Año de publicación: 2013
Valoración: Está bien
Daniel Utrilla ha sido reportero del diario El Mundo en Rusia. No digo más. Su trayectoria personal –del temprano nacimiento de su vocación periodística hasta el abandono de su condición de reportero– se describe minuciosamente en esta crónica. Que, por cierto, no es un reportaje al uso sino su variante autoficcionada, un modelo al que, sintiéndolo en el alma, auguro una larga vida ya que sirve de alimento a la legión de escritores egocéntricos y lectores curiosos que pusieron en marcha el mecanismo.
Visto lo visto, puede que resulte raro lo que voy a decir, pero cuando escojo un título sobre un tema concreto doy por descontado que el autor se limitará a escribir sobre él, y, si no es pedir mucho, lo más ordenadamente posible. Esas técnicas que incluyen lo que parecen ser tormentas de ideas –digo bien, solo lo parecen– o que muestran la silueta del escritor deambulando por sus páginas, cuando de verdad funcionan son el resultado de mucho filtro oculto y de una pericia desarrollada a fuego lento. Todos recordamos a las grandes figuras que las han puesto en práctica, incluso a otras que todavía se están abriendo camino. Sin salir de su grupo generacional, El hombre mojado no teme la lluvia (2009) es una muestra evidente. No digo que Utrilla no pueda ejecutar ese tipo de técnicas con maestría –empeño y facultades no le faltan– pero tiene que llover, y mucho.
Daniel Utrilla, con solo veintitrés años, aterrizó en Moscú un año tan redondo como el 2000. Desde ese momento se dedicó a absorber como una esponja todo cuánto le rodeaba, el carácter ruso –en toda la extensión espacio-temporal a su alcance, lecturas incluidas– las costumbres, circunstancias políticas, paisaje, fisonomía urbanística, vida cotidiana… Pero hasta que no se desprenda de la pesada impedimenta que lo acompaña a todas partes no podrá mostrarnos todo lo que ha visto. Claro que el equipaje que lleva a cuestas está bien grabado en sus neuronas: infancia en la periferia madrileña de los ochenta, precoz fascinación por la cultura rusa, fervor obsesivo por el Real Madrid (más allá de lo que se le supone a un forofo declarado), idolatría por la anatomía femenina autóctona, el feliz impulso que le convirtió en enviado especial recién salido del horno universitario, la frustración que supone estar ligado a la crónica diaria incrementada por el auge de internet. No me parece mal ni bien pero exijo que en las contraportadas de textos tan previsiblemente ambiguos se enumeren los ingredientes que contienen junto a una relación de porcentajes (20% de infancia, 40% de filias y fobias personales, 20% de detalles irrelevantes, 20% de información sobre el tema convenientemente envuelta en la ensalada resultante). Si es así, lo siento, se queda en la estantería.
A todo esto se añade una preocupación por la forma que puede parecer positiva en principio, y lo sería si su deseo explícito de que el lenguaje deje huella no se exagerase hasta el límite. Metáforas, retorcimiento de vocablos, absoluta complacencia en sus hallazgos estilísticos sin demasiada selección previa, como si se tratase de un juego y el resultado no fuera un texto que se pretende enviar a la imprenta. Por fortuna estos excesos, aunque abundantes, se limitan a aparecer de vez en cuando.
Con esto, y contra lo que pueda parecer, no pretendo desanimar a nadie. Se trata de un libro ameno, repleto de anécdotas (de entre todas, me quedo con la imagen, casi entrañable, de los pocos bolcheviques nostálgicos que aún quedan manifestándose cada 7 de noviembre y con la escalofriante entrevista a Lugovoi, presunto asesino de Litvinenko por medio de polonio radioactivo, con camarero invadiendo la escena para ofrecer té en plena descripción de sus efectos, “No gracias” declina el reportero y el lector se queda con las ganas de sacarle de allí), que contiene algunos datos relevantes y se lee con facilidad siempre que interese lo que cuenta.
