TOC, por David Villar Cembellín
El acto de leer, a estas alturas
lo tengo claro, es un trastorno obsesivo-compulsivo. Obsesivo, porque
mentalmente no concibes tu existencia sin lectura o tu mente sin el sumatorio
de las mismas; y compulsivo, porque recurrentemente vuelves a los libros como
pulsión vital. «El arte es la mentira que nos permite comprender la verdad»,
que dijo Picasso en la que puede ser la mejor definición sobre la función de la
Literatura.
Así las cosas, recapitulemos: ¿dónde
comenzó mi afición de lector? No tengo ninguna duda, el germen tuvo lugar a
edad temprana con las historietas de Pulgarcito,
un tebeo que devoraba semanalmente y que proporcionó infantil e infinito placer
al niño que fui. Por supuesto que a esos Pulgarcitos siguieron otros tebeos: la
colección entera de Tintín, de Astérix, Zipi y Zapes, Mortadelos y Filemón,
Grandes Aventuras Ilustradas… mi afición lectora se cimentó sobre una sólidas
raíces: los tebeos. En mi cabeza sonaban Enrique y Ana.
A posteriori —o paralelamente, no
recuerdo— llegaron decenas, quizá centenares de libros infantiles que sacaba
casi a diario de la Biblioteca del Colegio de La Salle de Sestao (un abrazo
fuerte desde aquí para Míkel, el bibliotecario): allí fueron cayendo desde la
colección de Los Cinco (que me volvió loco), hasta los infames Hollister (que
nunca me terminaron de gustar, demasiado anglobuenistas), Los tres
investigadores, La banda del cuatro y medio, libros de El barco de vapor,
la colección entera de los inolvidables Elige tu propia aventura de tapa roja
(mis favoritos, La guarida de los dragones y Te conviertes en tiburón), etc.
Pero si debo rescatar un libro de mi infancia, aquel fue La historia interminable. Su extensión (400 páginas o´clock), el
carácter épico de la aventura que contaba, la multitud de personajes, la
tipografía a doble color… aquel ejemplar que mi madre me compró en el Círculo
de Lectores fue, sin ambages, mi lectura favorita de aquella infancia tardía.
Aún lo es. En la radio sonaban casetes de Duncan Dhu que regalaban con la
SuperPop y recopilatorios grabados de Los 40 Prinicpales a los que bautizaba
con los originales nombres de “Guay 1”, “Guay 2”, “Guay 3”…
Y en estas llegó mi pubertad,
llegó la adolescencia… y digamos que estuve más preocupado/ocupado de
otras cosas que de leer. Además, en términos estrictamente crematísticos fue mi
adolescencia una época particularmente jodida: fumador precoz, bebedor de fin
de semana y aficionado a los tebeos… muchos vicios para 300 pesetas a la semana
si las notas acompañaban (que no era el caso, para más inri). Pero, oh, de
repente, como maná del cielo, a últimos de mes siempre aparecían 2000 pesetas
en mi mano. ¡2000 pesetas!
—Son para sacarte el bono mensual para el
tren, ¿eh? —especificaba nítidamente mi madre.
—Sí, mama —mentía yo.
Y esas 2000 pesetas para el bono
mensual, demasiadas definitivamente para un trozo de cartulina amarilla con tu
DNI escrito a boli, se convertían automáticamente en mi paga extra, en mi bolsa
de resistencia, en mi fondo de reptiles, en mi salvación. A cambio solo debía
ir el resto del mes de colada en el tren, ni tan mal. Así fue como el casi hasta la indigencia
misérrimo adolescente de Margen Izquierda que fui —que en el fondo siempre seré—
consiguió dinero para seguir comprando cómics (el Spiderman de McFarlane, la
Patrulla-X de Claremont…). Mis lecturas de esa época: las Crónicas de la
Dragonlance (que me encantaron), El señor de los anillos (que me pareció un
tostón ultradescriptivo, aún hoy no trago a Tolkien), los mitos de Chtuluh de
Lovecraft, y algún que otro libro de más empaque que iba rescatando de las abigarradas
estanterías de mi casa: La ciudad de la alegría de Lapierre, La insoportable
levedad del ser de Kundera, Por quién
doblan las campanas de Hemingway, Misericordia de Galdós, Tartufo de
Moliere, Papillón de Carriere, Réquiem por un campesino español de Sender, La
buena tierra de Pearl S. Buck, etc. La verdad es que tenía en mi propio hogar un
buen fondo de armario.
