Año de publicación: 1983
Valoración: Imprescindible
En 1983, Antonio Escohotado publicó Historia general de las drogas, una obra monumental que reconstruye la relación entre ebriedad, ley, comercio y cultura a lo largo de siglos. Su apuesta, leer las drogas como un fenómeno humano total, inseparable de la libertad individual y de los dispositivos de control social, sigue interpelando hoy, cuando la conversación pública oscila entre el moralismo, la hiperindividualidad, y el tecnocratismo.
Esta reseña parte de esa ambición panorámica, pero quisiera añadir un matiz: el de la neurociencia contemporánea. No pretendo (dios me salve) de actualizar a Escohotado con bibliografía reciente, sino de poner a dialogar su marco histórico y jurídico con hallazgos recientes y política pública basada en estudios científicos (si es que existe tal prodigio). Ese diálogo, creo, ilumina la vigencia del libro y también sus límites.
Primero, una lectura de su Introducción y de los conceptos que la vertebran; después, un examen de capítulos clave a la luz de estudios actuales (psicodélicos, ketamina, MDMA, adicciones conductuales) y, por último, una reflexión sobre la compleja tarea de integrar historia, neurobiología y política de drogas. El objetivo no es dirimir un pleito ideológico, sino ganar comprensión práctica sobre cómo y por qué ciertas sustancias mejoran o empeoran la vida de las personas.
Lo de “imprescindible” no es hiperbólico. Cualquiera que pretenda opinar sobre drogas (léase podcastero, youtubero, tiktoker, etc.) como mínimo debería manejar el bagaje que aporta este libro (lo cual, ya lo sé, es pedirle peras al olmo).
Introducción
Escohotado abre su tratado con una tesis potente: lo psicoactivo no es un accidente moral sino un hecho psicofarmacológico que acompaña a la cultura desde sus comienzos. El pasaje sobre "la cosa tangible" que altera el ánimo y la ambivalencia del phármakon (remedio/veneno) sitúa la discusión más allá del bien y el mal: importa quién, cómo, cuándo, dónde y para qué se usa. Esa intuición, que hoy llamaríamos "dependiente de contexto, dosis y sujeto", sigue siendo fértil: la frontera entre perjuicio y beneficio no está en la molécula, sino en las condiciones de su uso. Ahí Escohotado es, todavía, sorprendentemente actual.
Me gustaría matizar dos lugares comunes que el propio Escohotado cita: la equiparación del "electrodo de placer" con la degradación del toxicómano, y la idea de que las drogas "enloquecen de placer". Los clásicos experimentos de autoestimulación intracraneal no se reducían al hipotálamo: involucraban circuitos mesolímbicos que median motivación, aprendizaje y saliencia, no simple hedonía. Hoy sabemos que el problema del enganche a una droga no es "sentir más placer", sino la tolerancia y la dependencia, cuando se presenta una disociación entre el consumo y el refuerzo (dígase placer, euforia, sopor); esa disociación explica por qué el consumo persiste aun cuando el placer disminuye, lo que define la formación de un hábito (o en este caso, una adicción).
El libro también enmarca el fenómeno en términos político-jurídicos: del "pecado" al "delito de riesgo" y a la excepción penal que suspende garantías. Aquí conviene actualizar la foto con datos globales: los informes recientes de OMS muestran mercados dinámicos, nuevas sustancias y respuestas heterogéneas; la dicotomía "sociedad sin drogas vs. libre mercado de todas" sigue siendo retórica, mientras la realidad cotidiana transcurre entre prohibición, mercado ilícito y sustitutos/adulterantes.
En el frente clínico, la "bendición y maldición" del phármakon hoy es más matizada y empírica. Por ejemplo, la psilocibina ha mostrado señales antidepresivas en depresión resistente, aunque con efectos adversos y necesidad de ensayos más largos y comparativos; no es una panacea, pero tampoco un mito. En paralelo, la ketamina ofrece alivio rápido en depresión resistente bajo protocolos estrictos de seguridad, y la investigación compara su desempeño con antidepresivos convencionales (resultados que se han visto embarrados debido al abuso por parte de figuras públicas deleznables como Elon Musk). Estos avances confirman que la psicofarmacología puede ampliar el repertorio terapéutico sin borrar sus riesgos.
