Título original: La figlia oscura
Año de publicación: 2006 (En España: 2021)
Valoración: Se deja leer
¿Quién es Elena Ferrante? Habrán oído esa pregunta a menudo, sobre todo si son lectores de sus obras. La respuesta sigue en el aire aunque en algún momento pareció que la cuestión quedaba zanjada, pero todo fue un invento, como alguien confesaría tiempo después. No sabemos si la auténtica Ferrante alimenta estos dimes y diretes. Desde luego la intriga suele ser muy rentable, algo a tener en cuenta cuando el sospechoso (él o ella) insiste en que no se le interrogue, ya que, como todo buen periodista sabe de sobra, esa clase de secretismos no suelen aplacar la curiosidad del público sino todo lo contrario. Y es que, según parece, la clave está en el matrimonio formado por Anita Raja y Domenico Starnone, pero no se sabe de cuál de los dos se trata. ¿Y si forman un equipo? ¿O se alternan? ¿O están cubriendo al verdadero autor? ¿O no tienen nada que ver con todo esto?
A mí, particularmente, las sensaciones que describe de embarazo y maternidad me parecen falsamente vividas. Toda esa introspección sobre experiencias genuinamente femeninas no me convence en absoluto, es más, me parece de cartón piedra. Pero las impresiones suelen ser muy subjetivas y habría que saber qué piensan quienes han pasado por las mismas experiencias que Leda. Un personaje que tampoco me convence mucho. Estereotipado sería la palabra. Aunque el remordimiento por el abandono temporal sí me parece convincente, pero se parece a cualquier otro, no encuentro rasgos específicamente maternos. También está muy bien reflejado el complejo de la impostora, esa convicción tan extendida de haber llegado a algo gracias a la ayuda masculina, pero esa es una idea generalizada no hace falta ser mujer para pensarlo. En cuanto al grupo de napolitanos, esos que le fascinan, y desprecia a la vez, tampoco van más allá de un puñado de tópicos. Sin embargo, tal como se refleja en ese desenlace que sin duda es lo más interesante de todo, el auténtico conflicto lo vive Nina, el otro personaje atrapado en la maternidad, pero ella no sale de un segundo plano hasta las últimas páginas.
¿Y qué decir de los diálogos? (“-Cómo está Elena –Resfriada -¿Tiene fiebre? -Un poco -¿Y Nina? -Nina está con su hija, como debe ser”). Más vacíos imposible, una forma de rellenar espacio rápidamente sus romperse mucho la cabeza. Por cierto, si la relación con esa familia resulta absurda y poco creíble, incluido el demencial episodio de la muñeca –otra forma de rellenar espacio con poca o ninguna sustancia–, los flas back se quedan en los márgenes de los hechos y abundan, repito, en análisis bastante inverosímiles de sentimientos hacia sus hijas, desde antes de haber nacido hasta el momento presente. La relación con el marido se elude, del amante solo se intuye lo que apunto más arriba, el motivo de la frialdad materno-filial se nos escapa, pero especula sin parar sobre personas a las que conoce de vista y que parecen servirle de comparación con su propia vida. Yo no encuentro ninguna similitud, salvo que, como ellos, también procede de Nápoles. Así que, o bien los simbolismos se me escapan o bien no existe tal cosa y la relación entre ambas realidades es sencillamente aleatoria.
Ocurre lo mismo en la exagerada valoración que se ha hecho de su trayectoria literaria, que quizá tenga su razón de ser y sea yo quien no sepa ver la maravilla que se esconde tras sus textos. Porque en mi opinión se esconde tanto que no llega a estar visible, pero probablemente he tenido mala suerte al escoger una obra suya, la última que yo sepa, y tengo que ampliar el panorama. Lo haré, prometo solemnemente leer este verano las novelas más elogiadas de Elena Ferrante.
En cierto modo, y salvando las distancias, la novela me recuerda a Buenos días tristeza. Por el tono intimista, por su naturalidad y por esa forma de narrar en primera persona los sucesos cotidianos según van ocurriendo. Pero Sagan es mucho más trascendente. Mientras aquí se muestran banalidades –pensadas, sentidas o vividas– como si fuesen hechos de primera magnitud, la francesa lanza una mirada aparentemente frívola y consigue dar en el blanco poniéndonos los pelos de punta. Prefiero, cada vez más la contención, la sobriedad en las confidencias, me gusta que el personaje me permita deducir lo que siente antes que esa verborrea exhibicionista que no suele aportar nada nuevo. Yo diría que para retratar a un personaje obsesivo no hace falta insistir tanto. Quizá la clave este ahí, en la insistencia, tanto en eso como en todo lo demás; pienso que el mismo material podría haber servido para un relato de dos o tres decenas de páginas y su innecesario alargamiento es lo que le resta interés.
Otras obras de Elena Ferrante; Aquí
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