Título original: The Great Railway Bazaar
Año de publicación: 1975
Valoración: Muy recomendable
No podía
imaginar Paul Theroux, cuando era niño y vivía en Boston muy cerca de la vía
férrea, que un día sería escritor, ni que elaboraría un libro de viajes que llegaría
a convertirse en paradigma del género. Ya entonces, cuando escuchaba desde su
casa los silbidos de las locomotoras y sentía el impulso de viajar algún día dentro de esos monstruos enormes y veloces que más tarde llamaría “bazares irresistibles” debió germinar en su cabeza esa imagen
fantástica: “cantos embrujados”. Evocación
que sirve de arranque a un relato tan quebrado y fragmentario como el género exige, pero con una coherencia esencial que no está reñida con la clara
evolución que sufre el autor después de una experiencia tan potente. Es cierto,
reconoce, que las imágenes que encuentra al otro lado de las ventanillas de los
sucesivos trenes entre Victoria Station y Tokio Central son tan diversas como
impactantes, pero mucho mayor es el cambio experimentado por el viajero y por el
propio relato, que “al comienzo resulta
sin duda divertido, pasa de ser periodismo a ser ficción y llega a convertirse
en autobiografía.” Y asegura que esa etapa final del prolongado viaje no es otra cosa que confesión y hasta “desconcertante
monólogo en un bazar desierto”. En concreto, a su paso por el Transiberiano
–tras llevar a la espalda miles de kilómetros– la soledad, el cansancio y la
cantidad de experiencias vividas en un periodo tan corto de tiempo acaban por
abatirle.
“Pero todos los viajes eran viajes de regreso. Cuanto más lejos va uno, más desnudo se encuentra, hasta que, hacia el final, cuando ya no le anima ninguna escena, uno se siente sobre todo uno mismo, un hombre en una cama rodeado de botellas vacías.”
El punto de partida es, pues, la perentoria
necesidad de emprender esa aventura, de atesorar vivencias (aburrimiento, privaciones,
sobresaltos) junto a la constante sucesión de panoramas que describe con vívida
emoción. No es que le apetezca llegar a un punto concreto –en ese caso, habría
optado por el avión–, lo que quiere es emborracharse de tren (ese bazar
misterioso, contenedor de maravillas) y observar todos y cada uno de los puntos
intermedios entre el lugar de partida y el de llegada, así como a sus
habitantes y a los viajeros que ocasionalmente se cruzarán en su camino. En sus
propias palabras, lo que ha hecho es trazar “una parábola sobre uno de los hemisferios del planeta”. Veintinueve
trayectos, de Londres a Tokio y vuelta a través de Siberia hasta Moscú, que es
dónde acaba la crónica, ya que el resto –Polonia, Alemania, Holanda– hasta llegar
a Londres de nuevo, no le parece digno de mención. El viaje le habría servido de
cura, solo cediendo a su impulso viajero podía librarse de él.
Hay tres maneras
de efectuar cualquier recorrido sirviéndonos de un libro de viajes:
acompañándolo con las observaciones del autor, emprendiendo dos rutas
distintas, la física y la literaria, o bien, viajar únicamente en espíritu sin
moverse del sillón de casa. Quiero decir con esto que tan interesante como el análisis
que hace Theroux de sí mismo resulta la descripción, en ocasiones irónica, de
la idiosincrasia de los habitantes, costumbres y nivel de vida de los pueblos
que el autor va visitando, tan radicalmente distintos entre sí como pueden serlo un
japonés de un hindú o un iraní de un ruso. Eso sí, resulta todo un lujo viajar por los años
70 de la mano de un observador tan parcial como el autor –que alterna el
desapasionamiento con la indignación o el sarcasmo–, caminar en sus zapatos,
mirar a través de sus ojos y conocer su particular punto de vista. Incluso
llegamos a compartir sus sentimientos: miedo, repulsión, curiosidad, ira,
desconfianza, lástima, aburrimiento, calor extremo, frío helador, hambre, asco…
La decepción de
un Orient Express París-Estambul
carente del glamour transmitido en los libros, un anochecer en Turquía, viajeros
siniestros, vagones sórdidos, piadosos iraníes, prósperos comerciantes de
dudosos escrúpulos, la propina como necesario soborno del viajero, el dilema
entre economía y religión... El ramadán y la desorganización de los afganos,
muchedumbres famélicas viviendo en estaciones, el arte religioso de Pakistán, atareados
poblados miserables, el exotismo de los bazares, baños públicos en templos... La
desaprovechada fertilidad de Sri Lanka, las castas hindúes a través de los
letreros ferroviarios, los ríos sagrados de la India, su inexistente
planificación urbanística, la dickensiana fisonomía de Calcuta, los templos
budistas birmanos, la inquietante serenidad malaya... El aroma a sexo pagado de
Bangkok, los estertores de la guerra del Vietnam, la próspera desigualdad de
Singapur, la programada eficiencia japonesa, la nocividad de la atmósfera de
Osaka... La impresionante extensión de la estepa rusa, la peculiar fisonomía de
las urbes soviéticas...
Theroux viajaba
tomando notas para este libro e impartiendo las conferencias que financiarían
su aventura. Gracias a su pasión y constancia, la literatura de viajes
experimentó una renovación radical. El
gran bazar del ferrocarril comienza con cierto titubeo, echando mano,
incluso, de tópicos, pero coge aliento a medida que avanza regalándonos escenas
magníficas, personajes estrafalarios, situaciones de lo más chusco y una
excelente mezcolanza introspectiva que alterna curiosidad, tedio, desánimo, desorientación
y hasta sueños recurrentes.
* Traducción: Juan Godó
También de Paul Theroux: La costa de los mosquitos
No quería leer la reseña porque imaginaba que podía acabar añadiendo a la lista otro libro que en principio no me interesaba... Pero ahora ya es tarde para decirle que no. Ya es difícil no interesarse.
ResponderEliminarContagias.
Gracias por eso.
Pues no sabes cómo me alegro que te haya gustado.
ResponderEliminarEspero tu opinión (si es que te animas) y te agradezco el elogio.
Hola Montuenga, de Theroux leí Chicago Loop pero ningún libro de viajes. Investigando un poco me enteré que Theroux está muy identificado con ellos. Si lo consigo lo leo en breve.
ResponderEliminarSaludos
Pues aquí estaremos para intercambiar impresiones.
ResponderEliminarUn placer, como siempre.
Voy a ser poco original. Me pasó lo mismo que a Diego. Conocía a Theroux por La costa mosquito. No porque hubiese leído el libro, sino porque recordaba la película dirigida por Peter Weir y protagonizada por Harrison Ford, basada en él. Qué buena reseña, Montuenga! Me recordó un viaje que hice hace 20 años al sudeste asiático, volví a sentir olores, a oir ruidos, a quedar deslumbrado por lo que veía...Difícil quedar indiferente.
ResponderEliminarHola Puna
ResponderEliminarClaro que has sido original: por vincular literatura y vida y por haber hecho ese o parecido itinerario y venir a contarlo aquí. Halagador también, muchas gracias :)
Yo empecé a leerlo y tuve que dejarlo, me aburrió.
ResponderEliminarSí, como digo en la reseña, al principio resulta un poco soso, pero más adelante mejora.
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