Título original: Gli imperdonabili
Traducción: Mª Ángeles Cabré
Año de publicación: 1987
Valoración: Inclasificable
Antes de nada, hay que precisar que Cristina Campo no tiene nada que ver con la muy actual novelista barcelonesa Cristina Campos. Una casualidad que debe ser aclarada, porque nuestra Cristina Campo es el pseudónimo de una autora italiana llamada Vittoria Guerrini, cuya vida, más bien breve, transcurrió justo por el tramo medio del pasado siglo XX. Fue autora de unos cuantos textos, no muchos, entre la poesía y el ensayo, y es en este segundo campo donde hay que situar los textos recopilados en Los imperdonables, aunque con muy fuerte influencia del primero.
En cuanto al contenido, los textos que componen este volumen se podría decir que responden al patrón clásico y conceptualmente más estricto de lo que es un ensayo, es decir, comentarios o reflexiones de un escritor que se explaya sobre asuntos más o menos heterogéneos que no son el objeto de su trabajo habitual. Algo que recuerda un poco al amplio repertorio de Susan Sontag, aunque solo en este aspecto y en ningún otro. Una buena parte se refieren a literatura, con referencias por ejemplo a Proust, Borges, John Donne o Chéjov, además de otros cuantos autores que confieso me resultan del todo desconocidos, y amplias referencias a Las mil y una noches, algunos de cuyos relatos son quizá más objeto de recensión que de reseña. La fábula (diríamos en el sentido amplio de cuento clásico) es omnipresente, ya sea como protagonista de las exploraciones de la Campo, o como punto de referencia permanente al hilo de cualquier otro tema.
Porque hay bastante más. Al parecer, la autora (de marcadísima raíz cristiana) es experta en los más recónditos entresijos de la teología y la historia de la religión, y así tenemos largas reflexiones en torno a la liturgia oriental, a distintos aspectos de la mística, o sobre los Padres o Maestros cristianos del desierto (si se me permite el inciso, no tengo claro si este extraño colectivo tiene alguna relación con la fantástica Simón del desierto de Buñuel). Pero también tenemos amplias divagaciones sobre las alfombras orientales, la búsqueda de la perfección, o el seductor y difícilmente traducible vocablo italiano sprezziatura (estilo, desenvoltura…) Como se ve, cuestiones no precisamente fáciles para el lector estándar. Pero los problemas no vienen solo del qué sino, sobre todo, del cómo.
Cristina escribe estupendamente bien, claro está. Pero todo esto tiene una carga de subjetividad tan aplastante que más parecen reflexiones escritas para uso personal. Igual por eso en alguna parte se dice que es una autora que ‘ha escrito poco y le hubiera gustado escribir menos’. Ciertamente, de vez en cuando deja momentos que embelesan, como esa imagen, casi al inicio, del niño escuchando el relato del abuelo, o el estupendo homenaje a Borges partiendo de los misterios en torno a la llamada puerta mágica de Roma.
Pero envolviendo esos momentos brillantes que el libro realmente tiene, encontramos un tsunami de referencias eruditas que a un lector normal (obviamente, yo mismo) difícilmente le dicen gran cosa, como no sea subrayar su propia ignorancia, apreciaciones personales servidas en una prosa poética bien tallada pero mayoritariamente opaca, densas digresiones que circulan entre asuntos, textos o hechos históricos de los que nunca habíamos oído hablar. Se siente uno inevitablemente pequeño, a la vez aturdido por tantas cosas desconocidas, y algo seducido por la lucidez y precisión con que la autora las relata. Se diría que Cristina Campo no es de este mundo, está en una dimensión más allá de la nuestra, por momentos puede resultar fascinante, sí, pero al engullirse el volumen completo, aunque no sea demasiado extenso, en el sabor que queda al final puede más el hastío que la admiración. Más aún si nos encontramos con numerosas citas, a veces párrafos enteros, en inglés, francés, griego o latín, sin traducir, como dando por supuesta la poliglotía del lector (y esto solo es achacable al editor).
Por su parte la autora no muestra la mínima intención didáctica, no persigue ser entendida ni abrir los ojos del lector hacia los tesoros en torno a los cuales construye sus textos. En definitiva, como apuntaba antes, no escribe para un público, sea amplio o reducido, sino para sí misma, y ahí falla por completo la conexión con el lector. Quizá es lo que ella buscaba realmente, como quien escribe un diario que no es para ningún destinatario más allá del mismo autor. Y a lo sumo consigue movilizar a un puñadito de entusiastas, varios de los cuales se afanan en poner su firma a varios textos adicionales, prólogos, notas, apostillas y epílogos que adornan el libro. Me gustan muy poco todos ellos, pero en especial me atrevería a recomendar que ni siquiera leáis al pedantísimo e insoportable Guido Ceronetti que, en vez de centrarse en la autora y su obra, no puede disimular unas ganas locas de ponerse a su altura intelectual, además de deslizar un bochornoso comentario machista que sin duda intentará disimular disfrazándolo de erudición.
De verdad que es una pena, porque esta Cristina Campo es una mujer con un enorme talento para escribir y un bagaje cultural apabullante, y toca temas que en general pueden ser muy interesantes. Pero le puede claramente esa vena poética, y tal vez una de las claves del por qué se encuentra en una carta citada en uno de los anexos: ‘Despliega una lista de apuntes (citas) y el discurso que las debe unir crecerá solo en medio como una enredadera entre las piedras’. El problema es que el resto del mundo no está en el cerebro de Cristina, y así, de lejos, aunque admiremos su talento y sus conocimientos, acabamos irremediablemente confundidos, y hasta un poquito cabreados, de tanto tropezar con esas piedras y enzarzarnos en aquella enredadera.
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