Título original: Horma
Traducción: Jorge Giménez Bech
Año de publicación: 2018
Valoración: Entre recomendable y Está bien
No sé si lo he comentado alguna vez, en mi opinión hay una
corriente dentro de la narrativa vasca de las últimas décadas que parece
intentar alejarse lo más posible de la huella más visible de la Historia
reciente, es decir, la política y la violencia. Se diría que hay un esfuerzo
por poner tierra de por medio con heridas aún abiertas, a la vez que los autores intentan
esquivar tópicos y localismos. De esta forma se sumergen en una especie de
intimismo, ofreciendo textos con poca o ninguna acción, un desarrollo brumoso,
personajes tiernos o débiles, y la mirada dirigida hacia la
introspección, la melancolía, la memoria o la enfermedad. Lo han adivinado: por
ahí va también Anjel Lertxundi en Este muro de hielo.
Recordando un tanto a Un tranvía en SP, de Unai Elorriaga,
la narración gira en torno a una mujer con alzhéimer, lo cual ya me pone un
poquito en guardia, temiendo el estereotipo desgarrado/lacrimógeno; pero pronto
nos damos cuenta de que el camino no es exactamente el esperado. Efectivamente,
el autor se acerca a lo insólito de una enfermedad que convierte a los seres
queridos en extraños a base de comerse inexorablemente la memoria, vaciándola
por completo como el desván familiar que Fidel, el hijo (aunque luego matizo un
poco esto), ordena dejar expedito arramplando por igual con lo importante y lo
banal. Con algunas imágenes realmente estremecedoras (el regalo de un
pintalabios, por encima de cualquier otra), en torno a la madre enferma se va
levantando poco a poco ese muro de hielo al que se refiere el título en
castellano, una barrera que permite ver a través pero impide por completo la
comunicación.
La comunicación es justamente el terreno que explora
Lertxundi en varias direcciones a partir de la enfermedad de la madre. Por una
parte, la aniquilación de la memoria supone eliminar la conexión por la que esclarecer episodios oscuros de la infancia, aunque en este punto creo
que Lertxundi no encuentra el camino para construir la subtrama potente que
podía haber llegado a ser. De otro lado, en relación a su pareja, Marta, con
quien las cosas parecen torcerse simultáneamente a la desgracia familiar. Una
dolencia como esta genera desconcierto, desesperación, la única perspectiva es el
empeoramiento, y la convivencia se resiente en la misma medida en que los
esfuerzos se multiplican. Las relaciones personales de quienes están alrededor
se acaban corroyendo, y todo ello es terreno abonado para que broten antiguas
desavenencias o desencuentros cuya existencia quizá ni se podía imaginar. Así
es como Marta y Fidel empiezan a ver grietas por las que emergen divergencias sobre las aspiraciones profesionales de Fidel.
Aquí aparece una nueva capa, ya dentro del terreno de lo
metaliterario. Como Fidel es traductor –figura tan frecuente entre personajes
de novela-, Lertxundi se adentra en ese complejo mundo para plantearse qué
parte hay de creatividad en esa profesión. Es otro punto de vista en esa mirada
hacia la comunicación y sus posibles interferencias: de la
pericia del traductor depende que sea un puente entre el autor y el lector,
igualando los códigos de ambos, o se convierta en un obstáculo. Pero pone también
sobre la mesa Lertxundi hasta dónde el traductor es un mero instrumento técnico
para trasladar las ideas de un código a otro, o en su trabajo está también
creando algo nuevo. Marta plantea a Fidel la cuestión por la vía de los hechos,
y la respuesta puede encontrarse tal vez en la propia novela, aunque tampoco
queda del todo claro.
Un elemento bastante sorprendente del libro es el juego de
voces. Todo está narrado en primera persona, dirigiéndose, como si se tratase
de una larguísima carta, a la madre enferma. Pero hay dos narradores: uno es el
hijo, y el otro es Fidel, su doble, es decir, ‘una voz dividida en dos de
manera aleatoria’, como se dice literalmente. Es como si de un único personaje
brotase de tanto en tanto otro, alternándose en la tarea de hablar a la madre,
que actúa como sumidero de ideas que de inmediato se pierden en la nada. Este
desdoblamiento me parece interesante, aunque por desgracia creo que Lertxundi
no se atrevió a manejarlo de forma más vigorosa. Puede que con la intención de
no desdibujar los objetivos principales de la novela, pero el caso es que los
dos papeles resultan indistinguibles y el mecanismo termina por resultar algo irrelevante.
Como espero que se haya deducido de mis comentarios, la
novela me parece impecable en lo que atañe a su núcleo (la terrible enfermedad de
la madre), y llena de buenas ideas en su periferia (las distintas perspectivas
sobre la comunicación y su ausencia, la duplicidad de narradores que son uno
mismo). Pero en este segundo campo me temo que Lertxundi no termina de apurar
ni de lejos las posibilidades de lo que plantea, lo cual, sin desmerecer el
conjunto, es una verdadera lástima.
También de Anjel Lertxundi en ULAD: Felicidad perfecta, Vidas y otras dudas
o sea: no leer... (no hay tiempo, no tenemos tiempo... odio esta sensación)
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