viernes, 15 de marzo de 2024

Rosario Castellanos: Balún Canán

Idioma original: español
Año de publicación: 1957
Valoración: Muy recomendable

Hace poco reseñaba por aquí Huasipungo, de Jorge Icaza, unánimemente considerada como una de las cumbres del género de la novela indigenista: un subgénero específicamente hispanoamericano, aunque vinculable con el más abarcador concepto de realismo social, cuyo objetivo esencial es denunciar la explotación y la deshumanización de las poblaciones indígenas americanas. La novela que reseño hoy, Balún Canán, de Rosario Castellanos (una de las escritoras fundamentales de la literatura mexicana del XX, a pesar de ser mucho menos conocida que sus homólogos masculinos), es en cierto modo una continuación de esa reseña, ya que se trata de una novela que mezcla el espíritu de la novela indigenista, con el contexto de la novela de la revolución mexicana, y con una estructura que, al menos parcialmente, se podría vincular con la novela de formación o bildungsroman

Vayamos por partes, como diría Jack el Destripador.

La novela se divide en tres secciones: la primera y la tercera están narradas en primera persona por una niña, hija de una familia de terratenientes mexicanos en el periodo de la revolución mexicana. A través de la voz y de los ojos inocentes de la niña (más inocentes en la primera sección que en la tercera) vamos oyendo hablar de las "noticias" que llegan, de los cambios que se avecinan, aunque nunca se use la palabra "revolución" para designarlos. Asistimos también a la tierna relación entre la niña y su nana, una mujer india a la que el resto de los personajes blancos desprecian.

En la segunda sección, que narra la estancia de la familia en sus posesiones Chactajal para intentar pacificar a los indios y vigilar la cosecha, la voz narradora pasa a ser la de una tercera persona omnisciente, y la visión transita de unos personajes a otros: César, el patriarca de la familia, autoritario y machista; Zoraida, su mujer, cuyo desprecio a los indios es incluso superior al de su marido; Ernesto, sobrino bastardo de la familia, inseguro y envidioso, quien es arrastrado a Chactajal para ejercer de maestro (una profesión que ni desea ni está preparado para cumplir)... y en el otro lado, los indios, capitaneados por Felipe, quien ha aprendido de primera mano en la capital de México lo que significa la revolución y la libertad, y está dispuesto a lograr acabar con las opresiones seculares de los indígenas, y que cuenta, para ello, con el aval y la protección del nuevo gobierno revolucionario de Cárdenas.

En la tercera sección, la familia de terratenientes ha sido expulsada de Chactajal por los indios, y debe volver a Comitán, mientras espera (a lo Kafka o Godot) a que el gobernador se digne recibir a César y escuchar sus reclamaciones. En esta tercera sección volvemos a ver el mundo a través de los ojos de la hija de la familia, y el tema central pasa a ser la perpetuación de la estirpe, amenazada a causa de una maldición que supuestamente se cierne sobre la vida de Mario, el único hijo varón.

Aunque el punto de vista y el núcleo de la narrativa sea la familia de los terratenientes (representación literaria de la familia de la propia escritora), y aunque el contexto histórico de la acción permita vincular Balún Canán con la larga tradición de "novelas de la revolución mexicana", creo que también se puede percibir en ella el impulso de la novela indigenista (aunque sus tintes más naturalistas) del Huasipungo que mencionaba al principio. En primer lugar, por la presencia del personaje de la "nana", criada y aya indígena a la que la narradora de la primera y tercera partes se siente íntimamente unida (no así el resto de su familia, y en particular su madre, Zoraida); y también porque en la segunda parte cobra particular relevancia la lucha de los indios por sus derechos, sobre todo a través de Felipe, el único personaje al que podemos considerar heroico: un indio "empoderado", que ha tomado consciencia de su dignidad y sus derechos, y está dispuesto a todo por hacerlos valer.

