Año de publicación: 1904
Valoración: Muy recomendable
La gran ventaja de un escritor
es que puede vivir varias vidas. Crear un alter-ego que protagonice aventuras
imposibles, viaje a lugares ignotos, nazca en una cuna diferente o posea unas
dotes de seducción de las que carece el original es una tentación demasiado
fuerte en la que muchos escritores han caído para satisfacción de su público y
en beneficio de la excelencia literaria.
El Marqués de Bradomín, como
Peter Pan, Sherlock Holmes y otros muchos, es uno de los personajes que flotan
en el panorama cultural sin que haga falta haber leído ni una página de las
obras en que aparecen para tener una ligera idea –demasiado ligera, a menudo–
de quiénes son y lo que significaron en su contexto social y literario. Su
acogida y trascendencia se ha visto reflejada en el marquesado que se concedió
a los descendientes del escritor hace unas décadas, en el premio literario creado
en su honor y hasta en una breve mención en un poema de Antonio Machado. Este
Valle Inclán idealizado no solo aparece en las cuatro novelas autobiográficas
denominadas Sonatas y en su
adaptación teatral de 1906, lo encontramos también en la trilogía carlista
titulada Comedias bárbaras. Y fue, precisamente,
un militar carlista quien sirvió de modelo al autor para crear uno de sus
personajes más célebres.
Valle Inclán era un maestro de
la caricatura, facultad que puso en práctica ante todo con su propia persona, estilizándola
y añadiendo a su figura ciertos rasgos inconfundibles que la memoria colectiva
ha guardado desde entonces. Lo mismo hizo con el marqués: con solo tres adjetivos (feo, católico, sentimental) consiguió dotarle de entidad
convirtiéndolo en una figura inconfundible. Conseguir esto con un personaje que
de original tiene más bien poco y cuyo precedente -ese don Juan, tan reconocido,
que transita por las obras más diversas- no es un secreto para nadie, podría
considerarse una de las grandes operaciones publicitarias de la historia de la
literatura. Los otros donjuanes se pueden
confundir entre ellos, este no, pues a un apelativo diferente y a los –más que
significativos– rasgos mencionados se añade un título nobiliario nada menos.
El marqués cuenta su historia
en primera persona, pero no lo hace por orden cronológico: comienza en la edad
adulta o verano de la vida, continúa en la época otoñal, para descender a
continuación a esa primavera juvenil que ambienta esta novela y, ya en la última etapa, poner el broche a sus confidencias. Lo hará durante aquel invierno en el que, se supone –dejando
aparte pequeñas inexactitudes cronológicas–. tienen lugar las anotaciones que
acabarán constituyendo sus memorias.
Hablamos de un individuo que, ya desde
su primera juventud, posee una alta opinión de sí mismo, que se vanagloria de
cada una de sus ocurrencias, tengan las consecuencias que tengan para otros, y
que, en general, se mueve por el mundo pisando fuerte y guardándose muy bien de
darlo a entender, al menos desde un principio.
Las grandes obras literarias lo son, entre otras cosas, porque se convierten en un retrato fidelísimo de personajes, actitudes y conductas de cara a la posteridad, independientemente de las intenciones de quienes las firman. Ese es el motivo de que a su creador le cayese más simpático Bradomín que a nosotros. Él triunfa, él se vanagloria, pero el lector de hoy puede considerarlo hipócrita –más aún, si cabe, que su entorno–, calculador, desconsiderado, frívolo, egocéntrico y soberbio. Nada ni nadie puede interferir en los planes de este enviado de su Santidad que viaja por Italia para otorgar los honores cardenalicios a un obispo y se lo encuentra en su lecho de muerte. Pero, teniendo en cuenta que los desplazamientos eran entonces mucho más largos e incómodos y que nadie con un ego de ese tamaño se va a desplazar para nada, Bradomín tiene a bien encapricharse de la hija mayor de la Princesa que le da hospedaje, además del tiempo que necesita para llevar a cabo el encargo, todo el que considere conveniente. No sé si les sonará de algo esto, pero se trata de una chica muy joven, que no conoce nada del mundo y está a punto de entrar en un convento. La opresión de las convenciones religiosas –que unos padecen y otros se saltan a la torera–, la del ambiente de palacio, la de las reglas no escritas y la de los testigos que rodean a los personajes principales –que apenas conocemos pero cuya mirada fija en lo que ocurre el lector tiene muy presente gracias a la habilidad de Valle Inclán– va creando un caldo de cultivo cada vez más angustioso que acabará convirtiéndose en tragedia.
Las grandes obras literarias lo son, entre otras cosas, porque se convierten en un retrato fidelísimo de personajes, actitudes y conductas de cara a la posteridad, independientemente de las intenciones de quienes las firman. Ese es el motivo de que a su creador le cayese más simpático Bradomín que a nosotros. Él triunfa, él se vanagloria, pero el lector de hoy puede considerarlo hipócrita –más aún, si cabe, que su entorno–, calculador, desconsiderado, frívolo, egocéntrico y soberbio. Nada ni nadie puede interferir en los planes de este enviado de su Santidad que viaja por Italia para otorgar los honores cardenalicios a un obispo y se lo encuentra en su lecho de muerte. Pero, teniendo en cuenta que los desplazamientos eran entonces mucho más largos e incómodos y que nadie con un ego de ese tamaño se va a desplazar para nada, Bradomín tiene a bien encapricharse de la hija mayor de la Princesa que le da hospedaje, además del tiempo que necesita para llevar a cabo el encargo, todo el que considere conveniente. No sé si les sonará de algo esto, pero se trata de una chica muy joven, que no conoce nada del mundo y está a punto de entrar en un convento. La opresión de las convenciones religiosas –que unos padecen y otros se saltan a la torera–, la del ambiente de palacio, la de las reglas no escritas y la de los testigos que rodean a los personajes principales –que apenas conocemos pero cuya mirada fija en lo que ocurre el lector tiene muy presente gracias a la habilidad de Valle Inclán– va creando un caldo de cultivo cada vez más angustioso que acabará convirtiéndose en tragedia.
También de Valle-Inclán: Tirano Banderas, Luces de Bohemia, Divinas palabras
4 comentarios:
A eso se llama pisar una reseña a un compañero. Pero Montuenga, si lo haces de forma tan brillante como en esta ocasión, no sólo no me enfado sino que es un auténtico placer.
Enhorabuena!
P.D. ¿Me dejarás al menos ' Divinas palabras'?
Lo siento mucho, Carlos, de verdad. Supongo que, al menos cuando la colgué, no estaba programada porque en ese caso la hubiera encontrado y podría haberse publicado a cuatro manos.
Yo sugerí una manera... Debería volver a plantearse.
Gracias por los elogios.
Hola ULAD!, leo frecuentemente el blog, es mi referencia a la hora de elegir un buen libro...pero hoy los voy a molestar un poquito me gustaría saber cuál es su opinión sobre la novela n°1 en Francia "Esperando a mister bojangles" de Olivier Bourdeaut... espero leer algún día su reseña!
Sigan así!
Hola Brenda,
No molestas, y menos siendo tan amable. Además, tu sugerencia me ha parecido muy oportuna y, sin prometer nada concreto, no creo que tarde mucho en aparecer en el blog.
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