Año de publicación: 2000
Valoración: Recomendable para aficionados a la aventura literaria
Me apunté a unas jornadas que impartía Sergio Pitol en el Círculo de Bellas
Artes de Madrid hace ya unos cuantos años. Por entonces solía asistir a ese
tipo de encuentros con autores españoles o latinoamericanos, organizados por
instituciones culturales de prestigio. Tenían lugar en salas pequeñas, con
público reducido –siendo, como eran, de pago y de contenido poco ameno– y
acababan convirtiéndose en un diálogo cercano, casi fraternal, del personaje
con su público. Esta vez, en cambio, me sorprendió tanta afluencia, no así su
carácter extrovertido y su largo repertorio de anécdotas. Lástima tener que escucharlo de pie, en una sala abarrotada, con mil espaldas delante de mí como en
cualquier evento de entrada libre. Era fácil perderse entre tanta erudición,
pero eso no impedía disfrutar de cada palabra suya, de su facilidad para pasar
de un asunto a otro enlazándolos con total naturalidad. Y eso mismo encontramos
en estas memorias, aunque escritas en tiempo presente, que relatan las
incidencias de un viaje realizado en plena perestroika como invitado de las
autoridades georgianas primero, y a continuación por una Rusia que se resistía
a perder protagonismo.
“¿Te habrás vuelto una momia, un
fiambre, sin siquiera haberte dado cuenta?” Dice en una de las primeras
frases del libro: tenía miedo de repetirse, de ser demasiado previsible, de caer en la inercia. Imposible que ocurra
algo así, contesto yo, ni siquiera después de perderle se ha convertido en nada
de eso. Junto a él nos movemos por las rutas de la creatividad, de la memoria y
también ¡cómo no! de la geografía. Aprendemos que la ficción es más perfecta
cuanto mejor pinta lo imperfecto, conocemos sus filias literarias, barruntamos
los motivos (políticos) que le mantuvieron varios días en una incertidumbre
incómoda, conocemos su simpatía por la cultura georgiana, comprendemos su
optimismo ante la inesperada apertura del bloque socialista, su esperanza ante
la figura de un Gorbachov que se intuía duradero y que protagonizaba el fin de
una larga represión, toda la suma de sensaciones que podía experimentar quien
llegase de la otra punta del mundo precisamente en esa etapa de su historia. La
libertad en el ambiente de los locales, en ropa, conversaciones, películas, en festividades
como el Carnaval reprimido durante tres cuartos de siglo, el alivio de la gente al abandonar el gregarismo y hasta poder convertirse en excéntrica. Aún así, Pitol no desaprovecha
la ocasión para recordar a quien quiera oirle que la literatura rusa va a la zaga, que otras artes y
otros países les llevan la delantera, sabe que esto no despierta simpatías pero
tampoco le importa mucho.
Un escritor que observa cuanto ocurre, que encadena un pensamiento con
otro, que paralelamente va hilvanando una futura novela –se llamaría Domar a la divina garza, publicada en 1988– puede resultar muy
aburrido, pero también, según se mire, de lo más apasionante. Solo hay que
dejarse llevar, sin esperar nada, y encontraremos montones de anécdotas, una
gran pasión por la vida, ironía, sentido crítico, cierto gusto por lo absurdo,
incluso por lo escatológico, y hasta alguna idea para próximas lecturas ya que
el desfile de autores ilustres no es pequeño, solo hay que pararse y apuntar. A
algunos solo los cita, en otros se detiene para explicar su vida y milagros en
un flujo de conciencia al que da forma de diario, y que lo es por su contenido
tan personal aunque se gestase de forma retrospectiva. Le vemos asombrarse por la
miseria del local que albergó a Kafka y su grupo, incluso del barrio donde se
ubica; y puede tratarse de lugares venidos (muy) a menos, pero recordemos que
prestigio intelectual y estabilidad económica casi nunca van de la mano. Y,
desde luego, no entonces. Comprendemos su frustración por el aplazamiento de la
visita a Georgia y nos unimos a su felicidad cuando, por fin, llega y
disfruta de la tierra y sus gentes.
En la imaginería popular rusa juegan un papel fundamental esos marginados a
quienes, en ocasiones, se atribuyen poderes excepcionales: mendigos, vagabundos
o dementes. Una admiración que cae en el fanatismo a veces y muestra una faceta
bastante folklórica del alma rusa desde muy antiguo, y que ha sido materia de
estudio e inspiración para eruditos y escritores. (“Mientras el ataúd era conducido de la habitación a la capilla y de la
capilla a la iglesia y más tarde al cementerio, muchas mujeres, niñas,
señoritas en crinolinas, caían de rodillas o se arrojaban al suelo bajo el
féretro…”) Y es que la riqueza de pensamientos, tradiciones y costumbres es
enorme. Bajo la capa de uniformidad del régimen soviético se estaba gestando
una nueva sociedad, de ahí que los cambios se estuvieran produciendo tan
rápidamente. Pitol vuelve a Moscú y encuentra más movimiento, se empieza a
publicar a autores proscritos hasta hace poco. Y es que la inquietud estaba
ahí, pero se expresaba más con silencio que con palabras, más con ausencias que
con presencias. Sin embargo, en cuanto se abre la mano puede apreciarse el
interés por esos libros, películas y obras teatrales, a veces de forma casi clandestina,
otras más abiertamente, pues más que permitidos estaban tolerados, pero así son
los comienzos. Lo mismo ocurría con los conciertos, que la población contemplaba
con una especie de éxtasis (“Entrar allí
era sentirse como un cristiano sumido en las catacumbas en tiempos de
persecución.”) Y entre toda esa complejidad, ese caldo de cultivo que
alimentaba grandes esperanzas, su reencuentro con los estudiantes moscovitas de
la época en que vivió allí, su cariño, efusividad, alegría y entusiasmo. Porque el
futuro aún no había llegado y todo estaba por hacer.
Más obras de Sergio Pitol: Vals de Mefisto, El oscuro hermano gemelo y otros relatos,
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