Título original: Tomorrow, and tomorrow, and tomorrow
Traducción: Ernest Riera (en catalán, para Edicions del Periscopi) y Núria Molines (en castellano, para Alianza de Novelas)
Valoración: entre recomendable y muy recomendable
Hay ocasiones en las que uno no se acercaría a un libro por nada del mundo, pues el argumento no entraría dentro de las preferencias lectoras ni de los intereses habituales. Pero existe la crítica literaria y las recomendaciones. Y, a veces, hay que hacerles caso a pesar de las reticencias iniciales porque de lo contrario nunca me habría engrescado en adentrarme en una lectura de más de quinientas páginas de un libro que tenga el mundo de la creación de los videojuegos como escenario principal. Pero lo hice, y me alegro de haberlo hecho. Veamos el porqué.
La narración nos sitúa inicialmente en una tarde de diciembre a finales del siglo XX. Conocemos a Sam Masur, un joven judío de veintiún años de orígenes coreanos, algo misántropo, que vive con su compañero de piso Marx y que, justo cuando va por la calle, se encuentra de golpe entre una multitud; en medio de ella, ve a su antigua compañera Sadie Green a la que no veía desde hacía un tiempo. Ambos provenían de Los Angeles de clases sociales muy distintas y a pesar de que había transcurrido unos años sin verse de manera frecuente, habían coincidido en algunas ocasiones en certámenes académico-científicos (robótica, programación, etc.). Pero, tras un tiempo sin verse debido a un malentendido entre ambos, en esta ocasión coinciden de nuevo, esta vez en Harvard Square, Boston, pues ella ha acudido a la presentación al público de «El ojo mágico» («una manera nueva de ver el mundo», según reza la publicidad). Y es en ese preciso momento cuando retoman el contacto. A partir de ahí, a través de un flashback, sabemos que Sadie tiene una hermana Alice dos años mayor que ella y el relato nos sitúa en el hospital donde está siendo tratada de cáncer; Alice, la «más inteligente, la más atrevida, la más preciosa, la más atlética, la más divertida». Una hermana con quién guarda una relación muy íntima porque Sadie «no podía imaginar un mundo donde no estuviera Alice». Y, en el hospital donde tratan a su hermana, Sadie, con once años, conoce a Sam jugando con una máquina de videojuegos Nintendo; Sam, que a sus doce años era un dibujante excelente y que emulaba a Escher y sus laberintos; Sam, un chico introvertido que no hablaba con nadie tras la compleja operación en un pie a raíz de un accidente en el que se fracturó el pie por veintiséis huesos; Sam, que por aquel entonces vivía con sus abuelos que regentaban una pizzería en Koreatown y, pese a que no tiene muchas amistades, conecta con Sadie a raíz de los videojuegos, una pasión que ambos comparten. Por eso, Sadie va al hospital «mañana, y el otro y el otro», para jugar con Sam, su nuevo amigo.
La autora es hábil en la narración de la relación entre Sam y Sadie. El estilo es dinámico y sabe añadir los puntos de interés necesarios para aguantar el ritmo de la historia, a pesar de su poca profundidad aparente. Y es que el ritmo narrativo es tan trepidante que a la que te das cuentas estás metido de lleno en ella por la potencia de sus personajes; Sam y Sadie, dos caracteres similares pero dispares, con intenciones y ambiciones diferentes al pensar en la creación de los juegos pues «para Sam, grandiosidad significaba popularidad, para Sadie, arte». Porque Sam quería hacer algo «que hiciera feliz a la gente», era su deseo desde pequeño cuando empezó a jugar a los videojuegos: hacer «algo con lo que los niños como ellos habrían querido jugar para olvidar sus problemas durante un rato».
