Me adentro en la lectura de este libro de esta autora argentina con ciertas dudas, pues la lectura de «Varia imaginación» me dejó algo frío debido a su estructura inconexa y en ocasiones excesivamente breve. Pero me alegro de haberle dado una segunda oportunidad a la autora, pues en esta ocasión sí he disfrutado del libro, un libro muy breve que (aquí sí) se centra únicamente en un tema, el plurilingüismo, pero desde una visión íntima de quién lo ejerce y, por tanto, una lectura personal y no académica o ensayista.
Así, en este conjunto de reflexiones, la autora nos habla de la lengua, de las lenguas, de su diversidad. Siendo ella trilingüe nos relata que «la adquisición de los tres idiomas no ocurrió simultáneamente sino de manera escalonada y cada idioma paso a ocupar distintivos espacios y a teñirse de actividades diversas, pero encontradas» y es por ello que asevera que «cada idioma tiene su territorio, su hora, su jerarquía» y, precisamente por ello, afirma con cierto pesar que «a pesar de que tiene dos lenguas, el bilingüe habla como si siempre le faltara algo, en permanente estado de necesidad» y es algo que constata en sus trabajos de traducción y lo ejemplifica citando a George Steiner quien, al hablar de la traducción, afirma que «el viaje de Ida y vuelta puede dejar al traductor en la intemperie (…) no se encuentra del todo cómodo, ni en el idioma propio ni en el idioma o los idiomas que domina».
De esta manera, en esta obra de marcado tono autobiográfico, la autora nos narra experiencias en las que la interferencia lingüística se hace presente y su dificultad para mantener su independencia, pues cohabitan de manera inevitable e inseparable dentro de cada uno y expone así mismo casos en los que la diversidad lingüística altera nuestra manera de relacionarnos y lo ejemplifica al exponer un hecho interesante a raíz de un estudio realizado en el que se vio que cuando una persona se dirige a otra en una lengua extranjera le era más fácil hacerlo si la persona a la que se dirige presenta «rasgos étnicos» de la lengua que está hablando; así que un chino hablará mejor en inglés con un estadounidense que con otro chino. Y con ello, llega da una conclusión: «para sentirse cómodo, incluso locuaz, en otro idioma se necesita la inmersión total en lo extranjero y el olvido».
Como probablemente a muchos de los reseñistas nos ocurre, la autora confiesa su dificultad en empezar un escrito, pues afirma que «cuando me dispongo a escribir algo nuevo siempre me cuesta empezar, como si no encontrara el lugar donde asentarme. Recurro, la mayoría de las veces, a un truco (…) me imagino en el otro idioma, el que no voy a usar para el texto que estoy por comenzar, y así me largo a escribir, provisionariamente (…) al rato me detengo y traduzco lo que he escrito al idioma en el que pienso escribir el resto del texto, texto que me resulta ya menos difícil ahora que el otro idioma le abrió camino».
Por todo lo expuesto, es un libro interesante pues nos hace reflexionar sobre nuestra identidad y la relación con la lengua que utilizamos y, en algún punto, me lleva a «La analfabeta» de Kristof, donde la autora abandonó su lengua materna en el momento en el que empezó a escribir, dejando sus orígenes en el trasfondo de un texto que mostraba una cara en un idioma antes extranjero. De manera similar, Molloy busca entre lenguas su identidad, porque esta la construimos también en base a una cultura formada en gran parte por la lengua con la que hablamos. Y, cuando todas interfieren en un grado similar, podemos llegar a cuestionarnos, no ya únicamente cuál de ellas es la predominantes sino también aquello que nos conforma; eso es algo que hace la autora y nos traslada al preguntarse: «después de todo, ¿en qué lengua soy?»
También de Sylvia Molloy en ULAD: Desarticulaciones, Varia imaginación
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