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domingo, 6 de marzo de 2022

Ilustres Olvidados #7: Albert Camus: La caída

Idioma original: francés
Título original: La chute
Traducción: Anna Casassas (ed. en catalán) / Manuel de Lope (ed. en castellano)
Año de publicación: 1956
Valoración: entre recomendable y muy recomendable


En esta semana temática dedicada a los «Ilustres olvidados» no podía falta Albert Camus, de quién tenemos reseñados muy pocos libros y hace demasiados años ya de la última reseña. Por ello, la ocasión era perfecta para traer de nuevo al blog uno de los grandes pensadores de la primera mitad del siglo pasado y ganador del Premio Nobel de Literatura.

En esta breve novela escrita a modo de monólogo, el libro empieza con una suerte de conversación entre Jean-Baptiste Clamence, protagonista absoluto del relato, exabogado y ahora «juez-penitente» (como se autodenomina) y otro cliente con quien se encuentra de manera fortuita en un bar y que le sirve al protagonista para dar rienda suelta a sus reflexiones. Así, el lector solo es testigo de lo que dice y percibe el protagonista e intuimos lo que responde su interlocutor, mera comparsa en la escenificación de un relato que gira en torno a Clamence de quién poco sabemos al principio, únicamente que se encuentra en Ámsterdam tras haber vivido hace tiempo en París de cuyos conciudadanos opina que «tienen dos obsesiones: las ideas y la fornicación» mientras que, por contra, los holandeses «son personajes muy burgueses»; tal es así, que se dirige a su interlocutor esgrimiéndole si «se ha fijado que los canales concéntricos de Ámsterdam recuerdan a los círculos del infierno. El infierno burgués, naturalmente poblado de pesadillas».

De esta manera, con esta serie de monólogos encadenados que bien podrían tratarse de monólogos internos, vamos conociendo al protagonista a través de lo que nos cuenta de su pasado, alguien quien profesa sin tapujos ni disimulo que se tiene en alta estima, alguien quien afirma de sí mismo que «era un abogado bastante conocido», alguien que cuando defendía un caso «parecía que la justicia durmiera conmigo cada día» (…), alguien de quien afirma sobre sí mismo que «la naturaleza me ha tratado bien por lo que se refiere al físico, la actitud noble me sale sin esfuerzo». Por todo ello, «gozaba de mi manera de ser» afirmando que se pasaba el día ayudando a los demás, «orientando a la gente por la calle, dándoles fuego, ofreciendo una ayuda con los carritos demasiado cargados, empujando automóviles averiados…» Y por lo que, con ese ánimo altruista, también defendía como abogado a la gente necesitada porque «toda la vida solo me he encontrado a gusto en las situaciones elevadas» hasta tal punto que «me situaba por encima del juez, a quien yo juzgaba»; «los jueces castigaban, los acusados expiaban su culpa y yo, libre de cualquier deber, exento de del juicio y la sanción, reinaba, libremente, en una luz edénica».

Una vez nos situamos en la piel del narrador, nos imbuimos de manera inexorablemente en la historia, pues el estilo de Camus es irremediablemente atrayente, cautivador, te atrapa en un relato en el que la narración en primera persona permite alcanzar de manera rápida e ineludible el retrato que hace del protagonista. De igual manera, el ritmo narrativo es alto y constante a pesar del monólogo continuo, encontrando en la narración una gran precisión al construir y perfilar la personalidad del protagonista, alguien completamente ensimismado de sí mismo y orgulloso, que se tiene en muy alta estima y solo ve en él cualidades, tanto físicas como intelectuales, pues él «tenía un acuerdo total con la vida», «para ser sincero, a copia de ser hombre, con tanta plenitud y tanta simplicidad, me encontraba un poco superhombre» hasta el punto de que «me sentía elegido». Tal es así, que el protagonista se confiesa a su interlocutor afirmando que «tengo que reconocerlo, humilmente, apreciado compatriota, siempre he estado lleno de vanidad». Pero esta percepción sobre sí mismo, esta elevación en la que se ha autosituado queda alterada de golpe una noche, cuando caminando por el puente de las Artes oye una risa detrás de él y, al girarse, no ve a nadie a pesar de que inmediatamente después oye de nuevo la risa, está vez como si bajara de río. Este hecho le altera enormemente hasta el punto de que días después, de vez en cuando, le parece que la oye de nuevo y evita desde ese día pasar de nuevo por los muelles de París. 

