miércoles, 14 de julio de 2021

Clarice Lispector: Un soplo de vida

Idioma original: portugués
Título original: Um sopro de vida
Traducción: Josep Domènech Ponsatí (ed. en catalán) y Mario Merlino (ed. en castellano)
Año de publicación: 1978
Valoración: entre recomendable y muy recomendable

Hay decisiones editoriales que, si bien son algo arriesgadas, su resultado final justifica sobradamente la elección tomada. Este es un claro ejemplo de ello, pues este magnífico libro de Clarice Lispector, si bien fue terminado de escribir en vísperas de la muerte de la autora, su edición y publicación no llegaría hasta un tiempo más tarde, después de la recopilación y ordenación de los manuscritos por parte de amiga y secretaria Olga Borelli. El resultado es un libro realmente interesante, y un digno legado a una escritora de un talento descomunal.

El libro consiste en una suerte de diálogo entre un escritor y Ángela Pralini, la protagonista que él ha creado para su relato, una conversación que se establece con un punto de partida meridianamente neutro, virgen, como prólogo a una aventura de (auto)conocimiento que se desarrollará a lo largo de todo el libro y que parte desde la duda y la incerteza del escritor sobre él mismo y sobre su obra, porque «escribo como si tuviera que salvar la vida de alguien. Probablemente mi propia vida», porque el escritor (más que probable alter ego de la propia autora) se encuentran en un episodio vital en el que la duda aflora, porque «el día transcurre fuera sin más ni más, y hay abismos de silencio en mí». Y el escritor, consciente de esos silencios y de lo que significan, se confiesa al lector afirmando que «tengo miedo de escribir. Es tan peligroso. Quien lo ha intentado lo sabe. Peligro de hurgar en lo que está oculto, pues el mundo no está en la superficie, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar. Para escribir tengo que instalarme en el vacío. Es en este vacío donde existo intuitivamente.».

Con este propósito, el escritor crea un personaje que debe construir y entender a medida que conversa con él, y que le sirve de espejo en el que ver reflejada su propia personalidad porque ya el propio escritor asegura que «Ángela se asemeja mucho a mi contrario». Por ello, no se trata de un libro fácil ni para un público amplio; Lispector juega con el lector porque juega con ella misma, juega a dibujarse y a encontrarse, pero juega también a perderse para conocerse más, a explorar dentro de ella misma para comprenderse mejor, y eso solo puede producirse partiendo desde un punto desdibujado y sin un horizonte fijo, porque «escribir es una indagación», porque «escribo para aprender. Me he escogido a mí mismo y a mi personaje —Ángela Pralini— porque a lo mejor, a través de nosotros, podré entender esta carencia de definición de la vida». Por ello, el propio escritor afirma que «Ángela es más que yo mismo. Ángela no sabe que es un personaje. Por otro lado, puede que yo sea el personaje de mí mismo (…) Ángela es mi necesidad» y «me pregunto si he creado a Ángela para poder tener un diálogo conmigo mismo. La he inventado porque necesito inventarme».

De esta manera, con un enfoque crípticamente reflexivo, las palabras que brotan de la mente de la autora aparecen y flotan, esperando unos breves instantes en el limbo de la conciencia hasta reposar definitivamente en un texto que ordena su exposición a la vez que nos desordena por dentro, buscando en el propio texto a la autora que no se esconde pero sí se camufla en un alter ego elegido para retratarse a sí misma desde fuera y así poderse observar y narrarse, porque mientras el escritor narrador vive su vida encerrado en sí mismo, Ángela es lo opuesto, es la liberación, es alguien sociable, alguien con todo el potencial y todas las opciones que el autor se autolimita y restringe; «Ángela, ágil, graciosa, llena del repique de campanas. Yo como si estuviera atado a un destino. Ángela con la ligereza de quien no tiene ningún fin», porque «Ángela se va haciendo continuamente y no tienen ningún compromiso con su propia vida, ni con la literatura ni con ningún arte».

Lispector, consciente de su débil estado de salud al escribir este libro, nos habla a través del autor afirmando, y dirigiéndose a Ángela, que «sabe que solo una vez será llamada y escogida. Cuando la Muerte quiera. A Ángela no le gustaría. Ahora bien, por lo que hace referencia a mí, ya estoy preparado y casi a punto para ser llamado». Y mientras la voz del Autor se apaga y se va hundiendo en una triste realidad que le acecha y le carcome, la de Ángela va creciendo, soltando su indefinición inicial, se levanta y vuela libre sin topes ni límites que la aten a ningún impedimento, ni tan siquiera a los del propio autor que la empieza a sentir lejana, descontrolada, inalcanzable, como si se escapara de unas manos que otrora tensaran unas riendas que se vuelven ya flácidas, rotas y desvanecidas en manos de su creador, de su ideólogo, de su autor.