Muy culto, ingenioso, gran observador, con un amplio bagaje cultural, al cronista le pierde su tendencia a dispersarse y sus –transitorias, espero– dificultades para jerarquizar la información disponible. En definitiva, creo que su tendencia al exceso en fondo y forma perjudica a lo que escribe, que le vendría bien podar la prosa, seleccionar mejor los contenidos y organizar el discurso por temas en lugar de pretender mezclarlo todo. Se puede llegar a eso, pero más adelante y de forma mucho menos espontánea.
La nieve es la sábana dónde proyecto las sombras chinescas de mi Rusia imaginada. A veces el viento la levanta y vislumbro la Rusia real, pero no durante mucho tiempo.
Daniel Utrilla
Daniel Utrilla ha sido reportero del diario El Mundo en Rusia. No digo más. Su trayectoria personal –del temprano nacimiento de su vocación periodística hasta el abandono de su condición de reportero– se describe minuciosamente en esta crónica. Que, por cierto, no es un reportaje al uso sino su variante autoficcionada, un modelo al que, sintiéndolo en el alma, auguro una larga vida ya que sirve de alimento a la legión de escritores egocéntricos y lectores curiosos que pusieron en marcha el mecanismo.
Visto lo visto, puede que resulte raro lo que voy a decir, pero cuando escojo un título sobre un tema concreto doy por descontado que el autor se limitará a escribir sobre él, y, si no es pedir mucho, lo más ordenadamente posible. Esas técnicas que incluyen lo que parecen ser tormentas de ideas –digo bien, solo lo parecen– o que muestran la silueta del escritor deambulando por sus páginas, cuando de verdad funcionan son el resultado de mucho filtro oculto y de una pericia desarrollada a fuego lento. Todos recordamos a las grandes figuras que las han puesto en práctica, incluso a otras que todavía se están abriendo camino. Sin salir de su grupo generacional, El hombre mojado no teme la lluvia (2009) es una muestra evidente. No digo que Utrilla no pueda ejecutar ese tipo de técnicas con maestría –empeño y facultades no le faltan– pero tiene que llover, y mucho.
Daniel Utrilla, con solo veintitrés años, aterrizó en Moscú un año tan redondo como el 2000. Desde ese momento se dedicó a absorber como una esponja todo cuánto le rodeaba, el carácter ruso –en toda la extensión espacio-temporal a su alcance, lecturas incluidas– las costumbres, circunstancias políticas, paisaje, fisonomía urbanística, vida cotidiana… Pero hasta que no se desprenda de la pesada impedimenta que lo acompaña a todas partes no podrá mostrarnos todo lo que ha visto. Claro que el equipaje que lleva a cuestas está bien grabado en sus neuronas: infancia en la periferia madrileña de los ochenta, precoz fascinación por la cultura rusa, fervor obsesivo por el Real Madrid (más allá de lo que se le supone a un forofo declarado), idolatría por la anatomía femenina autóctona, el feliz impulso que le convirtió en enviado especial recién salido del horno universitario, la frustración que supone estar ligado a la crónica diaria incrementada por el auge de internet. No me parece mal ni bien pero exijo que en las contraportadas de textos tan previsiblemente ambiguos se enumeren los ingredientes que contienen junto a una relación de porcentajes (20% de infancia, 40% de filias y fobias personales, 20% de detalles irrelevantes, 20% de información sobre el tema convenientemente envuelta en la ensalada resultante). Si es así, lo siento, se queda en la estantería.
A todo esto se añade una preocupación por la forma que puede parecer positiva en principio, y lo sería si su deseo explícito de que el lenguaje deje huella no se exagerase hasta el límite. Metáforas, retorcimiento de vocablos, absoluta complacencia en sus hallazgos estilísticos sin demasiada selección previa, como si se tratase de un juego y el resultado no fuera un texto que se pretende enviar a la imprenta. Por fortuna estos excesos, aunque abundantes, se limitan a aparecer de vez en cuando.
