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miércoles, 30 de abril de 2014

Derf Backderf: Mi amigo Dahmer

Idioma original: inglés
Título original: My Friend Dahmer
Año de publicación: 2012
Valoración: Muy recomendable


Jeffrey Dahmer (1960-1994), más conocido como el Carnicero de Milwaukee, es desgraciadamente famoso por haber drogado, asesinado y desmembrado a 17 personas entre 1978 y 1991, con las que también practicó la necrofilia y a las que, en ocasiones, devoró parcialmente. A pesar de que las características de sus crímenes pueden encontrarse fácilmente (no hay más que buscar en Google), poco sabemos realmente acerca de quién fue o cómo vivió Dahmer antes de convertirse en un asesino en serie.

Acabar con esa ignorancia es lo que pretende Derf Backderf, autor de cómics y licenciado en periodismo, que fue compañero de instituto y vecino de Jeffrey Dahmer en Bath (Ohio), donde éste pasó parte de su infancia y su adolescencia. El autor de Mi amigo Dahmer intenta así, a lo largo de más de 200 páginas, dar la visión más exacta posible de lo que fue la juventud de uno de los asesinos en serie más peligrosos de la historia. Para ello, Backderf utiliza sus propios recuerdos, los testimonios de familiares, profesores y otros compañeros que conocieron a Dahmer e incluso las entrevistas que éste dio cuando ya había sido condenado a cinco cadenas perpetuas consecutivas (y que nunca llegó a cumplir, pues fue asesinado en prisión tres años después de haber iniciado su condena).

Así, se nos presenta a Dahmer como un muchacho extremadamente tímido, tranquilo y sin amigos, el típico "bicho raro" que hay en todo colegio al que no se le suele prestar atención y del que nadie se acuerda. Pero el autor sí es capaz de recordarlo porque, a pesar de que no fueron nunca amigos (como equivocadamente anuncia el título del cómic), Backderf y sus colegas utilizaron a Dahmer y sus rarezas para gastar bromas y liarla en el instituto. En resumidas cuentas, podemos decir que lo usaron como mascota durante una temporada, pero la relación que establecieron con él nunca fue más allá de saludarse por los pasillos.

El autor no pretende disculpar o justificar los actos de Dahmer basándose en una adolescencia desgraciada, pero sí se pregunta qué habría pasado si algún adulto (algún profesor, algún vecino, sus propios padres) se hubiese dado cuenta de que algo no iba bien y hubiese hecho algo al respecto. También se plantea por qué ninguno de sus compañeros (incluyéndose a sí mismo) dio la voz de alarma cuando descubrió que el joven tenía un problema con el alcohol (con 16 años) y qué era exactamente lo que tenía de raro para que nadie quisiera acercarse a él. ¿Acaso no había ya ninguna esperanza para él? ¿Estaba condenado a convertirse en el monstruo que resultaría ser, años más tarde?

Por supuesto, nadie puede responder correctamente estas preguntas. Pero no está de más que alguien las plantee.



martes, 29 de abril de 2014

Georges Perec: Las cosas

Idioma original: francés
Título original: Les choses. Une histoire des années soixante.
Año de publicación: 1965
Traducción: Josep Escué
Valoración: recomendable

Pocas veces me he sentido tan desarmado ante la perfección de la sinopsis que figura en la contratapa de un  libro como en esta ocasión. Pues la descripción de la obra de la edición de Anagrama que he leído es tan precisa que casi me disuade de intentar aportar nada.
Y no era cuestión de plagiarla descaradamente. Pero sí que me quedo con una palabra: distanciamiento.
Que es lo que me desarma un poco a la hora de otorgarle una mayor valoración. Aunque el aspecto ligeramente enajenado del escritor y la cita final de Karl Marx (colofón que viene a ser la punzada final reveladora y corroboradora de sus intenciones) contarían con mis simpatías, he de decir que he encontrado Las cosas una novela más simbólica por su valor social que por el literario. De hecho, lo mismo me sucedió cuando (no descarto que en momentos poco adecuados para ello) auténticos iconos de la literatura, como El extranjero de Camus o El túnel de Sabato, me dejaron tirando a tibio.
Fundamentalmente Las cosas es un duro alegato contra la sociedad de consumo. La ya existente en los 60, léase la segunda e intraducida (¿por qué?)  frase de su título original. Si el pobre Perec, fallecido prematuramente a los 44 años, hubiera asistido a estos tiempos, no sé que le habría pasado al hombre. Cuestión que viene representada por las constantes menciones (listas, relaciones casi grotescas) a objetos de todo tipo, desde muebles de venta en los anticuarios de las calles parisinas hasta caro calzado a medida de venta en selectos locales de calles londinenses. Esa avidez, reiterada, insistente, gravita sobre la existencia de Sylvie  y Jérôme, joven pareja residente en París, rodeada de cosas en un pequeño apartamento, ambos dedicados a encuestas en el mundo de la publicidad, ambos trabajadores con trabajos precarios, pero deslumbrados por todo lo que les rodea, obsesionados por la riqueza. El ansia de la posesión, de la escalada social, de su representación en tenencia de propiedades, condiciona y guía su existencia. Ni mención a su relación personal, no hay sexo, no hay otro proyecto que el avance económico como estilete del avance social. Algo que ha calado en mí: ¿qué hacen cuando progresan?.Venden sus libros.
¿Qué hace que no me haya parecido merecedora de una valoración superior? Primero, que me hubiera gustado que Perec fuera más radical en su planteamiento. Que mostrara facetas más duras de esa condición a la que el mundo entero ha abocado a mucha gente. Que hubiera, más que resignación, sufrimiento. A pesar de su rencor subliminal, el escritor muestra a una pareja que avanza a pesar de todo. Que se mantiene, que se muda de país, que subsiste.
Después, cincuenta años más tarde, que son cincuenta años en que esta tuerca capitalista ha sido apretada unas cuantas vueltas más, críticas tan lúcidas pero más abiertas y más desgarradas han tomado su testigo. Respeto para lo seminal, sí, claro, pero, como lector y como parte de esta sociedad tan cuajada de defectos, hubiera agradecido más contundencia. La sutileza, hoy en día, no juega a nuestro favor.

Por último, una anécdota significativa: hace unos días leí una interesante lista donde 100 escritores en español relacionaban sus 10 obras universales de referencia. Chocante que el único escritor que acaparaba la lista íntegra de uno de los encuestados (Alejandro Zambra) era Perec.

También de Georges Perec en UnLibroAlDíaEl gabinete de un aficionadoLa vida, instrucciones de usoMe acuerdoLo infraordinario
Más sobre Perec, en la entrada sobre OuLiPo

lunes, 28 de abril de 2014

Penelope Fitzgerald: La flor azul


 Título original: The Blue Flower
 Idioma original: inglés
 Fecha de publicación: 1995
 Valoración: Muy recomendable

 La flor azul es uno de los libros que la editorial Impedimenta regaló a ULAD para el recientemente fallado Concurso de Biografías lectoras, y después de haberlo leído, me alegro de que los ganadores de nuestro pequeño certamen hayan tenido la oportunidad de disfrutarlo. Porque comparto plenamente las palabras de Jonathan Franzen hablando sobre él, citadas en su lomo posterior: "Penelope Fitzgerald en su mejor momento: elegante, ingeniosa, emotiva, implacable... Adoro esta novela." Unas palabras sencillas pero sentidas, como La flor azul.

 Hasta ahora, no sabía demasiado de Penelope Fitzgerald, y es una agradable sorpresa saber que escribió esta novela con casi ochenta años. Pero hay que tener en cuenta que esta inglesa de buena familia, nacida en 1916, educada en Oxford y madre de tres hijos, debutó en la literatura con casi sesenta años. Y tras leer La flor azul, tengo ganas de leer más obras de ella. Todo se andará…

En esta obra, la autora noveliza a partir de datos reales un episodio de la vida del poeta romántico alemán Friedrich von Hardenberg, conocido como Novalis, cuando ya en la veintena se enamora casi platónicamente de Sophie, una cría de doce años. La flor azul, el ideal del romanticismo alemán y objeto de belleza indescifrable, jugará durante toda la novela como metáfora de este amor extraño e ideal pero correspondido. Porque Sophie, una niña dotada de una belleza nada germana y un espíritu curioso y vivo muy alejado del de las típicas heroínas románticas, aceptará enseguida el amor de ese tipo sensible y extraño diez años mayor que ella, y ambos lo harán público, despertando recelos, envidias y críticas en su entorno.

Fitzgerald logra en esta novela algo sumamente difícil en mi opinión: hacer creíbles, cercanos y carnales personajes tan idealizables y volubles como un poeta brillante y enamorado que fue amigo de Schlegel, Fitche y Goethe, y su extraña joven musa, en las antípodas de la seductora Lolita fantaseada por el Humbert Humbert de Nabokov. Aquí nada repele, satura o genera recelo: La flor azul, repleta de seres bien construidos sin prosas extensas y recargadas (atentos a la familia del poeta), se puede tomar como una bildungsroman franca y serena.