Así, el libro consiste en esos diálogos constantes entre autor y Ángela en el que las dudas existenciales recaen sobre el autor, mientras que Ángela tiene un concepto muy claro y definido sobre ella misma porque el escritor es consciente que, en el fondo, «Ángela fue creada, pero ahora me toca a mí hacerme un hombre nuevo». Así, paradójicamente, es Ángela avanza incontrolable hacia alguien perfectamente definido, que sabe quién es y cómo es, mientras que el autor nada en el desconcierto constante y se ve superado por la afirmación incesante de su propio personaje. Las certezas de ella tienen como reflejo las dudas de él, porque «tuve que inventar un ser que fuera todo mío. Pero lo que ocurre es que ella está ganando demasiada fuerza».

«Ángela —si realmente pudiera escribir— expondría ideas en sucio, porque es incapaz de dirigirse a un posible lector con el desorden espontáneo que utiliza en este libro»; es así como la autora utiliza un alter ego para reflejar en el propio libro el estilo que su personaje utilizaría en el caso de escribir. De esta manera, el libro traza una línea invisible entre el proceso que va del pensamiento a la escritura y cuestiona de forma metaliteraria el propio acto de escribir y el resultado que de él se pretende conseguir. Así Lispector se disocia en Ángela y su autor para establecer los parámetros bajo los cuales se forma una obra, en concepto, ejecución y resultado, componiendo un relato cohesionado en el cual no existe división entre autor y lector sino que su relato forma parte del conjunto que conforma el propio universo creativo.

Por ello, el libro que ha escrito Lispector es una confesión sobre el sentido de la escritura, sobre cómo este va intrínsecamente ligado a los sentimientos y a la propia persona. La escritura como acto de existir. La escritura como acto de sentir. Inseparable lo uno de lo otro, la escritura toma cuerpo en los textos de Lispector y une sentimientos con palabras, tejiendo un relato en torno a la imbricación entre el arte de escribir como apéndice, como extensión, al acto de sentir y de existir porque «quiero escribir con palabras tan ligadas las unas con las otras que no haya intervalos entre ellas y yo», porque «escribiendo únicamente una línea a veces es suficiente para salvar el corazón de uno mismo».

En esta obra póstuma de Lispector, escrita en sus momentos finales cuando padecía el cáncer que acabó con su vida, la autora no pone un punto final a su carrera, sino justo lo contrario: es un punto de partida, un punto que parte del ahora y aquí, pues «no empiezas por el principio, empiezas por el medio, empiezas por el instante de hoy» (y que enlaza con el it de «Agua Viva»); es la desconstrucción de una vida que utilizando la figura de un escritor y su protagonista sirven a la autora para recomponerse desde el inicio, empezar de nuevo, desplegar un lienzo en blanco sobre el que esbozar, como si pudiera comenzar de nuevo, su vida, sus temores, indagando en quien es y quien quiere ser. No es una mirada atrás de la vida de la propia autora, sino un nuevo punto de partida, un nuevo inicio, un nuevo comienzo surgido desde una nada, desde el ahora sin tener en cuenta el antes; cómo la propia autora expone afirmando que «para poder escribir, antes tengo que liberarme de las palabras»; la autora hace lo propio con ella misma, despojándose de su propia existencia para poder entenderse. Una vida iniciada de golpe, como un despertar que aparece justo en el momento en que su existencia se acercaba al sueño eterno.

Dice Lispector, en boca del escritor protagonista, que «yo, como escritor que soy, esparzo semillas»; unas semillas que, de caer en tierra fértil, arraigan en uno mismo y hacen que brote con fuerza el ansia de la lectura. Lispector es una de las grandes autoras, no cabe duda, y así como afirma, con extrema belleza y atino que «la mariposa es un pétalo que vuela», dejemos que su vuelo repose en nosotros mientras, bajo su aparente suavidad, se nos desvele un torrente inalcanzable de verdades duras y certeras que buscan «para cada palabra el crujido inconsciente de un sentimiento conmovedor» en una vida difícil y compleja de la que a veces, como última opción, nos queda «refugiarnos en la locura, porque con la razón no nos basta».

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