Sin embargo, el entusiasmo debe convivir con el escepticismo regulatorio. El caso MDMA-TEPT (estrés postraumático) ilustra cómo, aun con resultados promisorios, los comités de la FDA han concluido que la evidencia y el balance beneficio-riesgo aún no son suficientes; la decisión reciente de no aprobar empuja a mejorar diseño, monitoreo y estándares de seguridad.
Finalmente, cuando Escohotado anticipa que el problema no es sólo sanitario sino político y social, hoy podemos añadir un matiz de salud pública: las intervenciones de reducción de daños (p. ej., centros de consumo supervisado) se asocian con reducciones locales de mortalidad por sobredosis y menor carga para servicios de emergencia; no sustituyen el tratamiento ni "resuelven" la adicción, pero son piezas útiles en ecosistemas complejos.
SECCIÓN PRIMERA — Magia, farmacia, religión
Escohotado sitúa la ebriedad en el cruce entre rito, remedio y norma. Desde Mesopotamia hasta las Américas precolombinas, muestra que las drogas no nacen como "vicio" ni como "crimen", sino como instituciones: usos reglados que organizan comunidad y experiencia. Entre dos polos, posesión y excursión, la ebriedad puede ser fusión con lo sagrado o apertura de visión; en ambos casos, suspende la rutina perceptiva y redistribuye el sentido de lo permitido.
El "mapa" se completa con mitos que codifican reglas y riesgos, y con una cotidianidad donde vino, opio y farmacopeas se integran en economía, medicina y derecho: lo profano y lo sagrado forman un continuo más o menos utilitario. Leída hoy, esa intuición dialoga con la neurociencia: los psicodélicos pueden aumentar la flexibilidad cognitiva cuando el contexto es el adecuado (el clásico set & setting), y la clínica contemporánea traduce antiguos ritos en protocolos terapéuticos (si bien, muchas de las "terapias" provenientes del psicoanálisis están más cerca de la magia que de la realidad, ¡qué daño ha hecho ese madafaka de Froid!). Del soma al peyote, la sección traza una fenomenología comparada de estados de conciencia y deja una idea central: la molécula importa, pero su marco de uso: cultural, ritual o clínico, es lo que decide su valor y su riesgo.
SECCIÓN SEGUNDA — Cristianismo, islam y la invención de la cruzada
Escohotado traza cómo Occidente convirtió la ebriedad en asunto de obediencia. Del cristianismo antiguo a la baja Edad Media, la alteración "legítima" del ánimo (eucaristía, ascetismo) se opone a las formas profanas o terapéuticas, que pasan a leerse como desorden, herejía o simple depravación. La persecución de la brujería se convertirá en modelo: archivo inquisitorial, erotismo como pretexto, y una pedagogía del miedo que inaugura el delito sin víctima (la hipótesis de que dildos untados con psicotrópicos derivaron en la iconografía de la escoba de la bruja es, cuando menos, asombrosa).
En el mundo islámico, alcohol, opio y cáñamo revelan la otra cara: las mismas sustancias pueden ser institución o crimen según el encuadre ritual y jurídico. La irrupción del café consagra una "ebriedad" alerta, estimulación sobria compatible con la ciudad y la burocracia (lo que equivaldría al uso de la cocaína en Wall Street, o de las anfetaminas en residentes de medicina o amas de casa), mientras el cáñamo queda como un irruptor de la disciplina. Se dibuja así una regla: el estatus legal no coincide con el riesgo biológico.
El tramo final, del humanismo a Paracelso y el caso americano (tabaco, coca, mate), adelanta la toxicología moderna: dosis y contexto deciden el sentido del phármakon. Con el tránsito a la modernidad, la demonología deviene en "toxicomanía", y economía, medicina y política aprenden a gobernar la percepción. La cruzada cambia de vocabulario, no de lógica.