Un libro hermoso, en fin, sencillo en su forma pero de esencia perdurable y con un poso más amargo de lo que pueda parecer.

La cuidada edición de Impedimenta, por otra parte, donde destaca una portada preciosa, ayuda mucho a disfrutar de su lectura.

Otras obras de Penelope Fitzgerald en ULAD: La puerta de los ángelesLa librería

domingo, 27 de abril de 2014

Daniel Pennac: Mal de escuela

Título original: Chagrin d’École
Idioma original: francés
Traductor: Manuel Serrat Crespo
Año de publicación: 2007
Valoración: está bien

Daniel Pennac (del corso Pennachioni, un apellido mucho más sabroso) es autor, además de este libro, del llamado en su momento “cuarteto de Belleville” (que luego se convirtió en sexteto), donde se narraban las andanzas del señor Malaussène, improbable detective, chivo expiatorio de profesión y cabeza de familia numerosa, junto a una extravagante troupe que pululaba por el XX arrondissement. De lo más divertido y recomendable.

Pennac, que además de novelista ha sido enseñante de lengua y literatura francesas durante muchos años, trató ya sobre este tema, aunque fuera de forma secundaria, en el anterior  Como una novela y en este Mal de escuela vuelve sobre ello. En realidad, su intención, al menos en un primer momento no era la de escribir un libro sobre la escuela, sino sobre las vicisitudes de los malos alumnos, los “zoquetes” (que en francés se conocen como “cancres”, es decir, cangrejos, porque en vez de avanzar de frente, van de lado o incluso hacia atrás). La razón es que él mismo,de adulto profesor y escritor de éxito, fue de niño uno de esos zoquetes y así, nos va contando sus angustias como mal alumno incapaz de comprender nada, la desesperación de su madre, su traslado a un internado y su empantanamiento en una situación opresiva y, en apariencia, irreversible para él hasta que la literatura ( de hecho, nos deleita también con su propia “biografía lectora”) y, oh, sí, el amor, le liberaron y recondujeron hacia la normalidad académica.

Sobre estos recuerdos suyos como alumno zoquete versa la primera mitad del libro. La segunda, como era previsible, a pesar de su declaración expresa de que no sería otro libro “sobre la escuela”, trata de su experiencia como profesor de otros alumnos zoquetes, los problemas (o supuestos problemas ) de la enseñanza de hoy y los que deberían priorizar los profesores para lograr su objetivo de “salvar” a esos alumnos zoquetes. De paso, reflexiona de forma quizás algo somera pero llena de agudeza y sentido común, sobre otros temas tangenciales a éstos, como son las infinitas posibilidades y ambivalencias del lenguaje; las diferentes clases sociales y su interrelación; los marginados de la sociedad actual; la violencia urbana contemporánea, magnificada por los medios (más aún en Francia) y, sobre todo, , la omnipresente sociedad de consumo, que instrumentaliza a los niños convirtiéndoles en “niños clientes” (en nuestras sociedades ricas. En otras más pobres, son “niños productores”, “niños soldados”, “niños prostituidos”…).

Todo, eso sí, con el humor y la bonhomía que caracteriza la prosa de Daniel Pennac (quien haya leído alguno de sus libros sabrá de lo que hablo). Quizás con demasiado énfasis, en ocasiones, y también con ese protagonismo del autor que parece se ha extendido entre la literatura francesa reciente (vale, ya se que el protagonismo del autor es inherente a un libro de memorias, pero yo ya me entiendo…). Pero lo resuelve con una prosa tan amena y hasta divertida, que sus posibles defectos son fácilmente soslayables, si es que a alguien le molestan.

En suma, un libro que interesará especialmente, supongo yo, a quien se dedique a la enseñanza o esté relacionado con ella. Pero también a aquellos padres sufrientes por tener un hijo un poco borric… perdón, quiero decir “cangrejo”. Como se ve, siempre hay lugar para la esperanza.


sábado, 26 de abril de 2014

Colaboración: La quinta Alemania. Un modelo hacia el fracaso europeo de Rafael Poch-de-Feliu, Àngel Ferrero y Carmela Negrete

Idioma original: Castellano.
Año de publicación: 2013.
Valoración: Muy recomendable.

He aquí un título comparable con Chavs: La demonización de la clase obrera debido a lo accesible que resulta para el lector medio que no es experto en materia política ni maneja jerga marxista. Además, del mismo modo que el libro de Owen Jones, en su crítica y análisis de la actualidad política y económica La quinta Alemania se revela magnética.

La primera parte del ensayo, escrita por Poch-de-Feliu, el enviado del periódico La Vanguardia en Berlín, cubre el origen de Alemania tal como la conocemos hoy. En una revisión crítica de la historia de la reunificación confronta el antifascismo de la RDA y el aparente rechazo de RFA hacia el nazismo - sacando a la luz datos sobre su connivencia con el nazismo. Por ejemplo, en su génesis, de los 38 generales de la Bundeswehr, el ejército de la RFA tras la segunda guerra mundial, 31 pertenecieron a la Wehrmacht (alguno incluso echó una mano con los campos de exterminio). Tampoco es Poch-de-Feliu un nostálgico de la RDA, crítica duramente su composición como estado policial, pero sí que existe una voluntad de desmitificar la reunificación basándose en tres argumentos: primero, que las conquistas sociales de la RDA eran válidas; segundo, que la RFA también tenía un gran componente policial y tercero, que la reunificación supuso una privatización (un expolio de lo público) y a largo plazo una desigualdad brutal entre Este y Oeste.

Tras la reunificación, de la mano de Àngel Ferrero, el ensayo explora el abandono de la voluntad pacifista (el Nie Wieder Krieg) en pos de un militarismo que mira a una estrategia geopolítica a largo plazo con el fin de obtener los recursos y acuerdos estratégicos para el entramado económico alemán. Respecto a la política de exteriores, también se analiza la relación del país germano respecto a sus socios europeos. Poch-de-Feliu identifica la fortaleza de la economía alemana en un número de características, siendo el más llamativo el bajo coste en producción (debido al dumping salarial) que lo convierte en un país exportador de primera fila. Poch-de-Feliu no se olvida de cómo la exportación del modelo del dumping salarial afecta a la soberanía nacional del resto de los socios europeos. Ni de cómo los beneficios obtenidos por las exportaciones son después invertidos en los países del sur de Europa, muchas veces en los delirios inmobiliarios de países como España.

La comparación con Chavs no es gratuita, ya que al igual que el libro de Owen Jones, el aquí reseñado (de la mano de Àngel Ferrero) también identifica el problema en el discurso postmaterial que ejercen partidos socialdemócratas o ecologistas. Un discurso que parte de la centralidad de las clases medias, que ha asimilado conceptos neoliberales y que deja sin representación a la clase trabajadora - en cuanto no la admite como referente para la creación de discurso político. Hablando de clase obrera, el relato de la periodista Carmela Negrete describe lo que es trabajar en Alemania como inmigrante. Términos como "ein-euro-job" o los "minijobs" son las constantes de un relato que consigue desmitificar la imagen de Alemania como modelo para consolidar un estado de bienestar o para salir de la crisis. Es destacable tanto la capacidad divulgativa de los autores al exponer un ensayo muy sólido sin caer en las trampas del enrevesamiento académico, como su voluntad didáctica al rechazar cualquier manifestación de germanofobia, recuerdo del infortunio.

Firmado: Paulo Kortazar

viernes, 25 de abril de 2014

Enrique Vila-Matas: Dietario voluble

Idioma original: español
Año de publicación: 2008
Valoración: muy recomendable

Si de algo se acusa reiteradamente al Vila-Matas novelista es de abusar de lo meta-literario. Lo cual podría, por cierto, no ser más que un pretexto como otro para el escritor ávido de obtener cierto protagonismo, de incorporarse directamente o usando un trasunto a la obra. Pero no veo narcisismo alguno aquí, en un experimento que podría ser una cúspide de onanismo, resulta que el escritor barcelonés se muestra contenido y prudente, contando con que este Dietario voluble es justo eso, una bitácora de viajes de larga y corta distancia que incorpora referencias a mansalva (este libro es una clara muestra de que parte del talento como escritor de Vila-Matas se debe a su condición de lector voraz e impenitente) y no pocas de esas frases a tener en cuenta, tan aplicables a la vida literaria como a la vida real.
En este sentido, la alternancia de anécdotas, textos de distintas extensiones (alguno zanjado con apenas unas frases), el hecho de que algunos adaptan que fueron previamente publicados fruto de su colaboración en El País, su orden cronológico y un deliberado aire de haber sido escrito en medio de una dura temporada de falso dolce fare niente, otorga pleno sentido al título. Este es un Vila-Matas relajado en su escritura y por tanto desbocado en su escritura. Consciente de que no le es necesario ceñirse al cautiverio de una trama, e inconscientemente envalentonado de que su prosa puede con todo. Curioso que la dispersión y el salto constante de uno a otro escenario acabe consiguiendo     un efecto tan unitario y cohesionado. No voy a discutir la posibilidad de que nos abrume la cantidad de autores mencionados para los que Vila-Matas no escatima elogios. Pasado un cierto número de páginas, uno se da cuenta de  lo absurdo de apuntar las referencias, pues todo el libro es un catálogo de ellas, incluso sin ceñirse a lo literario. Por lo cual el libro no solamente manifiesta un obvio valor de disfrute en su lectura. Conservarlo cerca, para acudir a sus constantes menciones, es una importante opción. 
Y todo con la naturalidad de Vila-Matas, retratado de espaldas en la portada, metiendo los dedos entre la camisa y el cinturón, en un gesto que yo diría es como de timidez teñida de seguridad, como diciendo este soy yo, pero no se fije demasiado en mí, como diciendo pase y relájese y lea, que no le va a pasar nada.
Y así es este Dietario voluble, una inmersión literaria disfrazada de agradable paseo, del que se vuelve la mar de satisfecho, y con un poquitín de hambre.