Pero si he de elegir una lectura de adolescencia que me
marcó, que me tocó hondo, fue El club
de los poetas muertos de N. H. Kleinbaum. Probablemente será una obra
menor, o tramposa, o maniquea, pero me da igual, no me avergüenza reconocerlo…
en aquel momento quinceañero la leí de un tirón, me habló de mí mismo y agitó
mi anterior como ninguna lectura lo había hecho hasta entonces. En mi
radiocasete sonaban noche y día A night at the opera de Queen, Violator de
Depeche Mode, Disintegration de The Cure y Zooropa de U2.
Y como quien no quiere la cosa,
crecí, me hice legal —que no moralmente— adulto, y el cuerpo me pedía más y
más. Y entre cosas que me dejaron amigos (La tregua de Benedetti, El camino
de Delibes…) y cosas que iba sacando de la biblioteca de Sestao (me divertí
mucho cuando descubrí a Bukowski y Fante, me maravillé con Unamuno a través de Niebla, flipé con la trilogía de Auschwitz de Primo Levi…), las lecturas
crecían y crecían. Además, gracias a trabajos esporádicos comencé a gozar de
cierto escaso poder adquisitivo y pude culminar los imprescindibles de cómics
que había ido dejando cojos a falta de vil metal: Watchmen, V de Vendetta, The
Sandman, Black Orchid... Los dos más grandes de aquella época fueron sin
duda Alan Moore (de quien aún sigo comprando compulsivamente todo lo que hace,
de nuevo el TOC) y Neil Gaiman. Todavía conservo los originales de aquellos
cómics que editó Zinco por primera vez. En la radio sonaban Guns´n Roses y grupos
grunge que nunca me acabaron de convencer del todo, mientras yo descubría a
Serrat, a Sabina, a Victor Jara, y me iba de concierto hasta Barcelona para ver
a U2 (año 1997, Placebo de teloneros).
Y el tiempo prosiguió. Y con él
las lecturas. Y así llegaron los que considero los más grandes. Pessoa y su Libro del desasosiego.
Dostoievski y sus hermanos Karamazov (y,
¡oh!, Noches blancas). Scott Fitzgerald y sus hermosos y malditos. Steinbeck
y sus uvas de la ira. Céline y su viaje al fin de la noche. Kenzaburo Oé y su
cuestión personal. Y los relatos y el teatro de Chejov (mención especial para
las líneas finales de El tío Vania y Las tres hermanas). Y la inolvidable
disertación amorosa de Carson McCullers en La balada del café triste. Y la siempre
hilarante y divertida crítica social de Gogol. Y el realismo sucio y
desesperanzado de Thom Jones, Kjell Askilden y Ray Pollock. Y los futuros
distópicos de Zamiatin, Orwell y Huxley. Y los alegatos antibelicistas de
Trumbo y Vonnegut. Y la eterna espera de Buzzati. Y la lucidez impía de
Saramago. Y las historias siempre trágicas y emocionantes de Zweig. Y los
justos de Camus. Y las ciudades de Calvino. Y las estrellas de Lem. Y tantos y
tantos…
La lista a estas alturas no es
interminable, pero sí extensa. Menos de lo que me gustaría, no obstante.
