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miércoles, 21 de julio de 2021

Andrés Neuman: El viajero del siglo

 Idioma original: español

Año de publicación: 2009

Valoración: Mucho ruido y pocas nueces



Cierro el libro con una sensación de desbordamiento. Anexos a la novela, y por si con ella no hubiese tenido suficiente, se incluyen varios epílogos, hasta siete nada menos, más las generalidades editoriales de costumbre, Es como si alguien sintiese la necesidad de justificarla, de señalar sus aciertos y explicarlos con detalle, no sea que los lectores no hayamos reparado en ellos. Así que he tenido que leerme todas las maravillas que, por lo visto, me he perdido o no he sabido apreciar en su justa dimensión. ¿Me ha gustado esta novela? No, sobre todo a partir de cierto momento como explicaré más adelante. ¿Estoy de acuerdo con los argumentos que exponen los articulistas, por muy prestigiosos que estos sean? En absoluto. (Pero El viajero… ha sido Premio Alfaguara y Premio de la Crítica, así que no me hagan ni caso). (O sí, porque otros críticos igual de prestigiosos opinan como yo, aunque, como es lógico, no aparecen en el apartado final de este volumen).

El primero, un discurso del propio autor, desvela aspectos interesantes de la gestación de la novela y defiende el género histórico. Nada que objetar, pero en este caso, y sin negarle valor literario, no considero que el contexto de época le añada gran cosa, al contrario. El propio Neuman reconoce su intento de trazar un retrato del presente a través de lo ocurrido doscientos años atrás, en un atrevido (y seguramente imposible) juego de espejos tan encomiable para algunos como fallido a mi modesto entender. Porque retratar dos épocas tan diferentes en una única  pieza, sin idas y venidas entre pasado y presente, no solo es una meta ambiciosa sino, quizá, una quimera inalcanzable. Aunque Miguel García-Posada no lo crea así y, en el fragmento que le corresponde, afirme: “Neuman no ha querido escribir una novela histórica sino una novela  en la que se aborda un tiempo pasado, el siglo XIX, con la perspectiva del XXI.” Yo, en cambio, fui perdiendo pie progresivamente según avanzaba la trama hasta quedarme flotando en tierra de nadie. Que los acontecimientos producidos en el primer tercio del s. XIX hayan determinado de alguna forma el tiempo en que vivimos, aunque obvio, no justifica que debamos aceptar comportamientos, actitudes y mentalidades de ahora infiltradas en ese momento, pues nuestro sentido crítico va a rechinar y mucho. Otra cosa es considerarla un simple divertimento, una historia con cierta dosis de intriga, además de otros ingredientes más o menos atractivos como amor, sexo, infidelidades, algún crimen que otro etc., que pueden aliñar un guiso comercial y presentarlo ante el lector como el súmmum de la erudición, incluso como una versión moderna de, ¡nada menos! La montaña mágica. No me lo invento, he leído la comparación en algún sitio. Y es que, en su afán totalizador, no solo cronológico, también geográfico, de contenido y de temática, no falta el componente teórico: abundan las discusiones socio-políticas -no en vano estamos en la ilustre (e ilustrada) época de los Salones- y literarias, sin olvidar las largas sesiones de arduo trabajo en equipo de Hans y Sophie traduciendo textos en todos los idiomas (una vez más, ¿para qué limitarse, pudiendo abarcarlo todo?), sacando a relucir cuestiones de primordial interés para un traductor profesional como Neuman, que a mí me han apasionado siempre, pero que aquí no parece que aporten gran cosa, salvo abultar y añadir capas y más capas a un argumento bastante sencillo, en realidad.

