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lunes, 14 de octubre de 2019

Kaouther Adimi: El reverso de los demás

Idioma original: francés
Título original: L'envers des autres
Año de publicación: 2011
Valoración: Está bien



Soledad, incomunicación, amor no correspondido, tradición, vidas marchitas, sumisión de unas mujeres, rebeldía de otras, parejas fracasadas, dolor, esperanza en el futuro, futuros inciertos. Es mucho lo que sugiere esta primera novela de la escritora argelina Kaouther Adimi (1986), que a pesar de tener una obra corta ya ha recibido algún premio. Aparecen nuevos valores que aportan perspectivas diferentes, nos llegan obras de países que solían editarse poco en España… Alentador. O eso parece. Pero vamos a mirarlo despacio.
En primer lugar, detecto información esencial, detalles sin los que la novela pierde su sentido más profundo, rasgos, insisto, en ningún modo insignificantes que solo conocemos al leer la contraportada. Esto es un defecto serio, de bulto, para el que no sirve la excusa de que se trata de una primera novela. Porque un producto puede haberse realizado con mayor o menor pericia, pero tiene que estar perfectamente acabado antes de ofrecérselo al público.
El reverso de los demás consta de once breves capítulos, cada uno a cargo de un personaje –excepto dos, que repiten–, cada uno de ellos, más que aportar datos a un relato común, expresa su visión del mundo desde su cascarón particular. A veces, como de pasada, se refieren a los demás personajes, pero lo que vemos carece de movimiento, más bien se compone de una serie de cuadros estáticos, sin demasiada conexión entre sí, que componen otro más amplio y repleto de lagunas. Individuos que, a pesar de autorretratarse, no llegamos a conocer demasiado: los rasgos que intentan definirlos son tan irrelevantes que se desvanecen; si no fuese por la edad y el sexo algunos serían perfectamente intercambiables entre sí. No busquemos, pues, personalidades bien construidas porque no existen, y el fresco social que parece esbozarse a partir de mentalidades y conductas también se  queda a medio camino.
El último monólogo aclara un poco el borroso panorama. Y el epílogo pretende añadir un elemento sorpresa, pero resulta bastante artificial.
Con este material, la autora tenía dos posibilidades. Mantener estas páginas como presentación de la novela y desarrollar a continuación el argumento, o bien completar cada fragmento a modo de relato más o menos independiente hasta componer un mosaico que reflejara la realidad en su conjunto.
A pesar de todo, tengo la impresión de que Adimi tenía realmente algo que contar, incluso verdadera necesidad de contarlo, y voluntad de hacerlo muy bien. Tampoco me parece que peque de falta de talento: las escenas están bien desarrolladas, la descripción del ambiente es atinada, encontramos una forma de enfocar muy personal, la primera aproximación a los personajes promete, los diálogos son creíbles, resulta agradable de leer.  Entonces, ¿qué ha impulsado a la autora a publicar un texto de solo noventa páginas en tamaño pequeño y letra grande con aspecto de inacabado? En mi opinión, el argumento hubiera dado para mucho. Además, hacía falta espacio para explicar bien la relación entre los personajes, tanto el parentesco que los une como los conflictos que les separan. Pienso que bajo el formato de novela corta se nos ofrece un producto que es solo un esbozo de algo más voluminoso y complejo; que hubiese merecido la pena esperar el tiempo necesario para que la autora lograse situarse en su espacio novelístico y desarrollar todo lo que queda latente: carácter de los personajes, ambiente familiar, de barrio y más allá quizás. Insinuar no está mal, pero antes debe haber historia. Si lo que leemos no llega más allá de la mera insinuación, la ficción que esperábamos se queda en balbuceo.   
Y es que, no lo olvidemos, el talento natural necesita un caldo de cultivo en el que desarrollarse. Los genios que todos admiramos nunca estuvieron solos, editores y amigos han aconsejado, pulido, rechazado, exigido y ejercido de amables tiranos hasta llevarlos a la extenuación. Es gente a la que no se le ha pasado ni una porque sus mentores confiaron ciegamente en ellos. Unos rectificaron su trayectoria gracias al consejo de su editor (el nobel Naipaul), se dedicaron exclusivamente a escribir siguiendo el consejo de su agente (Vargas Llosa) o tuvieron en sus amigos a los mejores y más duros lectores previos (Flaubert). Esta es una de las claves del asunto: las mujeres que despuntan tampoco lo pueden dar todo a la primera, también necesitan ser orientadas mientras encuentran su camino y pulen sus técnicas, que se confíe en que pasarán de simples promesas a profesionales de mérito. Mejor aún, en la mayoría de los casos, esos genios contaban con una pareja abnegada que resolvía las incidencias del día a día (Nabokov, Vargas Llosa). Las mujeres no solo carecen de esa ventaja, la mayoría de las veces son ellas quienes, además de a la escritura, se tienen que dedicar a la intendencia del hogar. O quedarse solas, y no sé que es peor. Me pregunto si se les exige lo mismo o, por el contrario, se les trata con condescendencia, sobre todo ahora, que los libros escritos por mujeres parecen haberse puesto de moda. Me pregunto si no entra en juego en muchos casos cierta inseguridad, cierto complejo de usurpadoras (el término no es mío) en un mundillo que hasta ahora había sido patrimonio del varón, al menos –y salvo excepciones– en sus cotas más altas. Es más, me pregunto si no se rechazarán algunas obras por considerarse demasiado serias, demasiado ubicadas en un territorio que no parece corresponder a las mujeres.
Y me hago todas esas preguntas porque hoy es el Día de las Escritoras. Valgan estas palabras de homenaje a todas ellas, a esas escritoras consagradas porque consiguieron elevarse por encima de las circunstancias y a las que, a pesar de su talento, tuvieron que conformarse con una obra más o menos mediocre porque el doble rasero no tuvo piedad con ellas.

También de Kaouther Adimi en ULAD: Nuestras riquezas

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