Título original: Desirada
Año de publicación: 1997 (en castellano, 2021)
Valoración: Recomendable
La deseada. ¡Sugerente título! Mejor dicho, ¿qué les
sugiere a ustedes? Desde luego, ni título ni ilustración son inocentes, menos
aún el conjunto formado por ambos. En la portada –ya se ha hablado aquí largo y
tendido de ellas, y muy atinadamente – en la portada, digo, aparece una niña
negra con carita de desconcierto, ¿será ella la deseada? Pues no, precisamente no es ella. Que esto quede claro
desde ahora mismo. La Deseada (La
Désirade) es el nombre de una isla que
forma parte del archipiélago de Guadalupe –lugar de nacimiento de la autora– y,
por tanto, uno de los territorios franceses de ultramar. Por otra parte, el
adjetivo en cuestión es bastante polisémico. Dos de sus acepciones más usadas
son, a saber: -mujer objeto de fantasías masculinas, -bebé de sexo femenino que
se ha esperado vivamente y/o durante mucho tiempo. Bien, quede claro que aquí
nos referimos al segundo. Una vez ubicado el contexto, y como no me gustan los
juegos verbales tratándose de asuntos tan serios, ni la ambigüedad cuando se
alude a personas vulnerables, me apresuro a aclarar que el título en cuestión
juega, además, con una paradoja. Y es que el mencionado bebé fue todo menos
deseado. Es más, su madre hubiera preferido morir antes que dar a luz, y no
estoy desvelando nada que no vayan ustedes a leer justamente al principio.
Un progenitor
que no acepta a su descendiente debería mantenerse alejado de él. Gracias a un
arreglo de ese tipo la niña es feliz hasta un determinado momento, luego las
cosas cambian. A partir de ahí comienza realmente la trama. Acompañamos al
personaje en su búsqueda de una identidad tan esencial como el origen. Un dato que
a casi todos nos viene de serie pero que en este caso se muestra esquiva, se
evapora cada vez que la protagonista (y los lectores) creemos estar a punto de
alcanzarla. La deseada es, pues, la
crónica de una búsqueda incesante que ocupa el tiempo, los pensamientos y las
energías de alguien que no pidió nacer. Las repercusiones que tiene semejante
planteamiento nos llevarían demasiado lejos, además, según vayan leyendo ya
tendrán ocasión de pensar en ellas. Solo diré que la genealogía es un rasgo
relevante que demasiadas veces no se tiene en cuenta a la hora de encargar a
una personita.
Como muchos
literatos que han sabido combinar experiencia e intelecto convirtiendo la
primera en literatura, Marise Condé ya reflejó en La vida sin maquillaje una existencia
rica en viajes, estudios, amores, hijos, amistades que registró y luego
reprodujo gracias a una capacidad de observación poco común. Leyendo esta
novela encuentro ideas, personajes, lugares y episodios que me recuerdan a su
propia vida, tal como ella la cuenta en sus memorias. Ese fértil sustrato, que
abarca tantas culturas, etnias, personalidades, costumbres, regímenes políticos
etc. enriquece y llena de colorido estas páginas. Pero a veces peca de exceso. Durante
demasiado tiempo no jerarquiza anécdotas ni personajes, abusa de nombres y
datos poco relevantes difuminando en la avalancha a esos pocos que realmente
importan. Por momentos, me parecía estar leyendo de nuevo su biografía, pero lo
que resulta un buen recurso a la hora de volver la vista atrás no funciona en
una obra de ficción como esta, con una protagonista bien definida.
No había
llegado ni a la mitad de la novela y estaba preguntándome por qué en 2018 se le
había concedido precisamente a ella el Nobel alternativo para ocupar el lugar
del auténtico. No conozco lo suficiente a Condé para opinar, pero lo cierto es
que, en un momento dado, la historia remonta, encuentra su objetivo y lo
persigue, pero no de una forma lineal sino dando todas las vueltas, giros, retrocesos,
indecisiones y engaños al lector, tan necesarios para que la intriga se
mantenga.
A partir de
ahí, aumenta el nivel literario y, en consecuencia, el interés de los lectores.
Los personajes principales se redefinen y crecen hasta alcanzar una estatura
inimaginable hasta entonces. No pierdan de vista a Reynalda, esa madre peculiar
que acabaremos comprendiendo aunque sea mínimamente, a Nina, la abuela relegada
a su rincón del mundo, a la abnegada Ranélise, a Ludovic, tan poliédrico como aparentemente
simple, a la buena de Arcania, a Stanley, siempre en su burbuja, a Gian Carlo, déspota
aunque atractivo o viceversa. Y su factor común, Marie-Noëlle, con su eterna
insatisfacción a cuestas debido a unas carencias de las que en realidad no es responsable. Ese peregrinaje suyo partiendo
de Estados Unidos, por Guadalupe y París en busca de respuestas adquiere una
entidad que trasciende la anécdota para abarcar asuntos muy complejos y nos
obliga a fijarnos en situaciones que, por repetidas, hemos normalizado y en las
que ni siquiera solemos reparar. De ahí surgirán preguntas, tan relevantes o
más que las de nuestro personaje, y algunas de nuestras convicciones quizá se
tambaleen un poco.
La verdad única
no existe o es casi imposible dar con ella. El lector tendrá que conformarse
con recopilar los diferentes puntos de vista y manejarlos como mejor le parezca.
A estas alturas se preguntarán si, por fin, la protagonista, como esos
personajes míticos que emprenden un largo viaje hasta llegar a su destino,
encontró lo que estaba buscando. Puedo responder que sí, que el objetivo se
cumple, o ella lo cree así y eso es lo que importa. Aunque todo es relativo: en
realidad nadie sabe nada y, como no existe prueba que lo avale, hay que basarse
en deducciones. Para colmo, quien recibe la confidencia no comparte su
hipótesis. Por supuesto, al lector tampoco se le llega a informar: de pronto ve
la luz, a la vez que Marie-Noëlle, cuando esta recrea una escena no vivida. Pero
¡cuidado! lo menciona tan de pasada que se nos escapará si no estamos atentos.
También de Maryse Condé: La vida sin maquillaje
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