Título original: L'affaire Saint-Fiacre
Traducción: Javier Albiñana
Año de publicación: 1932
Valoración: Entre recomendable y está bien
Interesante novela negra de mediados de siglo, ambientada en una Francia contemporánea y rural. Por la descripción del entorno, sin embargo, si no fuera por ciertos detalles concretos parecería que nos movemos en un entorno mucho más atrasado.
Una comisaría de París recibe una escueta nota en la que se avisa de que el día de difuntos se cometerá un crimen en la primera misa de la mañana en la capilla de Saint-Fiacre. Aunque casi nadie se lo toma en serio, el comisario Maigret decide acudir a la cita, más que nada porque la aldea en cuestión es la de su infancia. ¡Aviso, destripe del primer capítulo! (¿se puede considerar esto como un destripe?): El crimen, efectivamente, se produce sin que nadie pueda hacer nada. A partir de aquí, el comisario tratará de esclarecer qué ha pasado y quién es el autor de la nota recibida, indudablemente convencido de que también será el asesino.
A partir de aquí acompañamos al comisario en sus andanzas: van desfilando ante nuestros ojos una pléyade de personajes bien elaborados, retratados de forma objetiva casi siempre y ante los que, en un principio, es difícil sentir simpatía: tal es la forma del autor de contagiarnos del malestar de Maigret en su propia aldea. Este siente una especie de hastío o asco no muy definido por la aldea y sus habitantes, reflejado en su actitud respecto a los aldeanos. A medida que transcurre el tiempo, también irá recordando a gente de su juventud a la par que se cruza con ella, sin que parezca que nadie lo reconoce a él. El tiempo no pasa igual para todos.
En cuanto al argumento general, es un proverbial relato de nobleza arruinada, hijos crápulas, amantes desalmados, feligresas que no eran lo que parecían, secundarios con secretos... todo ello regado con una muy buena ambientación, en la que Simenon nos consigue hacer sentir como si realmente estuviéramos en un lluvioso y húmedo día de otoño.
Casi para el final se reserva Simenon lo mejor: la escena donde todos los implicados celebran la cena antes del día del entierro es antológica. Con varias referencias a Walter Scott, quizá Simenon se sintiera en deuda con el británico cuando escribió ese capítulo.
En vez de ser ese lugar común donde el detective reúne a todos los sospechosos y va listando las razones de cada uno hasta dar con el asesino, la voz cantante la lleva otro personaje: el comisario se limita a escuchar. No todo se desarrolla como podría uno pensar al principio, y saltan sorpresas por doquier: personajes estúpidos se revelan como inteligentes, antagonistas como tipos normales y corrientes, y un testigo de excepción en la figura del comisario: al igual que Indiana Jones en aquella película, una vez acabado el libro nos damos cuenta de que la presunta figura central y protagonista de la narración, un personaje tan arquetípico de la novela negra como es el detective (o comisario en este caso) es totalmente superfluo: solo nos ha servido como testigo, no ha hecho nada dirigido a la solución del crimen. Solo aparece en esta novela para ejercer de eso, de testigo. Y es que, de hecho, si nos ponemos exquisitos, ni siquiera ha habido crimen: el culpable no ha cometido ningún delito, no puede ser encarcelado. No sé si tras esta aventura le quitarían días de vacaciones al comisario.
Una reflexión posterior de la novela nos deja un par de cabos sueltos y algún que otro comportamiento de difícil explicación, pero no me quiero quedar con ese regusto amargo: la escena de la cena a la que me refiero antes hace que el libro merezca una relectura, así de buena es.
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