Tras viajar con Neuman por tierras alemanas en el artículo siguiente,  y observar las fotos de edificios que le inspiraron la fisonomía de la inexistente Wandernburgo, no he encontrado la clave de esa síntesis europea/universal que pretende realizar a través de los ojos de Hans, el viajero y protagonista absoluto, y de otros personajes, como Urquijo (español y empresario justo), el profesor Mietter (de religión protestante), el matrimonio Levin (de procedencia judía y creencias diversas), la viuda Pietzine (muy católica, ella), el padre Pigherzog (el ojo que todo lo ve), el organillero (el buen salvaje de Rousseau, salvadas las distancias), Sophie (la dama ideal e inalcanzable), Rudi (sencillamente, un buen partido) etc. Tanto personajes como ideas o situaciones parecen inspirados en los famosos tópicos extraídos de la tradición clásica. Pero de eso hablaré más abajo, antes quiero decir que los rasgos individuales apenas existen, todos ellos son funciones, personalidades construidas de una sola pieza que nunca se contradicen a sí mismas. Y cuando resultan meras comparsas de otros se les individualiza por un solo acto (uno roba, otro viola y mata, la de más allá denuncia sin fundamento, de alguno se exhibe su vida íntima). Tampoco es creíble la erudición de Sophie, no porque en aquella época no existiesen las mujeres cultivadas sino porque su estilo se parece más al de una universitaria de hoy. Igual ocurre con su condición de mujer liberada, tan audaz que en esas condiciones no resultaría creíble ni ahora mismo, ya que pone en peligro el único plan de vida al que puede aspirar dadas las circunstancias. O ese conocimiento del mundo, impensable en una mujer soltera de principios del XIX custodiada desde niña por un padre viudo y tan estricto como podemos suponer. Incongruente es también la forma de hablar y comportarse de todos ellos, sus opiniones políticas, religiosas, éticas, literarias etc., que en realidad están pasadas por el tamiz de la visión histórica del siglo XXI. Incluso las costumbres y objetos: Hans se baña a diario en su cuarto, alzan la mano y encuentran un carruaje al instante, las comunicaciones son tan sencillas como si hubiera teléfono aunque quede claro que este no se ha inventado aún, alguien pide que se tome nota y al instante el otro hace una lista como si hubiera bolígrafos y folios a su alcance, se habla de velas y antorchas pero de noche se ve tan bien como de día, el organillero es tan inverosímil que no puedo elegir un solo rasgo como ejemplo porque los tiene casi todos. Esto puede resultar de lo más entretenido, pero quien busque algo de rigor se sentirá incómodo muy pronto, más todavía según la acción avanza y vemos cómo lo que habíamos creído un armazón más o menos sólido –aunque algo peculiar– comienza a derrumbarse. Incluso, y a pesar de su pretendido realismo y hasta historicismo, encontramos elementos fantasmagóricos: la ciudad ocupa un espacio incierto, a caballo entre países, y su ubicación es cambiante, incluso sus calles y edificios no suelen estar donde se espera. Eso trae recuerdos imborrables, como la ciudad flotante de La saga fuga de J. B., pero lo que allí es absoluta coherencia aquí queda como un cabo suelto.

A pesar de los numerosos análisis y de las dos entrevistas al autor, quedan en el aire algunas incógnitas. Me pregunto si Neuman incluye conscientemente o surgieron de forma involuntaria los tópicos más importantes de la tradición medieval y grecolatina. A saber: peregrinatio vitae, memento mori, locus amoenus, beatus ille, carpe diem, amour courtois, delectare et prodesse, theatrum mundi, vera amicitia, amor ferus… Habrá más, seguro, yo he anotado solo los que he ido descubriendo por pura casualidad y sobre la marcha. Si esa abundancia de elementos hubiese dado lugar a una estructura poliédrica y compleja estaríamos hablando de la novela total, -que, por cierto, alguno de los críticos menciona-, algo que se produce en muy contadas ocasiones, pero esa integración no existe. No se trata, pues, de un conjunto armónico que aspira a imitar al mundo real sino de intentos que nunca se resuelven del todo y de una especie de puzzle cuyas piezas no acaban de encajar.

También de Andrés Neuman: La vida en las ventanas, Hacerse el muerto

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