Con todo, una descripción de estos elementos constitutivos (la novela de la revolución, la novela indigenista, o también la novela de aprendizaje, si tomamos separadamente las partes primera y tercera) no estaría completa sin mencionar la delicadeza y belleza con la que está escrita la obra. Destacan, aquí, algunos capítulos que funcionarían casi como relatos independientes, en los que se escuchan historias o leyendas de las criadas indígenas, llenas de diablos y bestias y seres maléficos que parecen surgidos de un cuento de Lovecraft. Copio una de ellas, y con esto me callo, que la reseña ya va larga, y más vale leer a Rosario Castellanos que leerme a mí:

—Dicen que hay en el monte un animal llamado dzulúm. Todas las noches sale a recorrer sus dominios. Llega donde está la leona con sus cachorros y ella le entrega los despojos del becerro que acaba de destrozar. El dzulúm se los apropia pero no los come, pues no se mueve por hambre sino por voluntad de mando. Los tigres corren haciendo crujir la hojarasca cuando olfatean su presencia. Los rebaños amanecen diezmados y los monos, que no tienen vergüenza, aúllan de miedo entre la copa de los árboles.

—¿Y cómo es el dzulúm?

—Nadie lo ha visto y ha vivido después. Pero yo tengo para mí que es muy hermoso, porque hasta las personas de razón le pagan tributo.

Estamos en la cocina. El rescoldo late apenas bajo el copo de ceniza. La llama de la vela nos dice por dónde anda volando el viento. Las criadas se sobresaltan cuando retumba, lejos, un trueno. La nana continúa hablando.

—Una vez, hace ya mucho tiempo, estábamos todos en Chactajal. Tus abuelos recogieron a una huérfana a la que daban trato de hija. Se llamaba Angélica. Era como una vara de azucena. Y tan dócil y sumisa con sus mayores. Y tan apacible y considerada para nosotros, los que la servíamos. Le abundaban los enamorados. Pero ella como que los miraba menos o como que estaba esperando a otro. Así se iban los días. Hasta que una mañana amaneció la novedad de que el dzulúm andaba rondando en los términos de la hacienda. Las señales eran los estragos que dejaba dondequiera. Y un terror que había secado las ubres de todos los animales que estaban criando. Angélica lo supo. Y cuando lo supo tembló como las yeguas de buena raza cuando ven pasar una sombra enfrente de ellas. Desde entonces ya no tuvo sosiego. La labor se le caía de las manos. Perdió su alegría y andaba como buscándola por los rincones. Se levantaba a deshora, a beber agua serenada porque ardía de sed. Tu abuelo pensó que estaba enferma y trajo al mejor curandero de la comarca. El curandero llegó y pidió hablar a solas con ella. Quién sabe qué cosas se dirían. Pero el hombre salió espantado y esa misma noche regresó a su casa, sin despedirse de ninguno. Angélica se iba consumiendo como el pabilo de las velas. En las tardes salía a caminar al campo y regresaba, ya oscuro, con el ruedo del vestido desgarrado por las zarzas. Y cuando le preguntábamos dónde fue, sólo decía que no encontraba el rumbo y nos miraba como pidiendo ayuda. Y todas nos juntábamos a su alrededor sin atinar en lo que había que decirle. Hasta que una vez no volvió.

La nana coge las tenazas y atiza el fogón. Afuera, el aguacero está golpeando las tejas desde hace rato.

—Los indios salieron a buscarla con hachones de ocote. Gritaban y a machetazos abrían su vereda. Iban siguiendo un rastro. Y de repente el rastro se borró. Buscaron días y días. Llevaron a los perros perdigueros. Y nunca hallaron ni un jirón de la ropa de Angélica, ni un resto de su cuerpo.

—¿Se la había llevado el dzulúm?

—Ella lo miró y se fue tras él como hechizada. Y un paso llamó al otro paso y así hasta donde se acaban los caminos. Él iba adelante, bello y poderoso, con su nombre que significa ansia de morir.

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