sábado, 14 de enero de 2017

Gabriel Miró: Las cerezas del cementerio

Idioma original: español
Año de publicación: 1.910
Valoración: Está bien

No hace mucho tiempo comentaba cómo Max Aub se había quedado en tierra de nadie, ensombrecido por la generación del 98 y el grupo del 27. Algo parecido le ocurre a Gabriel Miró, figura siempre descolocada, como a rebufo de los grandes popes de las letras españolas y, como dice en su introducción Vázquez-Rial, ‘salvo excepciones, la permanencia de un autor en la historia de la literatura depende de su instalación en la sociedad literaria de su tiempo’. O sea, que el que no queda asignado a una generación o grupo concreto, lo tiene bastante crudo para fijarse en los libros de literatura. Por si fuera poco, parece que Ortega y Gasset crucificó desde el punto de vista artístico al pobre Miró, y de nada sirvió que Valle y algún otro salieran en su defensa, porque entonces Ortega era mucho Ortega. En definitiva, yo creo que lo que le pasa a don Gabriel es que es más modernista que noventayochista y, sobre todo, más poeta que novelista, como vamos a comprobar a continuación.

En ‘Las cerezas del cementerio’ no ocurre realmente casi nada, al menos nada interesante, lo cual ya sabemos que no tiene por qué ser un problema, siempre que a cambio se ofrezcan otras cosas. La pequeña historia la protagoniza un tal Félix, un jovencito enamoradizo que parece la caricatura almibarada del joven Werther. En una travesía en barco, el chico queda prendado de una bella treintañera, lo que no tendría nada de particular, si no fuera porque también siente cosquillitas cuando piensa en la hija adolescente de su amada. Y algo parecido le pasará con otra mujer que encuentra en un tren, o con su prima Isabel, con la que se reencuentra en el pueblo. Pero ¿qué le pasa a este muchacho? ¿estamos acaso ante la figura, tan poco frecuente en la literatura española de la época, de un depredador sexual? Pues no. En efecto, Félix se ve tocado por el rayo del amor casi a cada paso, pero es que todo lo que le rodea le genera un impulso irresistible al disfrute y la admiración: un amanecer, los campos de cereales, las recias casas de los labriegos, todo es éxtasis vital, el chico fundido felizmente con la creación (o claro candidato a una buena depresión, que también).

Precisamente es este derroche lo que Miró maneja con maestría. Todo en el relato son emociones, aromas, colores, todo un despliegue sensorial en el que el enamoramiento permanente constituye un eje que vertebra y ayuda a explicar lo demás; pero tampoco es del todo (ni principalmente, creo yo) una historia de amores, como pudiera parecer. Desde luego, la técnica de Miró se ajusta a la perfección al contenido, con un diluvio de figuras retóricas, tropos, superlativos, y una riqueza léxica que, dejando a un lado a Valle-Inclán, no recuerdo haber visto jamás. Y además deja algunas imágenes excepcionalmente dibujadas, como ésta de la sombra de un carruaje, que me permito transcribir:

‘Las luces de gas sacaban un estrecho espectro de la bestia del carruaje; lo tendían en la tierra y en las paredes, lo doblaban, lo arrugaban entre las jambas, canales y fenestras, y lo hundían en los hoscos portales’

Tampoco voy a negar que toda esta artillería literaria puede resultar excesivamente abrumadora, en especial en las primeras páginas, cuando todavía no hemos cogido el pulso a la novela. Pero si nos ponemos a buscar una simbiosis lógica entre forma y contenido, no podemos encontrar nada más conseguido.

No obstante, al margen de esta borrachera estilística, hay que admitir que el relato encalla sin que el autor parezca saber por dónde salir, se vuelve un círculo cerrado que se va agotando en sí mismo, y no se ve a dónde conduce lo ya conocido. Por el camino se queda la oscura historia del tío Guillermo (que acaba siendo una especie de muy cuestionable mcguffin) o las fantasmales apariciones de un asesino, todo lo cual, lejos de darle a la narración la entidad que se esperaba, queda como adornos superfluos que ni se desarrollan ni terminamos de entender qué pintan. Ni siquiera la previsible metáfora que da título al libro se explota con todas sus consecuencias. Al final, todo se resuelve en dos o tres páginas, un final atropellado en el que se presenta el montón de cosas que antes no habían ocurrido.

O sea, que sí, que don Gabriel escribía muy bien a su estilo y dominaba el léxico de forma apabullante, pero la verdad es que plantea una historia un poco tontorrona en la que no supo profundizar, ni fue capaz de darle un esqueleto argumental interesante o un desenlace que suscite el interés. Así que se queda uno con la sensación de fuegos artificiales, despliegue de medios técnicos ilimitados, pero sin eso que a veces he llamado chicha, enjundia, peso, nada que nos haga la novela un poquito inolvidable.

Y, pese a todo, igual es un tipo de literatura que conviene conocer y admirar por las cualidades que sí tiene.


4 comentarios:

Toloveo dijo...

Interesante escritor y acertada reseña. El Miró cuentista no presente para el lector ese "inconveniente" del argumento difuso o escaso. En este sentido, me parece más estimulante que en sus novelas. Quizá hay en esos breves relatos como estampas una mejor adecuación entre el molde y el contenido, entre la extensión y la intensidad. Desde hace 200 años somos, en general, presa del prejuicio de considerar a todo escritor ante todo como novelista. En un caso como Miró, valorarlo como novelista es probablemente renunciar a lo mejor de su obra.

Carlos Andia dijo...

Pues me parece sumamente acertado tu comentario y muy interesante tu reflexión sobre la generalización de la etiqueta de novelista. A la vista de esta obra, yo llegaba a la conclusión de que Miró brillaba más por la vertiente poética que por la narrativa, y por eso ponía de manifiesto su carácter modernista -en línea con la época de las 'Sonatas' de Valle-Inclán, por ejemplo. Pero esa faceta de 'cuentista' no la conocía, así que gracias por la aportación.

Un placer contar con tu opinión. Saludos.

Anónimo dijo...

Estoy de acuerdo con la reseña. Las descripciones se hacen demasiado farragosas y el estilo es demasiado recargado, pero no me arrepiento de haberlo leído.

Carlos Andia dijo...

Coincidimos en la opinión, Anónimo, y me alegro mucho de que compartas esa última sensación con la que cerraba la reseña: a veces un tipo de prosa no nos entusiasma, pero debemos saber valorar su mérito. Este sería un caso bastante claro.

Gracias por tu comentario!