También han ido evolucionando mis gustos en cómics, creo, hacia terrenos más
europeos e independientes, y en estos años he leído unos cuantos excelentes: Blankets de Craig Thompson, El arte de volar de Altarriba y Kim, la serie
de Paul de Rabagliati, el Paracuellos de Carlos Giménez, el siempre seguro de
calidad Luis Durán, y muchos más que no tendría tiempo aquí de reseñar. Además,
con el tiempo he dado cabida a la poesía, a la que tenía semiolvidada, y he
disfrutado como un loco de poetas tan grandes como Pessoa, Alejandra Pizarnik,
Marina Tsvetaieva, Kavafis, Karmelo Iribarren, Luis Alberto de Cuenca, Manuel
Altolaguirre, Kirmen Uribe, y tantos otros que se me estaban escapando —que todavía
se me escapan— por pura ignorancia (internet ha sido un cauce muy útil, por
cierto, para estos hallazgos). En mi reproductor de mp3 ahora suenan mucho los
Smiths y Nacho Vegas, señal tal vez de que a estas alturas me he vuelto un ser
más triste, o quizá tan sólo más lastimero.
Pero a lo que vamos: con el
carácter ecléctico de siempre, sigo leyendo. Sin un orden, sin un patrón, solo
por el placer de leer, y lo seguiré haciendo. Pero sirvan estas líneas, este
corolario a esta biografía lectora, como agradecimiento a todos aquellos que lo
hicieron posible y sentaron las bases del lector en que me he convertido. Así,
quede dicho:
¡GRACIAS A MI FAMILA POR AQUELLOS PRIMEROS “PULGARCITOS”!
¡GRACIAS A MIKEL Y SU BIBLIOTECA DEL COLEGIO DE LA SALLE DE SESTAO POR
EXISTIR!
¡GRACIAS A MI MADRE POR EL EXCELENTE FONDO DE ARMARIO LITERARIO QUE TENÍA
EN CASA!
¡GRACIAS A LOS AMIGOS, NOVIAS, COMPAÑEROS DE TRABAJO… QUE COMPARTIERON
CONMIGO SUS LECTURAS FAVORITAS!
¡GRACIAS A LOS LIBREROS QUE SUPIERON DESCUBRIRME AUTORES QUE DESCONOCÍA Y
A AQUELLOS QUE SUPIERON ENCONTRAR MIS EXIGENCIAS MÁS BIZARRAS! (un
abrazo especial para aquel dependiente rastafari de la FNAC-Zaragoza que se
equivocó conmigo y se pensó algo que no era cuando le pedí el Maurice de
Forster) ;P
¡GRACIAS A LA GUAPA BIBLIOTECARIA DE MUSKIZ QUE NUNCA SE ENFADA CUANDO LE
LLEVO CON MUUUUUCHO RETRASO TODOS LOS LIBROS QUE ME LLEVO!
¡GRACIAS A LOS PEQUEÑOS EDITORES QUE ARRIESGAN Y RESCATAN DEL OLVIDO
OBRAS QUE VALEN MUCHO LA PENA!
¡GRACIAS A INTERNET, Y SUS DESCONOCIDOS, Y SUS CRÍTICAS, Y SUS BLOGS, Y
SUS PÁRRAFOS ESCOGIDOS… QUE SIRVEN DE BRÚJULA PARA TODOS ESOS NUEVOS
DESCUBRIMIENTOS!
Hostia que punto!!! Aparece por aqui el gran Mikel Ameztegi. Cuantas horas pasadas en la biblioteca y cuantos descubrimientos!!!
ResponderEliminarNo creo q siga el blog pero si lo hiciera un gran abrazo para el.
Qué bueno no ser el único que recuerda y reivindica a Mikel. Solo por eso —aparte del ejercicio retrospectivo— ya ha merecido la pena escribir estas líneas.
ResponderEliminar¡Un abrazo de mi parte también para él!
Un saludo desde la Biblioteca de Muskiz; por cierto, ya vas con retraso :-)
ResponderEliminarEfectivamente David siempre ha ido con retraso....
ResponderEliminarEeeeeeh (qué bochorno)... ¿más vale tarde que nunca?
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