Título original: Und sagte kein einziges Wort
Año de publicación: 1953
Valoración: Muy recomendable
Una de las cualidades de la gran
literatura es su sinceridad, Esto parece una verdad indiscutible, pero desde
hace tiempo da la impresión de que sinceridad equivale a que el escritor relate
su propia vida. Auto ficción se llama a eso, y ahí cabe cualquier cosa. No, los
hechos pretendidamente reales pueden ser tan mentirosos como los inventados, incluso
más, pues la ficción otorga la libertad imprescindible para manifestar lo que
se ve y piensa. Desde ese punto de vista, una historia fantástica puede ser tan
sincera como cualquier otra. Lo importante es comprender la realidad y asumirla
por dura o desagradable que sea. Y hay épocas más propensas al disfraz que
otras. Por eso me gusta tanto la literatura europea de la primera mitad del
siglo XX.
El premio Nobel de 1972 era alemán y su
obra más conocida se titula Opiniones de un payaso (si mal no recuerdo lo
primero que leí de su obra). Böll publicó hasta 1985, año de su fallecimiento, e
incluso después de forma póstuma.
Y no dijo ni una palabra es
mucho más compleja de lo que parece a primera vista. En las peripecias de un
matrimonio durante dos días decisivos de sus vidas, encontramos todo tipo de
asuntos perfectamente engarzados. Es difícil jerarquizar, pero yo diría que el
tema central es el desconocimiento, tanto el propio como el ajeno. Y de
este segundo se derivaría la incomunicación. Nadie conoce a nadie y nadie se
conoce en realidad, aunque algún observador, indiferente en apariencia, puede a
veces mostrarnos el camino con más acierto que los propios. Sabemos que, a veces,
la excesiva cercanía distorsiona la mirada y hace falta distancia para dar en
el clavo. Esto que digo es un dato, y a la vez no es nada hasta que se llega al
final de la novela, pues da la clave de un desenlace que a primera vista
resulta bastante oscuro.
Pero la temática, como digo, es
compleja, y el ambiente que presenta -la Alemania de posguerra- proporciona
mucho contenido: una sociedad desigual (precariedad generalizada, sueldos míseros,
carencia de horizontes) y las relaciones que se establecen en ella,
especialmente las matrimoniales y paterno-filiales, pero también entre
compañeros y vecinos, una sociedad hipócrita donde la religión es máscara y coartada.
El protagonista es un conocido sableador, además de alcohólico, a
quien la experiencia bélica, unida a las circunstancias actuales, ha desgastado,
rebajado su autoestima y mantenido en una triste espiral de destrucción.
Fred y su mujer, Kate, asumirán el
protagonismo y alternarán sus puntos de vista. En cada capítulo habla uno de
los dos. Así vamos comprendiendo una situación, sórdida, angustiosa pero quizá reversible
gracias a esos pensamientos suyos que no tienen nada de ilógicos. Si pueden comprenderlo
quizá puedan superarlo, aunque no es fácil vivir en una habitación minúscula -sin
comodidades ni medios económicos, a pesar de cierto pluriempleo- con dos niños
y un bebé (de momento), compartiendo vivienda con otra familia, más acomodada, que
no se molesta en ocultar su desprecio. Vivir así no es fácil para nadie, pero quien
acaba desertando es el marido, dejándola a ella sola con la carga. Y es que su
postura es más cómoda de lo que se da a entender en un principio. Por supuesto,
no quiere renunciar a nada, pide, exige periódicamente y ese es el punto de
inflexión para que, por fin, la que todo lo acepta abra los ojos y comprenda el
tremendo egoísmo que se oculta tras ese rol de víctima.
El relato se desarrolla de una forma
muy visual y no refleja nada extraordinario, lo que vemos es la vida cotidiana tal como
transcurre. Pero la vida está llena de momentos, solo hay que saber contarlos; y eso, la habilidad para mostrar, es uno de los puntos fuertes del
autor. Hay escenas tan expresivas que son una caricatura y una sátira, como la
procesión, con ese histriónico obispo vestido de rojo, o el tiovivo bajo cuya
lona el matrimonio se esconde de sus hijos. Sin embargo, el cuadro, en general, es bastante gris,
aunque lo deprimente se encuentra sobre todo en el interior de los personajes. El
lector está en otro plano gracias a esa dignidad que ellos mantienen a pesar de
las circunstancias y a la claridad con que se nos presentan causas,
consecuencias y motivos de sus actos. Hay cierta resignación ante lo que no
puede cambiarse, pero no fatalismo ni apatía, al menos por parte de la mujer,
el miembro más activo y clarividente de la pareja, el que consigue tirar del
hilo en cierto modo para intentar que algo empiece a moverse.
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