Mucho Vila-Matas ya en UnLibroAlDía: aquí

jueves, 24 de abril de 2014

Stephen King: La cúpula

Idioma original: inglés
Título original: Under the Dome
Año de publicación: 2013

Valoración: recomendable
Todo comienza un día de otoño en Chester's Mill, una pequeña ciudad de (por supuesto) el estado de Nueva Inglaterra: de repente, la localidad queda encerrada dentro de una barrera invisible que recibe el nombre de "cúpula", aunque en realidad no tiene tal forma. Lo que realmente importa es que nada parece poder romperla ni atravesarla, por lo que todas las personas que se encuentran en Chester's Mill en ese momento quedan aisladas del resto del mundo.

Mientras el ejército intenta descubrir el origen de esa barrera y la manera de destruirla, la población de la pequeña ciudad y aquellos que por casualidad se encuentran en ella tratan de seguir adelante con sus vidas lo mejor que pueden, confiando (algunos más, algunos menos) en que el gobierno conseguirá sacarlos de allí antes o después. Pero el sheriff muere y uno de los concejales del ayuntamiento, "Big Jim" Rennie, aprovecha la situación (y la barrera) para mantener el municipio bajo su control.

Éste es el punto de partida de La cúpula, la (si no me equivoco) penúltima novela de Stephen King publicada hasta la fecha. A pesar de que el autor estadounidense es conocido como "el rey del terror", en este caso (que no es el único) ha escrito una novela que se aleja de esta temática para retratar cómo se comporta una sociedad cuando permanece aislada del resto del mundo: las ansias de poder, las viejas rencillas que salen a la luz, la ignorancia, la sensación de abandono, el miedo... se combinan para crear un viciado ambiente en el que toda mala acción parece quedar impune y en el que la supervivencia no depende tanto de la destrucción de la barrera como del grado de locura o de la desesperación de los que se encuentran dentro de ella.

El final de la novela resulta ser un tanto flojo, pero hay que reconocer que King se luce a la hora de construir los personajes y de mostrar sus reacciones. Los sucesos que tienen lugar en los pocos días que dura el encierro resultan verosímiles y muestran el poco peso que tiene el sentido común cuando el ser humano se encuentra en una situación que escapa a su control. Y, a pesar de la gran cantidad de personajes y subtramas, el autor consigue mantener el ritmo y la atención del lector durante toda la obra (lo cual tiene mucho mérito, ya que la novela tiene casi 900 páginas), logrando que La cúpula sea una lectura de lo más entretenida. No nos cambiará la vida, pero sin duda nos hará pasar un buen rato.
 
Todas las reseñas sobre Stephen King en ULAD: Aquí

miércoles, 23 de abril de 2014

El Día del Libro: el día de García Márquez


Hoy es el Día del Libro; un día que habríamos dedicado, si no hubiera pasado nada, a proponer libros regalables, a recomendar sesiones de firmas de escritores, a organizar un concurso o un sorteo.

Pero pasó algo. Murió García Márquez. Y no se puede celebrar un Día del Libro normal después de que haya muerto García Márquez.

Es difícil, imposible, escribir nada original, después de la avalancha de textos publicados por todos los medios en los últimos días. Se ha contado su vida, se ha recordado su enfrentamiento con Vargas llosa, se han recordado anécdotas (des)conocidas... Es difícil, y peligroso, por eso, intentar ser original. El gran Quim Monzó escribió en Twitter el mismo día de su fallecimiento: A quien titule mañana "Crónica de una muerte anunciada" se le deberían extraer las gónadas con un cuchillo oxidado. Por supuesto, no faltaron medios que titularon así. Tampoco han faltado los medios que lo han elevado a los altares ahora que ha muerto, pero que cuando estaba vivo no le perdonaron sus posturas políticas.


Ha muerto García Márquez. Y es justo y necesario rendirle el homenaje que le es debido.

Quizás no sea adecuado personalizar el boom en una sola figura, pero creo que no es exagerado decir que la obra de García Márquez, y en concreto sus Cien años de soledad han quedado como máximos representantes de esa explosión de la literatura latinoamericana, que, como dijo García Márquez en su discurso de aceptación del Nobel, ayudó también a comprender mejor a todo un continente. Fue también, tal vez, el mejor escritor en un grupo de grandísimos escritores, una generación genial e irrepetible.

Porque García Márquez no es solo un magnífico estilista: uno de los mejores en lengua castellana de todo el siglo XX, quizás solo comparable a Borges o Cortázar, con una habilidad única para la adjetivación. García Márquez fue, también, y quizás sobre todo, un creador de mundos: el principal, aunque no el único, Macondo, su versión ficcionalizada de Colombia, con sus interminables guerras, sus empresas bananeras, sus mujeres tan bonitas que en vez de morir ascienden a los cielos, sus maravillas inexplicables y hermosas.

¿Con qué novela de García Márquez quedarse, entonces? ¿Con la ambición monumental Cien años de soledad? ¿Con la perfección técnica de Crónica de una muerte anunciada? ¿Con el experimentalismo estilístico de El otoño del Patriarca, o el romanticismo tardío de El amor en los tiempos del cólera? ¿O con sus relatos, no inferiores a sus novelas?

No, si hay que elegir (y no hay por qué elegir) no será ninguna de esas la imagen que conservemos de la obra de García Márquez. Será más bien la imagen de un coronel retirado que no tiene ni un prudente retén de café. Un coronel, hurgando en el bote del café, volcando el agua sobre un suelo tosco e irregular, apurando el contenido del bote de forma indigna y patética, para acabar mintiendo a su mujer enferma sobre el tamaño de la última cucharada de café que queda. Un coronel que lo ha perdido todo menos la dignidad, en una espera eterna y corrosiva. Así recordamos a García Márquez, "puro, explícito, invencible". 

Se ha ido uno de los más grandes; sus obras quedan. El mejor homenaje es leerle, seguir leyéndole, leerle siempre.

martes, 22 de abril de 2014

Juan Goytisolo: Señas de identidad

Idioma original: español
Año de publicación: 1966
Valoración: Muy recomendable

El otro día reseñaba La familia de Pascual Duarte, de Cela; hoy le toca el turno a otro clásico de la narrativa española del Franquismo: Señas de identidad de Juan Goytisolo. Y las dos décadas y media que las separan, y los diferentes posicionamientos ideológicos de sus autores, se hacen notar: Señas de identidad es una novela experimental, formalmente arriesgada y difícil (como también llegarían a ser las novelas de Cela), y también una visión crítica y corrosiva no solo del Franquismo y sus mecanismos de represión, sino también de la(s) izquierda(s) y su incapacidad para constituirse en una oposición sólida y con capacidad de reacción. Porque Señas de identidad es una novela marcada por la derrota: es una novela de exiliados, represaliados, torturados y fusilados. Pero no todos ellos son heroicos: los hay que son mezquinos, calculadores, vividores o simplemente pesados.

El protagonista de la novela (una novela, por lo demás, muy coral) es Álvaro Mendiola, trasunto no demasiado escondido de Juan Goytisolo (como él, escritor/periodista barcelonés con apellido vasco), quien recorre, con el cuerpo o con la memoria, los fragmentos de su pasado y del pasado de su familia y de su país que lo han condicionado, reconstruyendo así sus "señas de identidad". (El mismo protagonista reaparecerá en dos novelas más de Goytisolo: Reivindicación del conde don Julián y Juan sin Tierra).

Dos rasgos característicos sobresalen en esta novela, como decía antes: su ambición formal, y su crítica política (lo que hizo que las siguientes obras de su autor fueran prohibidas en España). Formalmente, la novela es casi un laboratorio de técnicas experimentales de narración, comenzando con el narrador en segunda persona que domina en el texto, e incluyendo fragmentos de monólogo interior, collage de textos, multilingüismo, deformaciones de la realidad, etc. Es, en ese sentido, una obra muy de su tiempo: recordemos que Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos, se publicó cuatro años antes, en 1962.