A partir de la confesión de este suceso y de cómo le afectó, el relato empieza a cambiar en su tono y enfoque, pues Camus utilizando el cinismo y la contradicción (algo muy propio de la filosofía del absurdo que le caracteriza) se centra en analizar la sociedad de mediados de siglo XX, tratando aspectos como el amor, la dignidad, la decencia, la educación o el honor pero también la vanidad, el egoísmo y la diferencia de clases. Por ello, el autor reconoce que «sé de sobras que no podemos prescindir de dominar o de ser servidos. Los hombres necesitan esclavos como el aire puro (…) lo que cuenta es poder enfadarse sin que el otro tenga derecho a replicar» porque «alguien debe tener la última palabra. Si no, a todas las razones se les puede oponer otra: no terminaríamos nunca. El poder, en cambio, pone fin a la conversación» y constata, finalmente, que «nuestra vieja Europa finalmente filosofa como es necesario (…) hemos sustituido el diálogo por el comunicado (…) ‘esto es la verdad’, afirmamos». 

Así, el sentido de la vida propio del existencialismo toma forma en este libro al tratar los aspectos relativos a la condición humana y su relación con el resto del mundo pero sin apartarse de la visión que se tiene desde la propia experiencia y la conciencia de la propia existencia. Un existencialismo que el autor demuestra al afirmar, en boca de su protagonista, que «como yo mismo confesaba, no podía vivir sino a condición que, en toda la tierra, todos los seres, o la mayor cantidad posible, estuvieran orientados hacia mí, eternamente vacantes, desprovistos de vida independiente, dispuestos a responder en cualquier momento en el que yo los llamara (…) en pocas palabras, para que yo viviera contento, era necesario que los seres que yo elegía no vivieran. Únicamente tenían que recibir la vida, de vez en cuando, de mi antojo». Y eso lo hace extensivo a toda su vida, incluso al amor, pues afirma que «no tengo el corazón seco, de ningún modo, al contrario, lo tengo lleno de ternura, y encima tengo la lágrima fácil. Pero mis impulsos van siempre dirigidos hacia mí mismo (…) de hecho, es falso que no haya amado nunca. En mi vida he tenido al menos un gran amor, el objeto del cuál siempre he sido yo».

A medida que avanzamos en la lectura, esta superioridad manifiesta del protagonista va encontrando grietas, pues él mismo es consciente de la duda que genera («sé lo que piensa: como cuesta distinguir lo que es cierto de lo que es falso en lo que cuento») y vamos viendo como el cinismo cierne el relato y lo que se oculta bajo la superficie perfectamente pulida de una imagen que parece perfecta, pues el protagonista confiesa que a raíz del incidente, «me perseguía un temor ridículo: morir sin haber confesado todas las mentiras (…) se trataba de confesarlo a los hombres, a un amigo, a una mujer amada, por ejemplo». Y esta es la razón principal del monólogo que, habiendo partido desde un punto en el que el protagonista se siente superior, hablado sobre sí mismo desde un sitio alzado, va tornando hacia la reflexión sobre quien es él en realidad, dejando así de lado su vanidad y egolatría para desnudarse ante su interlocutor y ante los lectores y mostrarse errático, dubitativo, imperfecto y, en el fondo, humano.

Afirma Camus que «no hace falta ningún Dios para crear culpabilidad y castigar. Con nuestros semejantes, ayudados por nosotros mismos, es suficiente» porque, cómo constata el protagonista «cuanto más me acuso, más derecho tengo a juzgarlo. O mejor dicho, le provoco a juzgarse a sí mismo». Y es que este es el verdadero atractivo de esta novela, construir un relato sumamente atractivo en el que se pone de manifiesto la gran habilidad del autor para, a través de reflexiones, contradicciones y cinismo, ayudarnos a encontrar quienes somos y de qué mal adolecemos como individuales y como colectivo.

También de Albert Camus en ULAD: El extranjero, La peste, Calígula, Crear peligrosamente

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