Idioma original: Castellano
Año de
publicación: 2018
Valoración: Muy
recomendable
El paso del
tiempo, los años vencidos e inertes, esa amarga convicción de que “llegar a
viejo es graduarse en la humillación propia y la burla ajena”. Un estado vital
en el que todo lo memorable ya ha ocurrido, donde toda la pólvora ya ha
estallado y apenas queda encajar decepciones y pérdidas. Ese es el marco en el
que se desarrolla Tres vidas ejemplares del Santurce Antiguo, la nueva novela
de Edgardo Rodríguez Juliá (Río Piedras, Puerto Rico, 1946). En estos tiempos
raros y desabridos en los que Netflix subtitula al castellano una película
mexicana, zambullirse en un nuevo libro de Edgardo Rodríguez Juliá proporciona
una estimulante y placentera inmersión en este “morrocotudo español antillano”,
repletito de palabras y giros tan desconocidos como sorprendentes. Un regalo
precioso.
Las historias de
Edgardo Rodríguez Juliá son exigentes con el lector. Las tramas son
enrevesadas, los personajes complejos, las anécdotas se acumulan y el relato va ciñendo sus contornos entre la densidad de los argumentos. Más allá del idioma compartido
y diferente, y de las circunstancias históricas concretas que envuelven este
relato y que escapan a quien no esté familiarizado con el devenir histórico de Boriqén,
la isla más pequeña de las Antillas mayores –como es mi caso-, Tres vidas
ejemplares del Santurce Antiguo recrea una época y una atmósfera, la del barrio
de Santurce, en San Juan, la capital isleña, entre los años cuarenta y sesenta
del siglo XX.
Y lo hace a través
de un elenco de personajes, habitantes del barrio que se va conformando como el espacio propio de la burguesía a la que la ciudad antigua y colonial le queda
obsoleta y exhibe en estas playas y avenidas posición y ambición, irguiendo hoteles,
apartamentos, piscinas o lugares de ocio. Ahí están los personajes de Edgardo
Rodríguez Juliá. Aunque periféricos, se muevan en los márgenes de esa clase
social, de esa "placidez clase medianera", puesto que subsisten sin apenas liquidez
en “esta enormidad que se nos ha venido encima que es el tiempo”. La narración se
estructura en tres episodios -La Tertulia, El Mulato, La Cantante- que se
deslizan desde los años 40 a
los 60, en los que “todos vivían temerosos de haber ya zarpado en la nave del
olvido”.
Por ahí pululan
Antonio Paolí, el cantante tenor que nunca llegó a triunfar, entre la tertulia
del restaurante “El Chévere” –todos dispuestos a despellejarse sin entusiasmo
aunque con sistemático encono- y el apartamento en el que le esperan su esposa
Adina y su hermana Amalia. O don Quirico, un mulato melancólico empeñado en
perseguir las sombras del violinista Brigetower, con su misma tonalidad cutánea,
que anduvo por la Viena del siglo XIX y a quien Beethoven compuso la Sonata
Kreutzer, aunque luego le retirase la dedicatoria. O Lucienne Suzanne Dhotelle,
Mome Moineau, que cantó en los cabarets de París, “la marimacha mamarracha más
cachetera que he conocido”. O el doctor Manuel Igartúa Planell, un odontólogo
generoso con la benzedrina y empeñado en el avance científico mediante su
ingenioso prototipo del Orgasmotrón. O también don Félix Benítez Rexach, el
industrial grisáceo y calvinista, ingeniero de rutilantes fracasos…
Una sociedad
provinciana e insular, alejada del pulso de la modernidad aunque no por ello
desconectada del resto del circo mundial, que afronta sus días apegada a la vanidad y al ocio
caribeño -"en el fondo de cualquier antillano hay un bujarrón"-, con la ostentación y el pavoneo arraigado hasta la médula, cuajada de
intenciones malévolas y de ironías solapadas. Indolente ante los conflictos que
burbujean en sus entrañas, las tensiones entre nacionalistas y pitiyanquies,
entre lo rural y lo urbano, o las mujeres que se saltan los roles
convencionales, o las nuevas formas y sustancias de buscarse placer o evasión.
Y en la que, por supuesto, la violencia, irracional, brutal, puntual, nunca
deja de presentarse para exhibir su arraigo en la idiosincrasia local.
Bueno, si nadie lo pregunta lo haré yo: ¿dónde está la que baja por toda la orilla, con la falda arremangada, luciendo la pantorrilla?
ResponderEliminarBueno, si nadie responde lo haré yo: ¡Que grande es Bilbao que hasta tiene barrio en el Caribe!
ResponderEliminarEjem, me había abstenido de hacer comentarios sobre el tema, para que no me acusasen de sinsorgo (insustancial). Porque encima tengo a alguien en casa que es de allí, ya veis.
ResponderEliminarAparte de la tontería, enhorabuena por la estupenda reseña, don Carlos.
¡Muchas gracias compañero!
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