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sábado, 4 de junio de 2022

Lev Tolstói: La mañana de un terrateniente

Idioma original: ruso

Título original: Утро помещика

Traducción: Selma Ancira

Año de publicación: 1856 (en castellano, que yo sepa, 2021)

Valoración: Recomendable


Acantilado viene aplicando hace tiempo la política de rescatar títulos poco conocidos de autores relevantes, como Pessoa, Erasmo, Colette o Auden, varios de los cuales hemos traído ya al blog. Creo que también Tólstoi ha visto publicada alguna otra obrita anterior en este catálogo. Y no hace mucho comentaba sobre los posibles prejuicios (positivos o negativos) con que existe el riesgo de que se afronten estas lecturas, así que no me voy a repetir. En el caso del gran autor ruso, aviso solamente que el libro que nos toca hoy tiene un trasfondo autobiográfico que puede añadir interés para sus fans.

Don León, como se le conocía tradicionalmente por estas tierras, procede de un cierto linaje aristocrático, aunque por lo visto tuvo desde joven inquietudes en torno al bienestar de los más desfavorecidos, y desarrolló algunas iniciativas en beneficio de los campesinos, no tengo claro si se trataba una escuela gratuita o algo parecido. El carácter autobiográfico que decía antes queda claro si pensamos que Tolstói tenía unos treinta años cuando escribió el libro, tal vez menos, y esa preocupación por la situación de los más miserables había brotado ya con fuerza, seguramente preludiando la deriva filosófica que le dominó con el paso de los años, una mezcla de altruismo y religiosidad que sedujo a un amplio y heterogéneo grupo de admiradores.

El alter ego del autor es entonces el joven príncipe Nejliúdov, un joven terrateniente que abandona sus estudios para dedicarse de lleno a mejorar las condiciones de vida de sus mujiks, los campesinos sin propiedades que trabajaban las tierras del señor a quien les unía una relación poco menos que feudal. El chico tiene una especie de revelación, una visión muy clara de lo que quiere hacer, acercarse personalmente a sus campesinos e intentar mejorar su situación. Desde el principio es consciente de que nadie en su entorno, ni siquiera su querida tía y consejera, va a apoyarle, pero no por ello se desanima, y emprende un recorrido por unas cuantas isbas en las que residen algunos de esos aldeanos para conocer sus necesidades.

Lo que va encontrando es algo que a buen seguro supera las negras expectativas que se había planteado. Churis es un viejo que vive en una choza infrahumana, la tierra que le corresponde es incapaz de dar ningún tipo de fruto, está enfermo y sin fuerzas, y responde con sutil ironía a cuantas posibilidades de mejora le propone Nejliúdov. Solo tiene un hijo varón, apenas un chaval y, en uno de los momentos más duros y clarificadores del relato, se niega en redondo a que vaya a la escuela porque el hijo constituye su única posibilidad de ayuda. Yuvanka no está en mucho mejor situación, es un borracho cuya aspiración es vender un caballo para poder seguir pagando el alcohol que consume. Davidka es un muchacho albino, gordo y pasivo, quizá con algún tipo de problema, a quien su madre no consigue hacer que trabaje. A Dutlov las cosas parece que le van mejor, apoyado por sus dos hijos, pero es especialmente celoso de que nadie sepa el dinero que tiene, ni siquiera su señor, y ha construido una burbuja en la que prosperar dentro de lo que cabe sin interferencias externas, seguramente consciente de su situación excepcional.

En ese mundo inhóspito de temperaturas gélidas, maderas podridas, tierra infértil y pobreza extrema el príncipe se mueve con dignidad, intentando resultar cercano sin abandonar su status, y aportar ideas, luchando por evitar que sus ideales se tambaleen, aunque es a cada paso más consciente de la dificultad de la empresa. Porque aquí surgen con toda su crudeza algunas de las taras clásicas asociadas a eso que se llama el alma rusa, singularmente el fatalismo, que a veces se traduce en la muy conocida afición al alcohol, y casi siempre en una cierta pasividad, la incapacidad para buscar una salida, el sometimiento al sistema y la convicción de que lo único que se puede hacer es intentar sobrevivir con lo que a cada uno le ha tocado.

Nejliúdov, siempre bienintencionado, intenta atender a las necesidades más inmediatas de sus campesinos, les invita a cambiar de isba, les ofrece trigo, intenta cambiar sus costumbres, pero choca siempre con la negrura de quienes han aceptado su destino como irrevocable y reciben con cierta sorna, cuando no con desconfianza, las buenas palabras de su amo. El inevitable paternalismo del joven idealista se va así encontrando con un muro que le deja claro lo complicado que será llevar adelante sus propósitos. No bastará con buenas palabras ni con una ayuda momentánea, nada cambiará en lo sustancial mientras el sistema siga funcionando de la misma manera, y removerlo ni es su intención ni, a lo que se ve, la de quienes deberían estar luchando por cambiarlo.

El viejo maestro ruso, aun todavía en una fase casi embrionaria, nos deleita con su estilo limpio, elegante pero directo, pero sobre todo nos invita a pensar en la situación: nadie pone en cuestión el funcionamiento de las cosas pero, aun dentro del esquema, es el señor quien intenta mejorarlas, y sus campesinos quienes se muestran más inmovilistas. Cuestiones que, más que con la economía o la política, tienen que ver con la cultura y una determinada forma de ver el mundo.


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