, y también algo lúdico. Unas personas subidas en una plataforma con tres paredes hablan, gesticulan o representan algo mientras otros observan desde el hueco de la cuarta pared. Es por tanto una forma de entretenimiento que puede encontrarse, en alguna de sus variantes, en cualquier aldea del último rincón del planeta; puede ser igualmente un ritual, una ceremonia quizá con alguna simbología; tal vez una representación con intención didáctica. Cada obra que se pone en escena incorpora  seguramente parte de todas estas perspectivas o varias de ellas en diferentes proporciones, siempre con personas de carne y hueso que están a unos metros de nosotros, sin filtros. 

Podríamos decir que todo esto tiene también algo de magia, pero no nos equivoquemos: la magia estará en el mejor de los casos en el resultado final, pero para edificar esa representación lo que se necesita es mucha dedicación y capacidad para llegar al corazón de lo que concibió el autor. En ese complicado camino encontramos a Peter Brook, respetado director con muchos años en la profesión y unos cuantos libros en los que ir dejando constancia de sus indagaciones. El espacio vacío es quizá su obra más sobresaliente, en la que expone no ya una teoría compacta sobre el teatro, sino una amalgama de intuiciones y experiencias.

Para un profano en la materia (adjetivo que asumo totalmente) una buena parte del texto resulta algo complicado de asimilar, por mucho que Marcos Ordoñez diga en su interesante prólogo que es ‘una obra tan clara y profunda como entretenida’. Brook distingue en una larga exposición entre teatro mortal, sagrado y tosco, que muy superficialmente podríamos identificar, en ese orden, como aquel irremisiblemente abocado a la extinción, el vinculado a un cierto ritual (lo que Artaud llamaba liturgia), y el que arraiga con la sencillez de lo digamos popular. Ya digo, intentando sintetizar para hacernos una idea muy básica, porque en esa clasificación avanzamos por numerosas páginas de reflexiones de mucho calado en torno a Shakespeare (de quien Brook es profundísimo conocedor), Brecht, Chéjov o Artaud, bajo cuya inspiración formó el autor parte de un grupo llamado precisamente Teatro de la Crueldad. 

En realidad, Brook no se posiciona en favor de un tipo de teatro concreto, sino que pone en valor aspectos de cualquiera de los que cataloga, teniendo como meta llegar a la esencia de la obra, ignorando los prejuicios que procedan de todo lo que con ella se hubiese hecho o dado por supuesto con anterioridad. En este sentido, la propuesta de Brook es completamente radical: se parte de cero, se cuestiona todo lo aprendido y se construye de nuevo prestando atención a cada detalle, cada gesto o modulación del actor, cada movimiento en escena y cada segundo de silencio. Todo ha de ser estudiado al milímetro, suprimido lo que no conecte con el alma de la obra aunque alguien lo considere sacrílego, expuesto sin miramientos lo que resulte imprescindible. Un trabajo intenso (al leer el libro se antoja obsesivo) que naturalmente involucra a todos los que participan en la representación, pero también al público, que de alguna manera es destinatario pero también partícipe del trabajo. La relación con el público es quizá uno de los aspectos más llamativos del texto de Brook, como se muestra en varias de las experiencias que relata. Por poner un ejemplo, cuenta cómo en una gira internacional de El rey Lear el público que siguió la representación con mayor atención fue el de un país centroeuropeo (creo que era Hungría), donde casi nadie hablaba inglés (no olvidemos que eran los años 50 o 60). Era tal el grado de concentración de esos espectadores y tan intenso el silencio que esa electricidad se contagió a los actores, que en esos pases dieron la medida exacta de lo que la obra requería. Algo que se hizo mucho más complicado frente a otros públicos de habla inglesa.

Aunque subraya Brook la importancia de esa conexión con el público, son múltiples los pilares en que se apoya la representación, y muy diferente la función que desempeñan. A ellos dedica la última parte del libro (El teatro inmediato), detallando aspectos muy interesantes en torno a la escenografía, el director y por supuesto los actores, así como comentarios realmente agudos sobre por ejemplo la noche del estreno, cuando el director se sienta entre el público, percibe sus reacciones y contempla la obra de forma completamente diferente a como la vio en los ensayos.  Es la parte más amena y menos exigente del libro, donde el autor desciende a una realidad que cualquiera podemos apreciar y se aleja un poco de la abstracción anterior. 

Brook habla, de forma más o menos llana, pero como teórico de la escena. Pero este señor es también (y sobre todo) un director de teatro, y por tanto tiene ocasión de poner en práctica lo que expone en el libro. De forma que, terminada la lectura, y como nunca he asistido a ninguno de sus montajes, se me plantea una incógnita fundamental: ¿cómo se materializarán todas las profundas reflexiones y enseñanzas que acabamos de conocer? ¿será realmente el espectador medio –o sea, yo mismo- capaz de captar toda la energía que se desprende de ese enorme trabajo? En resumidas cuentas, que a tenor de lo que ocurre con algunos autores que han expuesto aspectos teóricos de su arte, convendría saber qué ocurre realmente cuando Brook pasa de la teoría a la realidad.

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