Con pocas páginas uno ve el estilo de la autora: rápido, ágil, familiar, accesible. La autora narra con cotidianidad y cercanía, con un lenguaje coloquial, sin adornos. Aquí estamos delante de una literatura claramente page-turner, altamente accesible (podríamos decir que incluso muy comercial). Porque en este libro la potencia está en la historia y en el ritmo, no en la elocuencia o construcción de cada frase. Y funciona a la perfección. Porque el talento de Zevin hace que consiga meternos en la historia a través de un gran dominio en la definición y creación de los personajes; unos personajes que conocemos de pequeños y con los que empatizamos de manera instantánea gracias a una cercanía emocional que proviene de un estilo directo, completamente accesible, de frases cortas y directas orientadas a conseguir justo lo que pretende. La autora, a través de un estilo totalmente ameno y de lectura fácil, busca la potencia en el argumento y deja completamente de lado cualquier pirueta o pretensión artística. No hay frases a destacar ni tan siquiera memorables, no hay impacto estilístico, sino que busca la potencia en el contenido. No hace falta detenerse en cada frase para disfrutar el libro, aquí son la historia y sus personajes los que empujan al lector a seguir página tras página.
Y, como tercer vértice del triángulo, aparece Marx, el compañero de piso de Sam. Un joven acaudalado de orígenes asiáticos, apasionado, vital y carismático, porque «si Marx, a los veintidós años, tenía un problema, era que se sentía atraído por demasiadas cosas y demasiada gente (…) Para Marx, era una tontería no amar tantas cosas como pudieras». Marx, un joven aficionado al teatro, aunque víctima de actitudes racistas pues no le daban papeles importantes porque «incluso en el Teatro universitario solo hay una cantidad determinada de papeles que pueda interpretar un actor asiático». Y justo en una de las actuaciones de Marx asisten Sam y Sadie, y allí nace la idea embrionaria del videojuego que se plantean crear durante ese verano, un verano en el que Marx les prestará el apartamento para que tengan el espacio creativo para desarrollar su proyecto y que Marx producirá, un videojuego que empieza con una criatura de género indefinido que se encuentra a orillas del mar y deberá encontrar a su familia. Era 1996. El videojuego se llamará Ichigo y su autoría sería propiedad de los tres: Sadie, programadora de primera, Sam, gran dibujante y Marx, quien se encargaba de organizar el trabajo y financiar el proyecto además de ser un jugador experimentado con lo que les daba sugerencias e ideas y «tenía sentido de la narrativa».
Con esta puesta en escena y arranque inicial, la novela de Zevin trata sobre diferentes temas que, en apariencia, quedan en un segundo plano parcialmente ocultos tras pantallas de videojuegos. Así, nos habla sobre apropiación cultural y la defiende pues «la alternativa a la apropiación cultural es un mundo donde los artistas solo pueden hacer referencia a sus propias culturas (…) un mundo donde todo el mundo es ciego y sordo a cualquier cultura o experiencia que no sea la propia» y concluye que «me horroriza este mundo, no quiero vivir en este mundo, y como persona de raza mestiza, literalmente no existo». De igual manera, el libro también trata el tema de abusos de poder y sexuales, de relaciones desiguales, de maltratos físicos y psicológicos, de relaciones pasivo-agresivas, de separaciones y acercamientos, de rupturas y reencuentros, así como también el patriarcado y la apropiación de las creaciones por parte de los hombres por encima de las mujeres, reflejando una sociedad donde lo “normal” es que el trabajo destacado, el talento y la creatividad sea cosa de hombres porque «a la industria de los videojuegos, como a muchas industrias, le encantan los niños prodigio». Así mismo, la novela también habla sobre los sacrificios que se hacen por amistad o por amor y del dolor físico y emocional, sobre enfermedades pero también sobre la incapacidad de abrirse al mundo cuando uno se va encerrando dentro del suyo propio y trata también sobre la dificultad de la comunicación, de la admisión de las debilidades propias, de la aceptación de uno mismo y de la eterna lucha en vencer la imagen que tenemos de nosotros mismos, de nuestra ambición desmedida, de nuestras limitaciones pero también nuestras fortalezas porque también habla sobre la adicción y pasión por una afición que se convierte en trabajo (o viceversa) y de cómo este pasión de convierte en un salvavidas para dejar de lado las tristezas y los fracasos. Un salvavidas que en ocasiones se transforma en un obstáculo para superarlos.
