Título original: Le chaos et la nuit
Año de publicación: 1963
Valoración: Muy recomendable
Hace ya mucho tiempo, en aquellos agitados años de la post-adolescencia en que empezábamos a descubrir ese nuevo mundo de la literatura, circulaban citas sensacionales, seguramente todas falsas o tergiversadas, atribuidas a autores entonces desconocidos, que nos proporcionaban munición para nuestra pose de jóvenes airados. ‘Tener amigos es propio de comerciantes; tener enemigos es de aristócratas’ era la tarjeta de presentación atribuida a Henry de Montherlant, desde entonces elevado al olimpo de intelectuales rompedores a quienes admirar y eventualmente copiar. No creo que Montherlant dijese nunca eso, pero fue excusa suficiente para prestar algo más de atención a su trayectoria y su obra, y ahora, al cabo de los años, le haya dedicado unas horas de lectura y una entrada en el blog. Ha merecido la pena.
En el Paris de las primeras décadas del siglo XX, aquella época convulsa y brillante en que se gestó la figura del escritor comprometido y se discutía sin fin sobre la posición política del intelectual, Montherlant quedó más o menos encuadrado en el sector derechista, o al menos fuera del potente colectivo que tomó posición activa frente a los fascismos. Modestamente, creo más bien que Henry era una especie de verso suelto, un poco indiferente ante los conflictos y centrado en su propio mundo. Algo que, criticable o no, le diferencia claramente de colaboracionistas o simpatizantes como Drieu o Céline. Esto viene a cuento porque el protagonista del El caos y la noche es un personaje políticamente muy marcado, un tal Celestino Marcilla, anarquista español exiliado en Paris tras su muy activa participación en la Guerra civil. Y no hay nada en absoluto que haga sospechar que ese color político haya mediatizado de alguna forma al personaje. De hecho, con las lógicas variaciones, podría haber sido cualquier exiliado procedente de cualquier conflicto.
Celestino es, como digo, un hombre de cierta edad, que lleva veinte años en Paris con su hija, viviendo decentemente de unas rentas familiares que le permiten no trabajar en nada normal. Su única actividad consiste en discutir de política con un par de amigos y escribir cartas a los periódicos que casi nunca se publican por demasiado incendiarias. Porque nuestro amigo es un tipo realmente duro, de quien se dice que nunca sonríe, furibundo antirreligioso, sin ninguna intención de aprender francés, convencido de la necesidad de una revolución violenta. En esa línea ha educado a su hija, a la que no obstante tiene un poco como sirvienta (también como teórica discípula, y traductora), además de como punto de apoyo frente a toda la hostilidad que le rodea, o al menos así lo interpreta él.
Porque la carga de bilis que lleva consigo Celestino es voluminosa, pesada, antigua, y ya forma parte de su personalidad, como si hubiera invadido por completo su cuerpo. Odia a los Estados Unidos, a los franceses entre los que vive y, naturalmente, a la España de Franco. Todo eso que bulle en el interior de Celestino se proyecta al exterior de forma quizá algo caprichosa, y así manda a paseo a dos de sus pocos amigos, quedándole poco más que el refugio de la hija, obediente y bien aleccionada. Pero además Celestino siente que la muerte ronda demasiado cerca, que es un hombre ya entrado en años y tiene que prepararse para el fin. Lo hace con tesón, diríamos con profesionalidad, hasta componiendo una especie de testamento vital, un documento desternillante en el que, siempre fiel a sus principios, subraya por ejemplo que sus cenizas deben ser arrojadas ‘al viento o a la basura’.
Porque, digámoslo ya, Montherlant mantiene siempre un tono cargado de humor más bien negro, a veces con reflejos surrealistas, que da al relato ese magnífico contraste que pocos autores son capaces de construir con las justas dosis de acidez, ironía y realismo. Consigue profundizar en la personalidad y actitudes de su protagonista a base de pinceladas rápidas sin perder el rumbo, y aun permitiéndose ciertas idas de olla (situando en Madrid una avenida llamada Rambla, flanqueada por baobabs (!), para a renglón seguido matizar que sabe perfectamente que eso no existe, y quedarse tan ancho), y hasta algún pasaje onírico. Y siempre desde un estilo desenfadado, ágil, como una improvisación de quien tiene recursos suficientes para no detenerse demasiado a elaborar lo que cuenta.
A Celestino le surge una posibilidad de volver a España para ciertas gestiones, y esa posibilidad es al mismo tiempo una necesidad, que a su vez se extiende a su hija. Y todo ello es también un desafío que despierta el temor a que se descubra su pasado, y probablemente un miedo más profundo a reencontrarse veinte años después con su tierra, allí donde peleó con furia por sus principios, un país irreconocible gobernado por aquellos a quienes combatió. El hombre quiere volver, sobre todo volver a ver una corrida de toros (española, las de Francia no le interesan), pero siente la muerte pisándole los talones, recela de cómo reaccionará su hija, teme a la policía y quizá a descubrir qué ha sido de su país.
Montherlant, que muestra sólidos conocimientos de lo español, alterna el dibujo de aquellas costumbres que Celestino lleva consigo (algunas han cambiado, otras no) con el drama personal del exiliado, tan incómodo aquí como en su país de acogida, y no desaprovecha la ocasión para lanzar una enorme filípica contra la fiesta de los toros (que demuestra también conocer con detalle), una larga, brillante y devastadora descripción de una tarde taurina que asimismo lleva una buena carga alegórica relacionada con el viejo anarquista.
Aceptemos que el ritmo de la narración puede ser algo irregular, que pasamos a veces unas cuantas páginas ansiosos por que ocurra algo más. Es seguramente que esa prosa un poco juguetona parece pedir un desarrollo más veloz. Pero disfrutemos de un libro singular, de cómo contar cosas muy serias, todo un mundo personal que se mantiene en pie a duras penas, de una forma desinhibida, con soltura, como solo lo saben hacer los grandes narradores.
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