Con esto, y contra lo que pueda parecer, no pretendo desanimar a nadie. Se trata de un libro ameno, repleto de anécdotas (de entre todas, me quedo con la imagen, casi entrañable, de los pocos bolcheviques nostálgicos que aún quedan manifestándose cada 7 de noviembre y con la escalofriante entrevista a Lugovoi, presunto asesino de Litvinenko por medio de polonio radioactivo, con camarero invadiendo la escena para ofrecer té en plena descripción de sus efectos, “No gracias” declina el reportero y el lector se queda con las ganas de sacarle de allí), que contiene algunos datos relevantes y se lee con facilidad siempre que interese lo que cuenta.
Muy culto, ingenioso, gran observador, con un amplio bagaje cultural, al cronista le pierde su tendencia a dispersarse y sus –transitorias, espero– dificultades para jerarquizar la información disponible. En definitiva, creo que su tendencia al exceso en fondo y forma perjudica a lo que escribe, que le vendría bien podar la prosa, seleccionar mejor los contenidos y organizar el discurso por temas en lugar de pretender mezclarlo todo. Se puede llegar a eso, pero más adelante y de forma mucho menos espontánea.
12 comentarios:
En eso último que comentas, Carrère es un maestro. Consigue que te hagas una idea muy clara de lo que cuenta. Sea la hisoria de Rusia o la vida de un asesino. Y no es fácil.
Impresionante reseña, Montuenga; suerte tienes de que el autor del libro vaya por el mundo sin Kaláshnikov. Un cordial saludo
Como ha dicho Anómimo, el libro recuerda un montón al "Limonov" de Carrère, pero en mucho menos bueno. Gran reseña, por cierto!
Hola Montuenga, tus reseñas son para el cuadro!
Saludos
Vaya reseña potente..Me hago una idea bastante clara de lo que se puede uno encontrar en el libro y mi pregunta es..¿ demasiado ambicioso para demasiada impaciencia y falta de madurez literaria?
Muchas gracias a todos, me alegra que os guste.
Todavía no he leído nada de Carrère, pero debo aclarar que Utrilla también cuenta muchas cosas de Rusia. En 500 páginas largas le da tiempo a todo.
Ardilla Squirrell, te lo agradezco. Por lo demás, pienso que el autor es muy racional y cercano, y en ningún caso puede ofenderle una crítica que contiene elementos subjetivos y, en los más objetivos, pretende ser constructiva.
Lupita, se trata de una crónica muy personal. Una vez leída parece que conoces de toda la vida a su autor. Da la impresión de que, después de tantos años como reportero de un periódico importante que dictaba las pautas y le absorbía todo el tiempo disponible, Utrilla ha querido sacarse la espinita de su vocación literaria y ha escrito un libro muy personal donde, para variar, cuenta lo que quiere contar y punto. Quizá por eso la información que envió al periódico durante quince años aparece, claro está, pero con menos relevancia y detalle del que esperábamos, al menos yo. Esto, unido a otros datos de primera mano que quizá no cabían en los reportajes diarios (filtrado por la discreción del autor, naturalmente) habrían compuesto una obra mucho más interesante a mi juicio. Pero no me cabe duda de su talento literario, de su pasión por Rusia y por sus vivencias periodísticas y de sus ganas de continuar en la brecha, así que pienso seguirle la pista. No hay duda de que en algún momento nos sorprenderá para bien.
Jaja, Gabriel. En España "estar hecho un cuadro" es lo mismo que "estar hecho un desastre", pero tal como lo expresas me suena bien. Me lo tomo, pues, como un elogio.
Y a mi compañero de blog, Koldo, agradecimiento especial y un saludo.
En Argentina decir que la reseña es para un cuadro significa que es casi una obra de arte!
Saludos
Excelente reseña, que desgrana a la perfección lo que el título y, me temo que también, los paratextos ocultan. Hay otra obra muy interesante sobre Rusia "Infierno blanco" si mal no recuerdo. Saludos.
Muchas gracias Sir Robin, me apuntó la informacion. Saludos
Perdone señor Montuenga me refería a "El delirio blanco"' saludos.
Ok :)
Ok, gracias.
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