El otro rasgo fundamental en Señas de identidad es la construcción de una visión negativa de España, no solo de la España franquista sino, prácticamente, de cualquier posible idea de España. La tauromaquia, "seña de identidad" española por antonomasia, aparece repetidamente como símbolo o metonimia de la brutalidad hispánica (persecución, tortura, asesinato de hombres como de animales). Cuando el protagonista vuelve a España, después de una larga ausencia, ya no reconoce su propio país; ya no se reconoce en su propio país.

No es Juan Goytisolo, como en general los escritores preocupados por la experimentación formal, un autor para todos los gustos; pero es sin duda un autor imprescindible para comprender la realidad, y la literatura, españolas del siglo XX; y Señas de identidad es una de sus obras fundamentales.


También de Juan Goytisolo: Las virtudes del pájaro solitarioDon Julián y Juan sin TierraCampos de Níjar

lunes, 21 de abril de 2014

Giancarlo De Cataldo: Una novela criminal

Título original: Romanzo Criminale
Idioma original: italiano
Traductora: Patricia Orts
Año de publicación: 2002
Valoración: Muy recomendable

En las décadas de los 70 y 80 del pasado siglo, en toda la sociedad occidental se vivió un incremento de la delincuencia juvenil (o, al menos, de su visibilidad), motivado en gran medida por el también aumento del tráfico y consumo de drogas como la heroína. Tal circunstancia dio lugar incluso a fenómenos culturales como fue en España el llamado “cine quinqui” (ya saben, películas que contaban las hazañas del Vaquilla, el Torete y compañía). Se puso “de moda”, además, la formación de bandas juveniles de carácter más o menos delincuencial (a veces, estos pandilleros no pasaban de ser simples gamberretes con ínfulas), incluso en apartadas ciudades de provincias.

La ciudad de Roma, capital de Italia, no iba a ser menos. Más aún, si tenemos en cuenta que en ese lugar y momento (los conocidos como “años de plomo”), se cruzaban toda una serie de intereses y actores variopintos: el terrorismo de extrema derecha y de extrema izquierda, sin olvidar el de carácter internacional; los servicios secretos italianos, americanos, israelíes…; la red anticomunista Gladio; el Vaticano y sus opacos secretos, el tráfico de todo tipo de mercancías, incluyendo las intangibles; el famoseo del fútbol y la tele; la Mafia, claro está… La banda criminal que logró hacerse con el control, durante esos años, de las calles de Roma, fue la llamada “de la Magliana”, por el barrio donde había surgido, y se convirtió en un vórtice donde convergieron todos esos elementos. Elementos con los que Giancarlo De Cataldo, que además de novelista ha sido juez, o viceversa (existe en Italia casi una tradición de jueces que escriben novela negra), escribió esta novela de gran éxito, que ha sido llevada también al cine y a la televisión. Los hechos narrados en ella, al parecer, son bastante fieles a la realidad, lo único que cambió De Cataldo fue cambiar los apodos de los protagonistas (sus nombres no se dicen nunca: “Renatino” se convirtió, pues, en el Dandi, “Crispino” en el Frío o “er Nero” en el Libanés. Los demás miembros de la banda de la novela de Cataldo son todo un catálogo de noms de guérre a cada cual más pintoresco: Ricotta, el Negro, el Búfalo, Ojo Feroz, el Esmirriado…. O mi favorito, por expresivo: un tal Treintamonedas (en la realidad, “er Vesubiano”)…. Sí se da el nombre (aunque no sea el de la persona real) de la querida del Dandi, la prostituta Patrizia. Y también de los que De Cataldo llama “los del Palacio”: el policía Scialoja, enamorado también de Patrizia o el juez Borgia, ambos perseguidores de la banda. Pero asimismo, existen otros “palaciegos”, más oscuros, de los que, de nuevo, sólo se nombra el apodo: el Viejo, jefe de los servicios secretos y titiritero en la sombra de mucho de lo que ocurre y sus agentes Zeta y Equis.

De Cataldo cuenta la historia con un estilo que en un principio parece rendir cuentas tan sólo a la pura eficacia. pero pronto, esa eficacia se desvela como eficiencia (es decir, perfecta adecuación de los medios utilizados con el resultado conseguido), y finalmente, se convierte en un elemento tan importante como la propia trama para la consecución de una novela magnífica. Un estilo trepidante y adictivo que lleva en volandas al lector hasta el final, hasta que acaban las más de 650 páginas del libro y uno no puede sino lamentar que hayan terminado (por suerte, De Cataldo escribió una segunda parte, no menos estupenda, titulada Italia Cosa Nostra,  con protagonismo también de la pareja formada por Scialoja y Patrizia). Y la trama, por supuesto, no es menos apasionante: el germen, creación y evolución, de una organización criminal, de una "mafia romana"... Su enriquecimiento a través del tráfico de drogas; su implicación en asuntos aún más turbios, como los atentados de los Núcleos Armados Revolucionarios (que, a pesar del nombre, pertenecían a la extrema derecha más extrema, y valga la redundancia...) o los tejemanejes de los servicios secretos, de las mafias del Sur, de las finanzas vaticanas... 

Y después, la inevitable lucha por el poder, los rencores, las vendettas y ajustes de cuentas. La disgregación y desgarro de un sueño juvenil, por más que fuera un sueño de crimen y violencia. Porque en toda la novela late el pulso de la efervescencia y la urgencia de la juventud, de la energía casi nietzcheana de quien se rebela contra su destino y trata de conseguir el triunfo de su propia voluntad. El descaro de quien osa volar hacia el sol, por más que sabe que si se derrite la cera de sus alas, caerá en picado al mar.

Una novela que entusiasmará a los amantes de la novela negra y gustará, sin duda, a los interesados en un época y un país en erupción, como era Italia en aquellos años. Y en una ciudad que ya lo ha visto todo, y se ha reinventado en una y otra vez  para no dejar de fascinarnos.

Una novela electrizante y magistral, que hará exclamar al lector que la acabe, como al personaje con el que se abre la historia: "¡Yo estaba con el  Libanés!". Porque sí, nosotros también habremos estado con el Libanés y con toda su banda. Y con ganas de volver con ellos.




(Lo siento, pero no me resisto a poner también la portada de la edición de bolsillo del libro, con los actores de la película basada en él).

domingo, 20 de abril de 2014

Barbara Comyns: Y las cucharillas eran de Woolworths

Idioma original: inglés
Título original: Our spoons came from Woolworths
Fecha de publicación: 1950
Valoración: Recomendable

 Hace unas semanas, Yemila publicaba por aquí una reseña de otro libro de Barbara Comyns, La hija del veterinario, y contaba el buen sabor de boca que le había dejado.

Curioso de mí, me hice con el libro, lo leí y también me gustó. Tanto como para buscar en la biblioteca otro libro de la misma escritora. Lo hice, lo encontré, y tengo que decir que esta segunda obra que leo de Comyns, Las cucharillas eran de Woolworths, me ha gustado aún más.

Barbara Comyns, como se decía en el otro post, fue una mujer con una vida de todo menos usual. Nacida a principios del siglo XX, su padre era un químico inglés aficionado a la bebida, y su madre, una irlandesa de buena familia venida a menos. Fue criada junto a sus cinco hermanos con todas las comodidades del mundo hasta que su padre murió y entonces, todo dio un giro de ciento ochenta grados: las deudas que el hombre había contraído en vida transformaron la vida de Barbara y sus hermanos en una novelita de Dickens. Pronto se fue de casa, tuvo un matrimonio relámpago con un joven artista, estudió arte, pintó con cierto éxito, fue musa de pintores, se volvió a casar con un hombre mucho más estable que el primero, tuvo hijos, viajó mucho, publicó libros…

 En fin, Comyns disfrutó de/padeció una vida bohemia de manual en la Inglaterra de entreguerras y en otros países (se dice que vivió nada más ni nada menos que dieciséis años en Barcelona). Las cucharillas eran de Woolworths tiene muchos elementos autobiográficos de Comyns, de cuando era una veinteañera y malvivía con su primer marido, al que conoció de una forma un tanto accidental y con el que se emparejó a velocidad sideral movidos ambos por una pasión alocada y más bien adolescente. Pero enseguida llegarían los problemas: las carencias económicas, el hambre que habitualmente pasaban, el trato desdeñoso de sus familiares, la irrupción de bebés y “terceras personas”… Tan autobiográfico es todo, que en la introducción la escritora especifica qué capítulos de su obra están extraídos directamente de la realidad, de su realidad. En este punto, decir que yo recomiendo, una vez más, leer la introducción una vez leída la novela. Así uno puede hacer cábalas sobre qué capítulos son los “reales”. La novela es breve, curiosa, amarga y divertida a partes iguales.

 Comyns escribe con un estilo fresco y desenfadado, a base de utilizar un lenguaje directo, frases sencillas, reflexiones lúcidas y, en conjunto, una narración franca y desprejuiciada pero en absoluto vacua (todo un logro), y por eso consigue que los peores episodios de la historia (bebés sufriendo, abandonos, etc…) no se hagan tan indigestos.