De esta manera, en este extenso libro hay muchas metareferencias o paralelismos en la historia y sus protagonistas que la autora plasma en los videojuegos que crean. Así, vemos personajes que se asemejan a ellos mismos, o a la hora de crear mundos paralelos («nunca hablaba con él de nada que no fuera trabajo, y en el trabajo estaban, literalmente, en dos mundos diferentes»). La autora es hábil al integrar estos conceptos en la narración sin que se denote un gesto forzado; sabe encajar las piezas de manera que tenga una cohesión e imbricación orgánica aunque bien es cierto que, en una novela de más de quinientas páginas, rara vez ocurra que no encuentres pasajes que están de más. En este caso, para mi gusto, sobran los que hacen referencia al pasado de los padres de los protagonistas pues si bien sirven para ampliar el escenario anímico y emocional en el cual se encuentran, aportan poco a la historia en sí. La novela hubiera mejorado recortando esas partes, aunque sirven para conocer el pasado familiar de los protagonistas y lo que los ha llevado a ser quienes son. También es cierto que la autora destaca especialmente en los dos primeros tercios de la novela (que podría enmarcarse en el coming-of-age), pues cuando pretender tratar temas más adultos la profundidad de su exposición queda corta y no consigue alcanzar el tono que sí logra cuando narra la adolescencia y post adolescencia y los problemas habituales de esa época vital.
Por todo ello, podríamos concluir afirmando que se trata de un libro de lectura accesible para un gran público (especialmente para jóvenes y adultos que recuerdan con ilusión y vivazmente su época post adolescente, bastante menos recomendable para el público de edad avanzada); un libro tan adictivo como los mundos que Sam, Sadie y Marx evocan a través de los videojuegos que diseñan. Dicho esto, ¿hay que tener cierta experiencia en haber jugado a algún videojuego para disfrutar el libro? Es posible. ¿Hay que haber sido joven, idealista y ambicioso para enfrascarse en esta lectura? Es posible. ¿Hay que haber vivido amistades que rozan los noviazgos para entender a los personajes protagonistas? Es posible. ¿Pero puede disfrutar uno con la lectura de este libro sin haber tenido nada de todo esto? Sin duda. Porque no es necesario ser un amante de los videojuegos para disfrutar del libro, aunque sí es necesario tener la mente para entrar de lleno en los mundos de posibilidades que plantea. A fin de cuentas, no es solo un pasatiempo sino una ventana abierta a vidas y mundos totalmente diferentes a los nuestros. Si sientes la emoción y crees en ella, serás bienvenido a la trama que plantea, pero también diré, como ocurre con los videojuegos, que su tremenda adicción y su rápido progreso en la experiencia te dejan, sin lugar a dudas, aturdido y embelesado pero que una vez terminas dudo que repitas la experiencia. Es intenso sí, pero deja poco poso. A fin de cuentas, «¿qué es un juego? (…) Es mañana, y mañana, y mañana. Es la posibilidad de renacer infinitamente, de redimirse completamente. La idea que, si continúas jugando, puedes ganar. Ninguna pérdida es permanente, porque nada es permanente, nunca».
En definitiva, estamos delante de una novela totalmente absorbente que narra una relación de amistad durante casi tres décadas con sus diferentes vaivenes, en la que uno entra en ella como cuando delante de un videojuego vivimos una experiencia inmersiva en los mundos planteados y olvidamos quienes somos mientras estamos jugando. La autora hace lo propio con nosotros, integrándonos en esta aventura literaria y lo consigue tocando con maestría los resortes que nos enganchan a las historias: la trama, la profundidad (y humanidad) de los personajes, los cambios de registro y lo hace con una tensión constante, sin apenas altibajos. El libro vuela en las manos como si quisiéramos pasar pantalla tras pantalla en un videojuego; aquí queremos hacer lo mismo pero con las páginas; el lenguaje y el tono elegido por la autora lo consiguen completamente y entiendo que es una elección tomada a consciencia: aquí no hay frases grandilocuentes, no hay pasajes que uno grabaría en su memoria o de los que dejaría eterno testimonio en sus cuentas de redes sociales. No hay tiempo para ello, no hay intención en observar el decorado o la belleza de su contenido; aquí prima el primer plano, la trama, el argumento y los personajes. Y únicamente cuando hemos terminado la lectura, cuando llegamos a la escena final, entonces sí, nos damos cuenta de los muchos mundos que hemos cruzado hasta llegar aquí y cómo hemos disfrutado haciéndolo, y las emociones experimentadas por un camino en el que nos hemos sentido siempre acompañados y casi partícipes.
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