Año de publicación: 2011
Título original: Jo confesso
Valoración: Casi imprescindible
Admiro la figura de esos escritores cuyo
objetivo es explicarse a sí mismos (y a los demás, de paso) y para ello
construyen un mundo propio, que acaba siendo un territorio confortable donde el
lector se instala durante un periodo de su vida. O no tan confortable, porque
las preguntas incómodas, la obsesión por analizar causas y efectos, de observar
el lado oscuro de la realidad nos puede amargar más de una cena. Lo peor –o lo
mejor, según se mire– es que cada vez escasean más estos creadores tan
aguafiestas que se empeñan en buscar tres pies al gato hurgando en lo más hondo
de nuestra forma de ser y de relacionarnos.
Acabo de terminar esta novela y les
confieso que todavía estoy flotando entre el mundo real y el que allí se
describe. Pero ¿qué es la realidad? Habrá que preguntarse si Cabré ha escrito
una novela realista. Es un hecho que disecciona sin medias tintas la realidad
de todos los tiempos, por tanto el contenido lo es sin ninguna duda. No lo son,
en cambio, sus procedimientos, o no todos, y con esto me refiero a esos saltos
espacio-temporales que afectan, no solo a la trama sino también ¡atención! al
desenlace. Aunque el desenlace realista es anterior –ya hemos visto cómo acaba
el protagonista– las últimas páginas son una pirueta estilística, un magnífico
alarde de virtuosismo y, quizá, la insinuación de un silenciamiento preventivo,
pero esto último no queda claro del todo. Y no puedo decir más, lo entenderán
cuando estén a punto de concluir tantas páginas apasionantes (mil nada menos en
números redondos) que, como en cualquier novelón que se precie, parecen
demasiadas hasta que notamos que los personajes se han convertido en nuestra
sombra. El autor lo explica refiriéndolo a la botella de Klein, teoría de un matemático
alemán que no tiene relación con el argumento propiamente dicho, sino con su aspecto
más literario, también con la idea, subyacente en todo el texto, de que la
maldad humana es una corriente que atraviesa la historia y se repite a lo
largo de los siglos aunque se oculte o se disfrace de acciones altruistas.
Y es que el mal es la gran obsesión de
Adrià Ardevol (Jaume Cabré mediante) y por tanto el asunto central de la
novela. Aunque, como en cualquier ficción larga, compleja y con análisis
profundos, repasa los aspectos que nos conciernen a todos. ¿Cuántos filántropos
conocidos se han hecho millonarios gracias a sus supuestas buenas acciones?
Preguntas que surgen según vamos leyendo. Respuestas no hay, tal como el propio
autor reconoce cuando habla de esta obra, pero ni falta que nos hace, las
conclusiones ya las sacamos nosotros. Si además lo hacen disfrutando tanto como
yo, a pesar de su dificultad de fondo y forma, la lectura será un largo y
apasionante viaje a través de la Historia y las historias. Prepárense pues y,
por si acaso, abróchense los cinturones.
El grueso del relato, o su línea
principal, está escrito en segunda persona, ya que se trata de una carta, extensísima
y muy densa, dirigida a uno de los personajes más relevantes, (no diré a quién
porque este es un dato que no conoceremos hasta bien avanzada la narración). Pero
esa línea se quiebra con abundantes interrupciones en tercera persona que
narran hechos ambientados en épocas pasadas, algunas remotísimas. Se incluye
también una supuesta transcripción de documentos, además de ese añadido final post-mortem (o su equivalente) en cursiva, y también en tercera persona, que trastoca casi todo
lo que hasta entonces considerábamos inamovible. Y a pesar de toda esa
minuciosidad quedan muchas preguntas en el aire (esa criatura que perdió Sara y
cuyo retrato aparece por casualidad cuando ya queda poco que decir). Puede, incluso,
que al cerrar el libro lo que nos quede sean más incertidumbres que certezas,
pero en absoluto se debe a desaliño sino a una forma de narrar escrupulosamente calculada
que imita a la vida lo más fielmente posible.
