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lunes, 6 de julio de 2020

Deborah Levy: Cosas que no quiero saber

Idioma original: inglés
Título original: Things I Don't Want to Know
Traducción: Cruz Rodríguez Juiz
Año de publicación: 2013
Valoración: entre recomendable y está bien

Sucede en varios escritores que, cuando llegan a ciertas edades y después de una vasta carrera literaria, se aventuran a escribir sus memorias. Este es el caso del libro que nos ocupa, donde Deborah Levy, después de tratar diferentes estilos literarios que van de la poesía a la novela, de la dramaturgia a los relatos cortos, escribió este primer volumen que forma parte de un tríptico donde explora el hecho de ser mujer, como respuesta al «Por qué escribo» de George Orwell.

En esta novela autobiográfica, Levy parte de un episodio puntual del pasado en el que subiendo unas escaleras mecánicas rompía de golpe a llorar, pues le devolvían recuerdos de un pasado que no conseguía olvidar, lugares a los que no quería volver, por dolorosos y tristes, por impactantes y aflictivos. A partir de esta anécdota, Levy nos devuelve a su pasado para hablarnos de maternidad, una maternidad casi impuesta por las expectativas de una sociedad hacia a las mujeres, una maternidad que recuerda escribiendo que «ahora que nos habíamos convertido en madres todas éramos sombras de lo que fuimos, perseguidas por las mujeres que éramos antes de tener hijos». Así describe, como los sueños e ideales que crecen en la juventud, se ven arrasados por la implacable presión de la sociedad del momento, algo que me recuerda en gran parte de Annie Ernaux y su «mujer helada».

De esta manera, con afinadas disertaciones sobre la maternidad y añadiendo fragmentos o citas de libros de Marguerite Duras, Simone de Beauvoir o Julia Kristeva, Levy analiza la sociedad en clave de la maternidad, exponiendo las condiciones en las que las mujeres afrontan ese cambio y se someten (o adaptan) a la nueva vida. Un cambio de vida adoptado, y al que la autora se adapta, con cierto recelo, intentando no ver su yo anterior discrepante de ese tipo de vida, «esa joven fiera, independiente, que nos seguía por ahí, gritando y señalando con el dedo mientras empujábamos cochecitos infantiles bajo la lluvia inglesa».

Levy, también nos habla de su niñera, Zama (a quien ella llama Maria), y de su infancia en una Johannesburgo sumergida en el apartheid y en la que su padre fue detenido en su casa por luchar por conseguir la igualdad de derechos humanos, pues, tal y como afirma Maria «si no crees en el apartheid puedes acabar en prisión. Hoy tienes que ser valiente y mañana también, igual que motones de niños que tienen que ser valientes porque también se han llevado a sus padres y sus madres». Esta parte del libro, narrando su infancia, contiene más carga emocional y menos de denuncia, rememorando los recuerdos marcados por la estricta enseñanza en la escuela, el racismo existente, y la voz de Melissa, su amiga, quien «fue la primera persona que me animó a alzar la voz», alguien de quien «sabía que sus palabras tenían que ver con decir las cosas en voz alta, admitir las cosas que deseaba, estar en el mundo y no dejarme vencer por él». Son recuerdos duros, donde la política y la ideología marcaron su visión de la vida, así como también la propia vida familiar, con un padre preso durante casi cinco años por sus ideas políticas. Una etapa difícil, que les llevó a emigrar al Reino Unido, con muy poco pesar por dejar a tras una tierra de la que no guarda buenos recuerdos, afirmando incluso que «no quiero saber nada del resto de mis recuerdos de Sudáfrica. Cuando llegué al Reino Unido, lo que quería eran recuerdos nuevos».

Así enlaza la autora con la parte final del libro, donde Levy nos habla de cuando emigró a Inglaterra a los quince años y la separación de sus padres. La sensación de temporalidad, de no integrase en un país, de echar de menos detalles cotidianos de Sudáfrica que le habían pasado desapercibidas hasta que ya no constaban en su nuevo mundo, afirmando que «echaba de menos el olor de plantas cuyos nombres no recordaba, el sonido de pájaros cuyos nombres ignoraba, el murmullo de idiomas que no sabía nombrar». Y la autora, en ese terreno perdido, en esa tierra sin nombre que ocupa el espacio central de una vida que la autora no sabe dónde ubicar geográficamente, una vida sin un lugar definido donde echar raíces, que sentencia afirmando que «yo había nacido en un país y crecía en otro, pero no sabía a cuál pertenecía».

Por todo lo expuesto, vale la pena la lectura de este libro pues, aunque a pinceladas, aporta reflexiones interesantes, valientes y que probablemente interpelan a muchos lectores, a pesar de que, lamentablemente, en su conjunto no conserve esa potencia, esa denuncia que uno esperaba al leerlo y que sí contienen las frases extraídas del libro que contiene la reseña. Y puede que la causa de esta parcial recomendación (y aunque no debería ser así, pero es algo que no puede evitarse) es que, leyéndolo, uno se acuerde de Vivian Gornick o Elizabeth Hardwick en sus libros autobiográficos (o incluso Annie Ernaux, con una narración más novelada y menos fragmentada) y entonces constate una evidente distancia en impacto y calado. Pese a ello, su lectura nos abre la posibilidad de reflexionar sobre la vida, y eso es algo que siempre es interesante.

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