También es una buena forma de entrever la dureza del periodo entreguerras en la Inglaterra más bohemia imaginable y llegar a la conclusión de que las personas que provenían de buenas familias, como Barbara Comyns, por mucho que en algunos momentos de sus vidas se vieran dejadas de lado por la Diosa Fortuna, nunca renunciaban a sus inquietudes intelectuales, a ciertos contactos bien situados, y a salir adelante aunque fuera dando tumbos, sabedores que tarde o temprano, la existencia les concedería una tregua.

También de Barbara Comyns en ULAD: La hija del veterinario, El enebro

sábado, 19 de abril de 2014

Guy Delisle: Guía del mal padre

Idioma original: francés

Título original: Le guide du mauvais père
Año de publicación: 2013
Valoración: está bien


Estoy segura de que todos aquellos que deciden tener hijos intentan educarlos de la mejor manera posible, tratando, además, de no cometer los errores que consideran que sus padres cometieron con ellos. Sin embargo, esta tarea suele ser más complicada de lo que parece en un principio y, a pesar de las buenas intenciones, en ocasiones se mete la pata hasta el fondo. 

De esto habla Guy Delisle en la Guía del mal padre, un divertido testimonio en el que el autor se desnuda ante sus lectores y muestra los momentos más surrealistas de su papel como progenitor. En las páginas de esta guía veremos cómo el autor critica ferozmente el dibujo que ha realizado su hija o cómo le miente para, egoístamente, poder disfrutar de unos cereales que no está dispuesto a compartir, cómo le gasta una broma de mal gusto a su hijo con una motosierra o cómo suelta las mayores barbaridades que se le ocurren sin pararse a pensar en el efecto que éstas pueden tener en los pequeños.

La razón por la que he valorado este cómic sólo con un está bien es que se queda corto. De hecho, se queda muy corto. Cada episodio narrado por Delisle ocupa varias páginas (de tan sólo dos viñetas cada una), por lo que al final el lector tiene la sensación de que, aunque el cómic mola y es divertido, el autor no le ha sacado todo el partido que podría.

Pero también hay que agradecer la sinceridad con la que Delisle se muestra a sí mismo, su ausencia de complejos a la hora de confesar sus equivocaciones y cómo, en resumen, demuestra que en muchas ocasiones se comporta de una manera más infantil que sus propios retoños.


También de Guy Delisle: Pyongyang.

viernes, 18 de abril de 2014

Camilo José Cela: La familia de Pascual Duarte

Idioma original: español
Año de publicación: 1942
Valoración: Muy recomendable

Hace poco, cuando preparaba mi biografía lectora, descubrí con cierto asombro que todavía, después de cinco años, no habíamos reseñado nada de Cela. Creo que esto es significativo; no sé exactamente de qué, pero es significativo. Once o doce personas a las que les encantan los libros y la literatura, y nadie ha sentido la necesidad de reseñar ninguna obra del último Premio Nobel español... Creo que puede haber varios motivos para esto: en primer lugar, la imagen pública de Cela, que en los últimos años se convirtió en una caricatura de sí mismo; también, su postura política: Cela fue censor y reconocido colaborador del régimen franquista; por último, tampoco ayuda el que sus obras sean casi siempre ásperas, oscuras y de lectura difícil.

Y sin embargo, si olvidamos al personaje y su significación política y nos centramos en la obra, Cela es un escritor notable, un innovador y un experimentador con una prosa muy personal. Que no enamore es otra cosa; pero su calidad es innegable.

La trayectoria novelística de Cela se abrió precisamente con esta novela, La familia de Pascual Duarte, una obra que ya ha pasado a ocupar un lugar central en el canon de la novela de posguerra como iniciadora del "tremendismo" (así lo dicen todos los manuales) y que tiene fuertes lazos con la tradición literaria española, en particular con la picaresca -Cela escribió, unos años después, una continuación del Lazarillo- e incluso del Quijote por su estructura estratificada de narradores y manuscritos.

El núcleo central de la novela está compuesto por la confesión de Pascual Duarte, escrita desde la prisión (o mejor dicho, las prisiones) en la que espera para ser ejecutado mediante garrote vil por sus múltiples crímenes. A través de esta confesión descubrimos a un ser embrutecido, condicionado por su origen y su ambiente (un planteamiento bastante naturalista) y dominado por sus instintos y una irracionalidad violenta. La miseria y la muerte dominan el texto desde la primera hasta la última página, y por la fecha en que se publicó, y el periodo en que transcurre la acción, no es difícil imaginar el trasfondo de la brutalidad de la Guerra Civil en la imaginación del autor, y de sus lectores.

Con todo, también hay tiempo en la novela para momentos más tiernos, más líricos, en los que Cela demuestra su capacidad para una escritura poética que no suele asociarse con su obra. Se trata, por ejemplo, de las páginas que describen el duelo por la muerte de Pascualillo, o los enamoramientos de Pascual por sus sucesivas esposas, tan apasionados como sus odios. (Si resulta coherente que un personaje semianalfabeto escriba como escribe Pascual Duarte, esa es otra cuestión; aunque a lo mejor sobre eso deberíamos preguntar al ficticio transcriptor, y no a Camilo José Cela...).

No puedo dejar de comentar, también, el elemento más moderno en una novela por lo demás muy clásica, incluso en el estilo: me refiero a los cortes -líneas de puntos suspensivos que atraviesan el texto, en algunos pasajes de manera casi continua-, y que el lector puede suponer que corresponden con aquellos momentos en que el transcriptor ha preferido ahorrarnos la lectura de pasajes poco edificantes o demasiado gráficos; así, aunque lo que se nos narra es a veces muy duro, se deja a la imaginación lo peor, lo que ni siquiera puede ser dicho.

No sé, sinceramente, si La familia de Pascual Duarte es la novela de un Premio Nobel. Me cuesta mucho juzgarla desprejuiciadamente, como si no supiera quién es Cela, como si no hubiera visto sus anuncios de la guía Campsa ni su entrevista con Mercedes Milá hablando de sorber agua por el recto. Ni su carta ofreciéndose para delatar a otros escritores. Pero lo que sí puedo decir es que, releyéndola ahora, después de muchos años, la he disfrutado, y hasta me ha sorprendido en algunos pasajes menos conocidos. Quizás con el paso del tiempo, cuando se borre la memoria de su autor, la obra de Camilo José Cela merezca ser rescatada...


Otros libros de Camilo José Cela reseñados en Un Libro Al DíaLa colmenaPabellón de reposo

jueves, 17 de abril de 2014

Eduardo Jordá: Yo vi a Nick Drake

Idioma original: español
Año de publicación: 2014
Valoración: recomendable

A raíz de la reseña que publicamos de El prestamista, su traductor y (y autor del excelente prólogo) nos hizo llegar amablemente este Yo vi a Nick Drake, recopilación de relatos en formato largo publicados previamente en prensa.
El elemento unificador de los cinco relatos es el desplazamiento, un desplazamiento de cierta índole periodística en el primer relato, que es a la vez el más corto, el que da título a la recopilación, y el único inédito. La cuestión es que esa referencia musical (Nick Drake fue un excelente cantante folk que se suicidó en los años 70 y se especula su escaso éxito comercial como uno de los motivos) me desorienta un poco, pues sólo ese relato toca el tema de forma tan directa.
Otros relatos mencionan (sin una intervención tan directa en sus tramas) los veranos ácidos de Ibiza, a Syd Barrett, a Jacques Brel, y a Françoise Hardy. Permitidme una leve salida de tono personal. Sí, Eduardo, tienes razón: Françoise Hardy, fue la mujer más guapa del universo.
Aunque, bien mirado, agradezco que las referencias musicales lo sean en una tonalidad positiva: no soportaría un ejercicio falaz de malditismo a lo Ray Loriga, una búsqueda de la sordidez como proclama estética.
Y no: aquí hay bastante luz. Los personajes de Eduardo Jordá viajan, interrumpen su rutina, habitan paréntesis de sus existencias y, como si tuviesen un switch, es entonces cuando les pasan cosas. Cosas imprevistas, aunque muchos de ellos parece que estén esperando que esos hechos les sucedan, parecen andar plantando en sus existencias cotidianas las semillas para que cualquier viaje represente una puerta abierta a una situación diferente. 
Conociendo el origen de las historias, esa primera publicación fraccionada en prensa, dentro de suplementos veraniegos (de ahí la persistencia del viaje, del hotel, de la presencia de desconocidos, de los reencuentros), hubiera agradecido al autor que hubiera adaptado, extendido, no algunas, sino todas las historias, las hubiera endurecido o hubiera profundizado en algunos aspectos, huecos excusables que nos resultan comprensibles cuando se trata de captar la atención esporádica de los lectores, pero interesantes si hay que acometer cuestiones de mayor empaque. Las historias presentes en Yo vi a Nick Drake contienen esbozos y líneas que podrían muy bien desarrollarse en profundidad (como muchos libros de relatos), cuestión que creo que proyectaría algunas de ellas hacia lugares más audaces y recónditos. Pero eso quizás sea ponerse demasiado exigente.
Lectura placentera y estimulante, que  acusa ligeramente (la estética, los comentarios en la contraportada) falta de ambición, una modestia narrativa que el autor, y voy a recordar de nuevo el prólogo de El prestamista, ya ha demostrado ser capaz de superar muy holgadamente. Interesante, y con proyección.