Tantas líneas argumentales y, sobre todo,
tanto avance y retroceso por la historia, tal cantidad de personajes, personajes tan vivos, tantos
argumentos y escenarios distintos, tanta erudición tienen, entre otros, un
propósito meta-literario interesante pero supone un esfuerzo por parte del lector. Así que no esperen una lectura cómoda, aunque sí acción trepidante que engancha, una
conexión entre sucesos a muchos años vista que da fe de que el ser humano es
cómo es, tanto en sus facetas más perversas y egoístas como en las más
generosas y heroicas, que así ha sido siempre y seguirá siéndolo. Maldad y
bondad, perversidad e inocencia. En la Edad Media, en la época nazi, en la
actualidad, entre eclesiásticos, políticos y gente de a pie, pobres y potentados,
cultivados y analfabetos. Nadie se salva. Y en este caso, el mal se ejerce, no
como parte de una larga cadena, sino a conciencia, por parte de personas con
nombre propio (o con varios porque algunos tienen que esconderse y esto
complica aún más el rompecabezas). Cabré no parece estar de acuerdo con la
teoría de Hanna Arendt, aquí todos actúan por decisión personal, no son el eslabón de una cadena (eslabón cuyo objetivo fundamental era en apariencia mantener su posición social), tienen conexión directa con los crímenes o las desgracias personales, no parece haber banalidad ni obediencia debida. En definitiva, ninguno de esos sinvergüenzas es Eichmann -por más que la inocencia de este sea también más que discutible-, y aunque se consiga eludir a la justicia, las responsabilidades
están claras, también los motivos, que se reducen a uno solo: la codicia
entendida en su sentido más amplio.
«… pasamos a la banalidad del mal, porque hacía poco que había leído yo ávidamente a Arendt y me rondaban por la cabeza unas cuantas cosas a las que no sabía dar salida. “¿Por qué te preocupa?” – dijo Bernat. “Si el mal puede ser gratuito, estamos apañados”. “No entiendo”. “Si yo puedo hacer daño porque sí y no pasa nada, la humanidad no tiene futuro”. “Te refieres al crimen sin motivo, sin más ni más”. “Un crimen sin más ni más es la cosa más inhumana que puedas imaginarte. Veo a un hombre esperando el autobús y lo mato. Horrible”.»
Adrià Ardevol es un reconocido erudito
cuya asombrosa capacidad intelectual le aporta tantas satisfacciones como
fracasos. Conforme al tópico, carece de sentido práctico y está poco preparado
para una vida convencional. Hijo único (sus padres, diseñados con esmero, no
dejan huella solo en él), exclusivo en la amistad (un solo colega y para toda
la vida) y en el amor (¿real o idealizado?) como el hombre concentrado en sí
mismo que es, triunfa profesionalmente sin apenas esfuerzo y dedicándose a lo
que le apasiona, pero no ha logrado el afecto que cree merecer. O no ha sabido
valorarlo cuando lo tuvo y lo ha sobrevalorado cuando era más que discutible.
Cada lector juzgará por sí mismo pero, repito, la partida no está jugada hasta
que no sale la última carta, o la última página en este caso.
“En la residencia de Collserola, cerca de mi querida Barcelona, cuidarán de mi cuerpo cuando me haya ido a un mundo que no sé si es de tinieblas. Me aseguran que no echaré de menos la lectura. No deja de ser irónico que me haya pasado la vida procurando ser consciente de los pasos que daba, toda la vida cargando con mis culpas, que son muchas, y las de toda la humanidad, y al final me iré sin saber que me voy. Adiós, Adrià. Me lo digo ahora, por si acaso.”
Reflexionar mientras leemos es inevitable
en un texto tan meditado, e inspirado en autores tan ilustres como Arendt,
Isaiah Berlin, que aparece como un personaje más en algunos episodios, o Primo Levi –a veces citados de forma no explícita– pero
además, e independientemente de la técnica que es original e impecable, el
relato nos toca en lo más hondo. Por todo ello me parece que Yo
confieso forma parte del contado número de novelas que merece la pena releer.
Traducción: Concha Cardeñoso Sáenz de Miera
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