Año de publicación: 2024
Valoración: Está bien
Puede que sea un poco injusto escribir una reseña de este libro siendo yo un ignorante (casi absoluto) de la historia de España y, en particular, de la sociedad de posguerra. Ni siquiera tengo del todo claro a qué guerra concreta se alude cuando, en el imaginario español, se dice simplemente “la posguerra”, si es un término pegado inevitablemente a la Guerra Civil o si puede extenderse a cualquier posconflicto. Esa distancia histórica y cultural pesa, sobre todo en una novela que parece pedir un lector que haya mamado desde la infancia ese contexto, que lo tenga incorporado en los gestos, en la lengua y en los silencios. Aun así, y quizá precisamente por eso, sigo creyendo que un buen libro debe sostenerse por sí mismo y que confiar en la sensibilidad precondicionada o en la nostalgia nacional es, en cierto sentido, otra forma de fan service.
El paracaidista da testimonio de la vida en un pueblo que, aun quedando al margen de los frentes de batalla, sufre en carne propia las consecuencias y los residuos de la devastación. No le interesa tanto la cronología de los hechos como el clima moral que deja tras de sí la victoria de unos sobre otros: el miedo, la arbitrariedad, la sensación de que la ley es la voluntad de quienes ganaron. En ese espacio asfixiante, Campoy enfoca sobre todo a las mujeres, que aparecen doblemente castigadas: por un lado, por los estragos de la guerra; por otro, por el recrudecimiento de su sometimiento en un lugar donde el poder se ejerce sin contrapesos y la violencia se vuelve doméstica, cotidiana. La novela se inscribe claramente en esa línea de relatos que buscan devolver voz a las mujeres silenciadas de la posguerra española, mostrando cómo la violencia se prolonga a través del tiempo y de las generaciones.
Sin embargo, tengo que admitir que me hallé perdido durante buena parte del trayecto. La propia fuerza de la novela (esa mirada íntima, casi infantil, a ras de piso, dentro de las casas, en los pasillos y en las cocinas) se me volvía en ocasiones un obstáculo. Al desconocer la big picture, las claves históricas y simbólicas que un lector español probablemente reconoce de inmediato, me resultó difícil terminar de asentar las experiencias y puntos de vista de las dolientes. La narración, además, es deliberadamente errática: avanza a saltos, cambia de foco, se permite elipsis largas y vuelve sobre ciertos episodios con una lógica más emocional que cronológica. Esa apuesta formal tiene sentido con el tema (la memoria fragmentaria, el trauma, lo que no se dice), pero por momentos me dejaba con la sensación de estar leyendo diarios de personas que no conozco.
Dicho esto, hay algo en la construcción de imágenes de Campoy que desarma cualquier resistencia. La autora trabaja con escenas breves, casi viñetas, donde un gesto o un objeto condensan un mundo entero: una casa a las afueras del pueblo rodeada de olivares, unas manos que cosen y descosen heridas, la sombra de un desconocido caído del cielo (literalmente). Los nombres y apodos de los personajes (la Tuerta, la Molienda, los Cascas, la niña muda…) funcionan como alegorías. En esos pasajes la prosa alcanza una belleza seca, contenida, que hace que la novela se lea a ratos como una fábula (que, según otras reseñas, la autora incorpora a su narración).
También hay momentos en los que la escritura se permite una delicada entrada de lo mágico: no un realismo mágico exuberante, sino pequeñas grietas por las que se cuela lo extraño, lo simbólico, lo que escapa a la lógica del parte militar y del archivo histórico. El paracaidista del título actúa más como imagen que como personaje. Una figura caída de otro mundo que desencadena la trama y que, al mismo tiempo, funciona como recordatorio de que la historia grande, como la misma guerra, irrumpe en las vidas pequeñas sin pedir permiso. Para mí, lector extranjero, el libro ha resultado tal vez más eficaz cuando se abandona a esas zonas de penumbra poética que cuando insinúa referencias concretas a las coyunturas políticas.
Mi principal reparo, por tanto, no tiene que ver con la ambición ni con la calidad de la escritura, sino con la puerta de entrada que ofrece al lector no español. La novela exige una cierta complicidad con la memoria colectiva (aunque se podría objetar que cualquier pueblo ha vivido episodios similares en su historia).
Con todo, me cuesta decir que El paracaidista sea, para mí, una novela plenamente lograda. Reconozco su intención, la mirada hacia la retaguardia, el esfuerzo por devolverles cuerpo y voz a quienes sostuvieron el mundo mientras otros firmaban partes de victoria. También entiendo que quiera recordarnos que la violencia no se apaga con un armisticio, sino que se cuela y se perpetúa en la mesa, en la escuela, en la educación sentimental. Pero, pese a todo ello, la lectura me ha dejado más a las puertas que dentro. Sé que hay una memoria poderosa latiendo bajo el texto, pero siento que la novela confía demasiado en que el lector ya la comparta. En mi caso, esa distancia no termina de salvarse; me quedo con algunas imágenes hermosas y perturbadoras, con la intuición de un dolor colectivo que me excede, pero también con la sensación de que el libro me hablaba desde un lugar al que yo no tenía del todo acceso.

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