También de Eduardo Jordá en ULAD: Lo que tiene alas

miércoles, 16 de abril de 2014

Biografías lectoras: ganadores (y 3)

Disclaimer: algunos títulos han sido mínimamente modificados (artículos o número) para lograr coherencia gramatical, pero son fácilmente reconocibles. El lenguaje soez es una exigencia del guión.


Aunque a los 25 años probablemente haya más pretenciosidad que sabiduría real, un cuarto de siglo es un tiempo decente para hacer cuentas de lo crecido. Si físicamente somos lo que comemos, intelectualmente somos lo que leemos.


Lo primero que nos mueve a descubrir nuestro entorno es la fantasía, los orcos y los hobbits de El señor de los anillos (Tolkien) y los magos de Harry Potter (J. K. Rowling) me trasladaron desde pequeño a ese mundo imaginario. Pero a medida que nos enfrentamos al mundo descubrimos que la realidad está muy lejos de esa fantasía y necesitamos nuevas herramientas para interpretar esa realidad que nos abruma. Descubrimos poco a poco la incompetencia de algunos Estúpidos hombres blancos (Michael Moore) y nos preguntamos ¿Qué han hecho con mi país, tío? (ídem). Te vas dando cuenta poco a poco del Desprestige (Catalán Deus) de muchos políticos y no queda más remedio que oponer Resistencia (Rosa Aneiros) llevando siempre A estrela na palabra (X. M. Beiras). A veces es necesario posicionarse En defensa de la intolerancia (Slavoj Zizek) para combatir los sofismas que se nos presentan como Los diez mandamientos del siglo XXI (Fernando Sabater). Y así, cuando estás Bajo el culo del sapo [expresión húngara: “estar jodido”] (Tibor Fisher) te das cuenta de que rebelarse es una obligación.


Y aunque a los 25 años parece que O sol do verán (Carlos Casares) empieza a ponerse y quedan atrás los tiempos en que capeábamos con entusiasmo La sombra del viento (Carlos Ruiz Zafón), siempre quedará alguna Lolita (Nabokov) en el recuerdo que nos despertará una pícara sonrisa. Recordaremos con rubor las Erecciones, eyaculaciones y exhibiciones (Bukowski) que todos tuvimos. Y aunque no soy una Máquina de follar (ídem) puedo decir que quise a algunas Mujeres (ídem). Hay una edad en la que todo está por descubrir, en la que solo queremos unas eternas vacaciones en Lanzarote (Houellebecq), hacer todas las locuras que queramos, y Que nos juzguen los perros, si pueden (Paul M. Marchand).


Pero la vida no es una eterna Esmorga [“juerga” en gallego] (Blanco Amor). Existen demasiadas Ciudades de la alegría (Dominique Lapierre) donde ésta solo se encuentra escondida tras la miseria. Es imprescindible escuchar esas Voces robadas (Zlata Filipovic et al.) que Cuando un árbol cae (Isabel Núñez) se quedan en silencio o, mejor dicho, silenciadas. Es necesario leer esas Postales que desde la tumba (Emir Suljagic) nos envían desesperadamente los olvidados. Lugares donde se ha producido La destrucción del alma (Janja Bec) aunque aparentemente los verdugos No matarían ni una mosca (Slavenka Drakulic). Todas esas personas que vagaron Sin destino (Imre Kertész), y cuyo objetivo en esta tierra fue Vivir para contarla (Primo Levi), que lucharon, para quién sabe si encontrar, al final de su vida, la Liberación (Sándor Márai).

Pero en El país de las últimas cosas (Auster), siempre encontraremos alguna Tentación (Janos Székely) en la que caer, algún Tokio Blues (Murakami) que nos acaricie el alma o Ciento volando de catorce (Sabina) sonetos que nos escupan sus agridulces verdades a la cara.


Y aunque probablemente queden muchas letras en el tintero, y aunque no están todos los que son, sí son todos los que están. Perdónenme los eruditos por obviar a Shakespeare o Cervantes, quien esté en desacuerdo, que venga a corregirme de Oxford, amén (Carlos Reigosa).

martes, 15 de abril de 2014

Biografías lectoras: ganadores (2)

TOC, por David Villar Cembellín

El acto de leer, a estas alturas lo tengo claro, es un trastorno obsesivo-compulsivo. Obsesivo, porque mentalmente no concibes tu existencia sin lectura o tu mente sin el sumatorio de las mismas; y compulsivo, porque recurrentemente vuelves a los libros como pulsión vital. «El arte es la mentira que nos permite comprender la verdad», que dijo Picasso en la que puede ser la mejor definición sobre la función de la Literatura.

Así las cosas, recapitulemos: ¿dónde comenzó mi afición de lector? No tengo ninguna duda, el germen tuvo lugar a edad temprana con las historietas de Pulgarcito, un tebeo que devoraba semanalmente y que proporcionó infantil e infinito placer al niño que fui. Por supuesto que a esos Pulgarcitos siguieron otros tebeos: la colección entera de Tintín, de Astérix, Zipi y Zapes, Mortadelos y Filemón, Grandes Aventuras Ilustradas… mi afición lectora se cimentó sobre una sólidas raíces: los tebeos. En mi cabeza sonaban Enrique y Ana.

A posteriori —o paralelamente, no recuerdo— llegaron decenas, quizá centenares de libros infantiles que sacaba casi a diario de la Biblioteca del Colegio de La Salle de Sestao (un abrazo fuerte desde aquí para Míkel, el bibliotecario): allí fueron cayendo desde la colección de Los Cinco (que me volvió loco), hasta los infames Hollister (que nunca me terminaron de gustar, demasiado anglobuenistas), Los tres investigadores, La banda del cuatro y medio, libros de El barco de vapor, la colección entera de los inolvidables Elige tu propia aventura de tapa roja (mis favoritos, La guarida de los dragones y Te conviertes en tiburón), etc. Pero si debo rescatar un libro de mi infancia, aquel fue La historia interminable. Su extensión (400 páginas o´clock), el carácter épico de la aventura que contaba, la multitud de personajes, la tipografía a doble color… aquel ejemplar que mi madre me compró en el Círculo de Lectores fue, sin ambages, mi lectura favorita de aquella infancia tardía. Aún lo es. En la radio sonaban casetes de Duncan Dhu que regalaban con la SuperPop y recopilatorios grabados de Los 40 Prinicpales a los que bautizaba con los originales nombres de “Guay 1”, “Guay 2”, “Guay 3”…

Y en estas llegó mi pubertad, llegó la adolescencia… y digamos que estuve más preocupado/ocupado de otras cosas que de leer. Además, en términos estrictamente crematísticos fue mi adolescencia una época particularmente jodida: fumador precoz, bebedor de fin de semana y aficionado a los tebeos… muchos vicios para 300 pesetas a la semana si las notas acompañaban (que no era el caso, para más inri). Pero, oh, de repente, como maná del cielo, a últimos de mes siempre aparecían 2000 pesetas en mi mano. ¡2000 pesetas!

Son para sacarte el bono mensual para el tren, ¿eh? —especificaba nítidamente mi madre.
—Sí, mama —mentía yo.

Y esas 2000 pesetas para el bono mensual, demasiadas definitivamente para un trozo de cartulina amarilla con tu DNI escrito a boli, se convertían automáticamente en mi paga extra, en mi bolsa de resistencia, en mi fondo de reptiles, en mi salvación. A cambio solo debía ir el resto del mes de colada en el tren, ni tan mal. Así fue como el casi hasta la indigencia misérrimo adolescente de Margen Izquierda que fui —que en el fondo siempre seré— consiguió dinero para seguir comprando cómics (el Spiderman de McFarlane, la Patrulla-X de Claremont…). Mis lecturas de esa época: las Crónicas de la Dragonlance (que me encantaron), El señor de los anillos (que me pareció un tostón ultradescriptivo, aún hoy no trago a Tolkien), los mitos de Chtuluh de Lovecraft, y algún que otro libro de más empaque que iba rescatando de las abigarradas estanterías de mi casa: La ciudad de la alegría de Lapierre, La insoportable levedad del ser de Kundera, Por quién doblan las campanas de Hemingway, Misericordia de Galdós, Tartufo de Moliere, Papillón de Carriere, Réquiem por un campesino español de Sender, La buena tierra de Pearl S. Buck, etc. La verdad es que tenía en mi propio hogar un buen fondo de armario. 