SECCIÓN TERCERA — Liberalismo, opio y el siglo de los laboratorios
Escohotado deja atrás la teología del cuerpo y entra en la modernidad: el final del Antiguo Régimen desactiva la cruzada moral y devuelve la conducta sin víctima al terreno del derecho civil. La pregunta ya no es "pecado o virtud", sino daño medible: riesgo, dosis, contexto y externalidades. En ese viraje asoman dos frentes que marcarán el siglo: la "cuestión china" del opio y el papel del comercio europeo en la terapéutica.
El liberalismo destapa el caño del desagüe: láudano, morfina, cloroformo, éter y los primeros barbitúricos expanden accesos y usos, mientras la medicina aprende a distinguir analgesia, anestesia y sedación y paga el precio en tolerancia, dependencia y negligencia. El phármakon se vuelve margen terapéutico: no hay venenos morales, sino curvas dosis–respuesta y farmacocinética (la vía y la velocidad de entrada moldean el potencial adictivo tanto como la molécula).
La cocaína condensa el ciclo moderno: entusiasmo científico, promoción comercial, usos clínicos y, después, estigma. Lo que el siglo XIX y XX llamó "vicio" hoy se entiende como saliencia sensibilizada y plasticidad dopaminérgica que empuja del "gustar" al "querer". El cierre regresa a los visionarios, cáñamo y peyote, para mostrar el paso de lo sagrado tutelado a lo experimental clínico: protocolos, set & setting e integración. Si la Edad Media inventó la cruzada, el laboratorio inventa su antídoto laico: el método.
SECCIÓN CUARTA — De la "conciencia del problema" a la paz farmacrática
Escohotado narra cómo, del primer impulso internacional por "ordenar" los psicoactivos, se pasa a un régimen estable de control. La escena arranca con misiones y conferencias que inventan el léxico del peligro y culmina en La Haya y la Ley Harrison, donde la adicción deja de ser asunto médico para convertirse, en la práctica, en materia penal y fiscal. Las dos primeras décadas de cruzada cierran clínicas, prohiben el alcohol y, con la Marihuana Tax Act, criminalizan el cannabis por vía impositiva: no se prohíben moléculas por su fisiología, se clasifican por su lugar en un tablero moral y administrativo (y si nos acercamos a las teorías conspirativas, en la irrupción del cáñamo en el mercado de los textiles, dominado por los dueños (ex-esclavistas) de la industria del algodón).
Sigue una fase de latencia que arma la maquinaria (industria, agencias, leyes más duras) hasta fijar una "paz farmacrática": proliferan estimulantes, narcóticos y ansiolíticos legales, y el consumo se normaliza bajo vigilancia. El hilo común es claro, el mundo deja de debatir qué hacen las drogas para decidir qué son y quién puede tocarlas. Leída hoy, la sección anticipa un matiz que confirman los estudios recientes: el daño no es una esencia química sino un acoplamiento entre farmacología, aprendizaje y contexto. Controlar "drogas" es, en rigor, gobernar conductas y entornos. Siendo optimistas, este es un progreso importante.
SECCIÓN QUINTA — Los insurgentes
Escohotado retrata la disidencia frente al orden "farmacrático" nacido tras la I Guerra Mundial y fijado con la Convención de 1961. El desequilibrio es evidente, el cáñamo se ubica junto a tóxicos "superadictivos" mientras los psicofármacos de uso masivo sostienen la normalidad química sin el mismo estigma. Los sesenta amplifican la grieta: contraculturas, psicodelia y, como contragolpe, la "nueva ley internacional" que extiende el cerco al LSD, DMT, mescalina, psilocibina y THC, y reordena estimulantes y sedantes. El mensaje de fondo paso de castigar faltas a normalizar conciencias; la elección de estados mentales se convierte en enfermedad o delito y la intimidad queda bajo tutela.
