Traducción: Meritxell Cucurella-Jorba en catalán para Club Editor y Mercedes Corral en castellano para Lumen
Año de publicación: 1984
Valoración: recomendable
Año de publicación: 1984
Valoración: recomendable
Hay autores de calidad literaria indiscutible que, por un motivo u otro, hay quedado fuera de mis lecturas habituales. Y hace tiempo que debía ponerle remedio a Natalia Ginzburg, una de las más conocidas escritoras italianas del siglo XX.
Empieza la novela con Giuseppe, un joven romano que le manda una carta a su hermano Ferruccio diciéndole que irá a vivir con él a Princeton (Estados Unidos) donde enseña biología en la universidad; el motivo de su traslado es irse con él para cultivarse y encontrar un trabajo, a la vez que buscar su mentoría pues Giuseppe se reconoce a sí mismo como «una persona insegura. Necesito alguien que me dé seguridad. Mi hermano es un hombre que tienen todas las cualidades que yo no tengo, tiene un temperamento tranquilo y las ideas claras. Me encuentro muy unido a él». Aun así, y pese a su firme voluntad, la partida de su ciudad natal no les es fácil, pues reconoce que «dejo mi casa, donde vivo desde hace más de veinte años» y admite que «ahora creo que querría quedarme aquí un poco más. Creo que es mejor que me vaya pensando que aquí, en Italia, mi vida era una joya. La verdad es que me parece una joya ahora que me voy. Antes de decidirme a marchar la encontraba insoportable». Así, con su marcha a los Estados Unidos de América, deja atrás también a Lucrezia y a su propio hijo y a los que ella tuvo con otra relación; Lucrezia, una mujer de la que estuvo profundamente enamorado pero que llegó un punto en el que se distanciaron, pues «llega un momento, en la vida, que todas las cosas que miramos por primera vez nos resultan extrañas. Las miramos como turistas, con interés, pero fríamente. Pertenecen a los demás».
En esta novela escrita en forma epistolar, la autora centra el relato en Giuseppe, pero abre el abanico a una serie de personajes de su entorno que conformaran el espectro de protagonistas que conforman la obra. De esta manera, aunque Giuseppe ejerce como pilar estructural a nivel argumentativo el peso de la historia lo constituye el paisaje social que se edifica a su entorno, pues, a partir de las cartas que se envían entre las diferentes personas de su entorno (hijo, amigos y familiares) de manera directa pero también cruzada, Natalia Ginzburg teje una novela que, a base de relaciones epistolares entre unos pocos personajes nos permite conocer no únicamente la vida de su principal protagonista sino también la de una sociedad que ubicaríamos en la sociedad postindustrial italiana de los ochenta. Así, a través de las distintas misivas podemos dibujar el mapa paisajístico de la historia que narra y es a través de sus distintos ángulos que somos conscientes de que la verdadera historia no la relata el protagonista sino todos aquellos que conforman su mundo, su entorno y su comunidad.
Estilísticamente, el tono y lenguaje de los personajes es seco, a veces contundente, con un alto grado de pesimismo con el que afrontan sus respectivas vidas que se pone de manifiesto, por ejemplo, al hablar de la cuñada, una mujer que «siempre sonríe. Sonríe con la boca, pero los ojos y el resto de la cara no sonríen. Ella y yo hablamos en inglés y francés, pero no tenemos nada que decirnos en ninguna lengua», o también cuando profesa la decepción tras su llegada a Nueva York en cuanto a la relación con su hermano, una relación que «se ha cortado. Parece que ahora no tenga tiempo para mí»; una sensación compartida por gente cercana a él, quienes constatan que Giuseppe «fue a América a refugiarse bajo las alas de su hermano. Pero los hermanos no tienen alas». De esta manera, vemos la dureza e incluso rencor en las cartas que se escriben, pues rezuman tensiones del pasado mal resultas, desajustes no corregidos y ciertas heridas mal cicatrizadas. Hay tirantez entre personas que tuvieron un pasado que ha quedado muy atrás, pero quizá no tanto como parece, pues hay un resquemor latente que la autora plasma con un lenguaje directo y veces tosco con el que se dirigen unos a otros, pero especialmente al tratar ciertos aspectos que les carcomen: una relación, la venta de una propiedad a precio de saldo o la paternidad ausente.
Con todo ello, Ginzburg teje un relato muy humano a partir de las diferentes cartas que se intercambian los personajes que permiten que vayamos conociendo el devenir en sus vidas y el contraste de opiniones diferentes que tienen sobre un mismo aspecto. Así, se trata de una novela sumamente coral, en el que la realidad siempre es diferente según el punto de vista de quien la observa; un claro reflejo de la realidad en la que la vida de cada uno es vivida e interpretada por los allegados, quienes expresan, opinan, pero también sienten y padecen en sus propias vidas y las de sus seres queridos quienes, incluso estando a distancia de ellos, les profesan cariño, simpatías, pero también roces y discrepancias. Ginzburg nos retrata la vida de unos personajes entrelazados a lo largo de dos años y medio, y es a través de las cartas que se van enviando de unos a otros que conocemos sus vidas, sus temores, sus tragedias, sus alegrías y sus vivencias. Un relato que nos lleva a una Roma como punto nuclear, en las que los infortunios amorosos o vitales nos llevan de Nueva York a Roma, en una línea argumental que se traza desde la amistad y el amor, desde las relaciones paternofiliales a la pobreza económica, de hijos, padres, amigos, amantes. Nos habla de penurias y desamores, de alegrías y esperanzas, de tristeza, mucha tristeza en unas vidas en las que siempre falta algo: un eslabón en la cadena afectiva, unas palabras dichas de más o de menos, pasos en falso hechos o no dados. Y la importancia de las casas, lugar en el que albergan no únicamente objetos sino sentimientos, convirtiéndose en el legado que nos une a los que vinieron antes y a los que vendrán después, compartiendo unos recuerdos que siempre las sobreviven, las hospeden unos u otros.
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