Pero si he de elegir una lectura de adolescencia que me marcó, que me tocó hondo, fue El club de los poetas muertos de N. H. Kleinbaum. Probablemente será una obra menor, o tramposa, o maniquea, pero me da igual, no me avergüenza reconocerlo… en aquel momento quinceañero la leí de un tirón, me habló de mí mismo y agitó mi anterior como ninguna lectura lo había hecho hasta entonces. En mi radiocasete sonaban noche y día A night at the opera de Queen, Violator de Depeche Mode, Disintegration de The Cure y Zooropa de U2.

Y como quien no quiere la cosa, crecí, me hice legal —que no moralmente— adulto, y el cuerpo me pedía más y más. Y entre cosas que me dejaron amigos (La tregua de Benedetti, El camino de Delibes…) y cosas que iba sacando de la biblioteca de Sestao (me divertí mucho cuando descubrí a Bukowski y Fante, me maravillé con Unamuno a través de Niebla, flipé con la trilogía de Auschwitz de Primo Levi…), las lecturas crecían y crecían. Además, gracias a trabajos esporádicos comencé a gozar de cierto escaso poder adquisitivo y pude culminar los imprescindibles de cómics que había ido dejando cojos a falta de vil metal: Watchmen, V de Vendetta, The Sandman, Black Orchid... Los dos más grandes de aquella época fueron sin duda Alan Moore (de quien aún sigo comprando compulsivamente todo lo que hace, de nuevo el TOC) y Neil Gaiman. Todavía conservo los originales de aquellos cómics que editó Zinco por primera vez. En la radio sonaban Guns´n Roses y grupos grunge que nunca me acabaron de convencer del todo, mientras yo descubría a Serrat, a Sabina, a Victor Jara, y me iba de concierto hasta Barcelona para ver a U2 (año 1997, Placebo de teloneros).

Y el tiempo prosiguió. Y con él las lecturas. Y así llegaron los que considero los más grandes. Pessoa y su Libro del desasosiego. Dostoievski y sus hermanos Karamazov (y, ¡oh!, Noches blancas). Scott Fitzgerald y sus hermosos y malditos. Steinbeck y sus uvas de la ira. Céline y su viaje al fin de la noche. Kenzaburo Oé y su cuestión personal. Y los relatos y el teatro de Chejov (mención especial para las líneas finales de El tío Vania y Las tres hermanas). Y la inolvidable disertación amorosa de Carson McCullers en La balada del café triste. Y la siempre hilarante y divertida crítica social de Gogol. Y el realismo sucio y desesperanzado de Thom Jones, Kjell Askilden y Ray Pollock. Y los futuros distópicos de Zamiatin, Orwell y Huxley. Y los alegatos antibelicistas de Trumbo y Vonnegut. Y la eterna espera de Buzzati. Y la lucidez impía de Saramago. Y las historias siempre trágicas y emocionantes de Zweig. Y los justos de Camus. Y las ciudades de Calvino. Y las estrellas de Lem. Y tantos y tantos…

La lista a estas alturas no es interminable, pero sí extensa. Menos de lo que me gustaría, no obstante. También han ido evolucionando mis gustos en cómics, creo, hacia terrenos más europeos e independientes, y en estos años he leído unos cuantos excelentes: Blankets de Craig Thompson, El arte de volar de Altarriba y Kim, la serie de Paul de Rabagliati, el Paracuellos de Carlos Giménez, el siempre seguro de calidad Luis Durán, y muchos más que no tendría tiempo aquí de reseñar. Además, con el tiempo he dado cabida a la poesía, a la que tenía semiolvidada, y he disfrutado como un loco de poetas tan grandes como Pessoa, Alejandra Pizarnik, Marina Tsvetaieva, Kavafis, Karmelo Iribarren, Luis Alberto de Cuenca, Manuel Altolaguirre, Kirmen Uribe, y tantos otros que se me estaban escapando —que todavía se me escapan— por pura ignorancia (internet ha sido un cauce muy útil, por cierto, para estos hallazgos). En mi reproductor de mp3 ahora suenan mucho los Smiths y Nacho Vegas, señal tal vez de que a estas alturas me he vuelto un ser más triste, o quizá tan sólo más lastimero.

Pero a lo que vamos: con el carácter ecléctico de siempre, sigo leyendo. Sin un orden, sin un patrón, solo por el placer de leer, y lo seguiré haciendo. Pero sirvan estas líneas, este corolario a esta biografía lectora, como agradecimiento a todos aquellos que lo hicieron posible y sentaron las bases del lector en que me he convertido. Así, quede dicho:

¡GRACIAS A MI FAMILA POR AQUELLOS PRIMEROS “PULGARCITOS”!
¡GRACIAS A MIKEL Y SU BIBLIOTECA DEL COLEGIO DE LA SALLE DE SESTAO POR EXISTIR!
¡GRACIAS A MI MADRE POR EL EXCELENTE FONDO DE ARMARIO LITERARIO QUE TENÍA EN CASA!
¡GRACIAS A LOS AMIGOS, NOVIAS, COMPAÑEROS DE TRABAJO… QUE COMPARTIERON CONMIGO SUS LECTURAS FAVORITAS!
¡GRACIAS A LOS LIBREROS QUE SUPIERON DESCUBRIRME AUTORES QUE DESCONOCÍA Y A AQUELLOS QUE SUPIERON ENCONTRAR MIS EXIGENCIAS MÁS BIZARRAS! (un abrazo especial para aquel dependiente rastafari de la FNAC-Zaragoza que se equivocó conmigo y se pensó algo que no era cuando le pedí el Maurice de Forster) ;P
¡GRACIAS A LA GUAPA BIBLIOTECARIA DE MUSKIZ QUE NUNCA SE ENFADA CUANDO LE LLEVO CON MUUUUUCHO RETRASO TODOS LOS LIBROS QUE ME LLEVO!
¡GRACIAS A LOS PEQUEÑOS EDITORES QUE ARRIESGAN Y RESCATAN DEL OLVIDO OBRAS QUE VALEN MUCHO LA PENA!
¡GRACIAS A INTERNET, Y SUS DESCONOCIDOS, Y SUS CRÍTICAS, Y SUS BLOGS, Y SUS PÁRRAFOS ESCOGIDOS… QUE SIRVEN DE BRÚJULA PARA TODOS ESOS NUEVOS DESCUBRIMIENTOS!

Gracias a todos, de verdad. Mi trastorno obsesivo-compulsivo está en deuda con vosotros. Pero eternamente agradecido por el mismo, en serio.

lunes, 14 de abril de 2014

Biografías lectoras: ganadores (1)

Las postales de mis libros por Rubén Darío Rodríguez 


Pronto le pedirá que le compre un archivador, dirá que él también quiere tener uno, no como el suyo, sino uno más pequeño para empezar, con otro dibujo en el cartón. Entonces le dará dinero para que escoja el que más le guste, el primero de muchos tesoros que irá guardando a lo largo de su vida.

Anoche le pidió a su madre que le enseñase aquel cuaderno grande, el del estante más alto. Es un archivador, o un álbum, le dijo, lo que tú prefieras, pero no un cuaderno. Y ella lo bajó, se lo abrió ante sus ojos, sentados juntos en el sofá. Tiene anillas y láminas con cuatro agujeros para encajar y espacio plastificado para ajustar cuatro imágenes por cada cara, ¿ves? Como los álbumes, como los archivadores.

Está lleno de fotos, se asombró el niño. Cuántas… Son postales, le corrigió la madre. Dejó que las tocara, que las deslizara con cuidado bajo el fino plástico transparente para acercarlas a la vista y recrearse en las imágenes y las ilustraciones. Les dio la vuelta y pudo leer en qué libro habían descansado de un día para otro mientras duró su lectura. “El adversario, Emmanuel Carrère, Saint Malo, junio 2013”, escrito en negro con el trazo firme sobre el blanco impoluto del reverso de una postal de un cuadro de Edward Hopper. Cogió otra de una de las primeras láminas. “Bajo las ruedas, Herman Hesse, Madrid, febrero 1995”, la tinta azul gastada, los rasgos curvados de una escritura más descuidada, por detrás de un tranvía en color sepia que se adentra en una avenida ajardinada.

Su padre empezó a guardar hace mucho tiempo, tendría 15 o 16 años, las postales con las que marcaba hasta donde avanzaba cada día en el grueso o delgado canto de un libro. No usaba marcapáginas ni separadores rectangulares que tuvieran más o menos el mismo largo que el volumen, y le parecía feo, ordinario e irrespetuoso, recurrir a la factura de una compra o a la servilleta de papel de un bar para indicar el lugar en que se interrumpía la lectura hasta el día siguiente. Se prohibía doblar unos milímetros las esquinas de la página, eso nunca, tampoco se permitía escribir en ella con bolígrafo o lápiz ideas o palabras, ni un miserable punto. La imagen de una postal que después conservaría con el rigor y la delicadeza con que se protege una reliquia quedaría unida para siempre al recuerdo de un libro.

Cada libro con su postal.