Leída hoy, la sección gana relieve empírico. Los psicodélicos muestran potencial terapéutico cuando se encuadran en protocolos estrictos, desmontando la equivalencia automática entre éxtasis y patología. El MDMA ofrece la contracara: el rechazo regulatorio reciente no reimpone el anatema, obliga a elevar el listón metodológico. Y un frente inesperado, los agonistas GLP-1 (e.g. Ozempic, con todos los cadáveres andantes que ha producido), sugiere nuevas dianas para el consumo compulsivo más allá del dopamina-centrismo. En conjunto, la insurgencia ya no es sólo cultural, es de método. Se trata de clasificar mejor, medir mejor y cuidar mejor, sin confundir moral con farmacología.
SECCIÓN SEXTA — La "nueva ley internacional", la exportación de la cruzada y la era del sucedáneo
Escohotado muestra el tramo final del prohibicionismo, definir para gobernar. Con el Convenio de 1971 se reordena el mapa. Los psicodislépticos obtienen lista propia y los estimulantes/sedantes se reparten en paralelo, mientras un vocabulario (estupefaciente, hábito, dependencia, psicotoxicidad) se impone como gramática de poder más que como reflejo de la farmacología. La cruzada se exporta: adormidera y coca sirven para tejer operaciones, acuerdos y retóricas humanitarias que externalizan costes y fijan una "paz farmacrática" donde policía, diplomacia y mercado conviven (aquí valdría mencionar el pretexto más reciente para eliminar el debido proceso penal e invadir soberanías ajenas: el fentanilo).
El "retorno de lo reprimido" llega con la heroína (o, en nuestros días, el fentanilo) y la cocaína: la demanda no desaparece, cambia de forma; sustitución, adulteraciones y picos epidémicos dibujan un daño reconfigurado por la propia política. En paralelo, la marihuana reabre su disputa pública (aún usada por los sectores más conservadores para desprestigiar a sus adversarios, como el caso más reciente del candidato a la alcaldía de Nueva York, Zohran Mamdani). Entre designer drugs y análogos del fentanilo, la ley ya no prohíbe sustancias una a una, persigue familias y potencias (prohibición por analogía). El resultado es previsible, cada cerco legal abre un borde de innovación. La química va por delante; el derecho, detrás, intentando darle alcance. El cierre anuncia el tiempo que seguimos habitando y que acecha a los más jóvenes: la era del sucedáneo (el juego, las redes sociales, etc.).
Conclusión
Historia general de las drogas sigue siendo, a más de cuatro décadas de su publicación, un mapa intelectual poderoso: exhibe cómo las sociedades definen, ritualizan y castigan ciertos estados de conciencia. Su apuesta por recuperar el phármakon, remedio y veneno según dosis, sujeto y contexto, resiste bien el contraste con la ciencia contemporánea: hoy sabemos que el daño o el beneficio emergen menos de "la sustancia" que de patrones de uso, contingencias de aprendizaje y marcos institucionales.
Leída con una lente neurocientífica, la obra desplaza el tópico del "placer" hacia la motivación sensibilizada y la saliencia: lo que se potencia no es tanto el "gustar" como el "querer" (o en grados avanzados, necesitar). Ese giro explica por qué el consumo persiste cuando el placer mengua, y por qué intervenciones eficaces combinan farmacología con contexto. En este punto, Escohotado acierta al insistir en que la molécula no es una esencia moral y que el marco cultural y jurídico es parte de la farmacodinámica social.
Donde el libro es más polémico, y valioso, es en la genealogía de la cruzada contra las drogas: muestra cómo la ley nombró y fabricó "la droga" como problema penal (o moral) antes que sanitario. La investigación actual en salud pública no desmiente esa tesis: confirma que el estatus legal se desacopla con frecuencia del riesgo biológico y que la represión, por sí sola, reconfigura mercados y daños sin resolver determinantes conductuales.
Escohotado ofrece una teoría robusta de cómo llegamos a gobernar la percepción y el ánimo; la evidencia actual permite decidir para qué y en qué condiciones conviene hacerlo. Entre la tentación del anatema y la fantasía de la panacea, queda un terreno exigente: el estudio riguroso de la bioquímica del organismo humano. Si algo permanece después de cerrar el libro, es la convicción de que discutir sobre drogas es, en realidad, discutir sobre libertad y comunidad. Y que esa discusión se vuelve más honesta cuando la historia, la ley y la ciencia se escuchan entre sí.

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