Al abrir el archivador la primera que se ve revive su ciudad en aquellos días, las olas enfurecidas golpeando un espigón que ya no existe. “Octubre de 1988”, indica detrás el rojo de un bolígrafo. “El árbol de la ciencia, Pío Baroja”. La primera lectura obligada por don Gregorio en clase de Literatura española. Qué malvado aquel profesor, con qué poca pasión impartía sus enseñanzas. Pensó que aquel era un libro serio, algo muy diferente a lo que había leído antes, los misterios que resolver de Los Tres Investigadores y las páginas animosas de los ejemplares de bolsillo de la colección Elige tu propia aventura, los diez o doce que descansan olvidados en el desván de casa de sus padres. El médico de aquella novela le hizo pensar en las penurias de la gente, en la ignorancia, la mezquindad, la vida como era hacía un siglo y cómo era en aquel momento, pensamientos inquietantes que se llevó a la almohada. Al terminar la última página escribió el título del libro, el nombre del autor y la fecha en la espalda de la postal que lo acompañó y la guardó en un cajón.

La colmena también estaba bien, el enjambre miserable que pasaba las horas en aquel café marrón y frío de un Madrid que no conocía pero le asustaba; Cela, qué bien escribía y qué mal le caía. Garcilaso no le gustó, Quevedo sí. Lope por supuesto, Calderón pues no. ¿Quién se acuerda de ellos? Los libros no eran suyos, los tenía su padre o su tío, que habían estudiado en el mismo colegio y guardaban ediciones muy viejas, o los tomaba prestados de la biblioteca. Cada postal fue a un cajón, siempre al mismo, hasta que todas las de aquel curso y las que le siguieron en la playa, el dique y el campamento durante el verano (La importancia de llamarse Ernesto y Servidumbre humana fueron sus preferidas) formaron un buen montón que prefirió sacar de la guarida. Compró un archivador en la papelería del barrio, láminas de álbumes fotográficos y las encajó según el orden en que las había leído.

Doña Rita era mejor maestra, escritora frustrada, devota de sus autores de cabecera. Transmitió a sus alumnos el entusiasmo por Tiempo de silencio, que a él le costó atrapar. Dos gatos haciéndose carantoñas en la postal de enero de 1990. Se perdió en Lorca y detestó Poeta en Nueva York, inspiración rencorosa para un poema de tres folios premiado en un certamen escolar con un accésit que leyó en el teatro del colegio frente a una audiencia despistada. Se emocionó con Gil de Biedma, del desencanto que irradiaba una antología que leyó poco después de su muerte, dos macetas en un balcón de Lisboa delante de la fecha.

Aquel curso y el verano que le sucedió empezó a leer libros de cine, revistas y estudios sobre música pop y rock. Porque le gustaban tanto las películas y el rock and roll como las novelas. No volvió a ellas hasta un par de años después, cuando ya solo regresaba a su entrañable ciudad de provincias en las vacaciones que interrumpían sus clases en la Universidad.

En Madrid descubrió el polvo cálido de las librerías de viejo y el orden distante con que las grandes superficies distribuían sus novedades editoriales. Y la biblioteca de la residencia de estudiantes en la que vivía tenía una nutrida oferta de ejemplares. Podía llevarse hasta un par por dos semanas a su habitación. Destacaban entre libros de todos los colores, tamaños y grosores los cantos amarillos pálido de la colección de una editorial nacional para narrativa contemporánea. Una buena parte de esas obras tenían su edición de bolsillo en variados colores que cada semana inspeccionaba en aquella librería en la que entrase. Compraba un libro por semana, después dos. Y otras tantas postales, cualquier ilustración o retrato que le llamase la atención entre postales de lugares comunes y motivos convencionales. Un día le dijo un compañero con el que se cruzó en una acera que tuviera cuidado, que le iba a atropellar un coche si no levantaba la vista del libro mientras caminaba por la calle. Estoy acostumbrado, sé cuando debo pararme y cuando cruzar con el semáforo en verde, respondió. Llevaba Casa de muñecas en las manos. ¿O era un García Márquez? ¿O un Hemingway? Ninguno de los dos le gustó.

Hesse, Kundera, Carver, Chesterton, Joyce, Fitzgerald, Luis Landero, Stephen King… lecturas de domingos grises de resaca. Como algún compañero de clase, tuvo su fiebre juvenil por los relatos y novelas de Bukowski, un adictivo impulso por conocer a sus mujeres, apostar en el hipódromo y perderse en colillas mojadas en alcohol, personajes y escenarios que años más tarde perdieron todo su sórdido encanto al releerlos. Probó con Thomas Mann y no pasó de la página 80 de La montaña mágica, que superaba las mil, y se decantó por Muerte en Venecia, que le pareció conmovedora, postal de la playa de Lido entre las palabras (regresó al balneario con Hans Castorp años después, 1.048 páginas de una edición que le esperó paciente cada día en el cuarto de baño y tardó un año en leer mientras alternó con otros libros).

Leía lo que fuera: obras que escogían los profesores, que le sugería una chica, que le prestaba un amigo, que recomendaba un periódico. Descubrió las comedias desmadradas de Tom Sharpe, que le rompían de risa en la cama de madrugada, mientras aún estudiaba algún residente al que convenía no molestar con las carcajadas. Luego le asombró el relato criminal que Capote reportajeó en A sangre fría, ese hijo de puta que entonces le hizo glorificar el periodismo, antes de darse cuenta de que el periodismo es un trabajo más sin días de gloria. Y un día empezó con Lolita, qué orgásmico aquel desfile de devotas palabras, y unos meses después había comprado toda la obra de Nabokov que tenían las librerías. También releyó algunas de sus obras pasados los años, unas le desquiciaban con sus retorcidos juegos de palabras, tan lejos del alcance del entendimiento de los simples mortales, otros le intimidaban con la perfección de su lenguaje, culmen de un arte inalcanzable. Libros, muchos libros, y sus postales escritas hasta el verano de 1997. Y ensayos de cine y biografías musicales. Y películas en VHS y discos en vinilo y CD. Todo lo que fue guardando en cajas de cartón precintadas para llevarse a casa al terminar la carrera.

Su primer viaje largo lo hizo sobre la letra pequeña de una edición de bolsillo de En el camino, los Estados Unidos de su imaginación. No tenía mucho en común con aquellos ‘beatniks’ antipáticos, pero a aquella vida sin rumbo fijo sobre el asfalto le agradece hoy que lo arrojase a la carretera. Los viajes siguientes fueron en carne viva y en todas direcciones, cada uno con un par de libros en la mochila, experiencias dispares que guarda en la tinta escrita de postales que compraba en museos o tiendas de regalos: las Crónicas de motel de Sam Shepard, las anécdotas de Bolaño, las fantasías extraordinarias de Roald Dahl, la ruina cotidiana de Cheever, los relatos agradables de Nick Hornby, las intrigas perturbadoras de Patricia Highsmith, la desesperación de Zweig… aquella madrugada de verano aparcado ante el portal y Carta de una desconocida en la voz afectada de un amigo fascinado con aquella confesión de amor…

…Y Paul Auster. Primero Mr. Vértigo, una tierna ilusión; luego Leviatán, o quedarse sin palabras; después El palacio de la luna camino de Amsterdam y en Brujas, que le hizo llorar. Y cada año tocaban dos libros de Auster, en Dublin (El país de las últimas cosas), en Praga (El libro de las ilusiones), en casa. Se fue sintiendo entonces un personaje de sus novelas al que el azar maneja a su antojo y gracia. Un hombre cuyo destino lo convierte en escritor de lo que ocurre a su alrededor, de cuanto pasa primero en el deporte de su ciudad, en las empresas, negocios, instituciones, asociaciones y gobiernos locales después, historias reales de las que se evade luego al abrir un libro en Chesil Beach, episodios que le enseñan a protestar y a denunciar, también a querer y a amar, a conocer a la mujer con quien va a crear un hogar. Se sintió Auster mismo: yo veo las cosas como las ve él, se dijo, así me fijo en las personas y retengo lo que les ocurre, si fuera novelista mis obras contarían historias como las cuenta Paul Auster.

El niño pasa las láminas, las postales de ocho en ocho. Alguna que le llama la atención se la lleva a las manos para detenerse en las líneas y detalles del dibujo o la fotografía y lee la cara posterior, aunque no sepa nada de los libros que recuerdan. Entre 2010 y 2014 son más numerosas. Fue cuando su padre volvió a dejarse la vista en los libros, a caminar por la calle con los ojos en el papel: 59 un año, 72 al siguiente, 88 un año después, 95 al otro, más de uno por semana. Cortos, largos, medios, colecciones de relatos, ensayos, estudios, tomos. Leería mucho más si no durmiese, si no trabajase, si no le dedicase tiempo a las películas o a la música, si no tuviese que encargarse de las cosas que todo el mundo hace como conducir o comprarle un archivador a su hijo. Pero la vida es también un libro y todavía lo está escribiendo mientras no deja de leer.