Título original: Des Rektors Florian Fälbels und seiner Primaner Reise nacht dem Fichtelberg / Leben des vergnügten Schulmeisterlein Maria Wutz in Auenthal. Eine Art Idylle (ahí queda eso)
Traducción: Isabel Hernández
Año de publicación: 1790
Valoración: Se deja leer
Johann Paul Friedrich Richter, allá por finales del siglo XVIII y principios del XIX, firmaba con el afrancesado pseudónimo de Jean Paul. Parece que era un tipo bastante peculiar, autodidacta, de familia pobre, y también algo especial como escritor. Empeñado, pese a sus penurias económicas, en ganarse la vida escribiendo libros, llegó a conocer un cierto éxito popular, y se mantuvo al margen del mundillo literario de la época, que no era poca cosa (Goethe, Schiller, Hölderlin, Herder). Jean Paul iba por libre, que siempre es algo estimulante, y su estilo se distanciaba de sus contemporáneos, lo que tampoco le granjeó muchos amigos y sí algunas envidias por haber sabido conectar con un respetable número de lectores.
Las obritas que tenemos a la vista son dos nouvelles de época más o menos temprana en las que se aprecian algunas de las características más definitorias de este autor. Por encima de todo, el humor, algo que quizá no encaja mucho con nuestros posibles prejuicios hacia la literatura germánica, pero que en nuestro autor es seña de identidad. Jean Paul es sarcástico, goza con el absurdo y con situaciones ridículas, y no deja pasar la oportunidad de meter las gomas a todo lo que no le resultaba simpático: los caciques rurales, el sistema educativo, algunos compañeros de profesión, la hipocresía, la mediocridad. No por casualidad los protagonistas de los dos textos son maestros, actividad que él mismo desarrolló un cierto tiempo, al parecer sin mucho entusiasmo, y son personajes a quienes su erudición les sirve de bien poco, tipo sencillos con un punto de orgullo que se mueven con más pena que gloria en un entorno que les menosprecia claramente.
En el primer relato Florian Fälbel, más bien un profesor raso, dirige a sus alumnos, o lo intenta, en una especie de campamento volante, un intento de abrirles al mundo y enseñar cosas a pie de calle y de bosque. Como se puede suponer, todo es una sucesión de peripecias relativamente divertidas en la que se pone de manifiesto la inutilidad de la empresa, resultando absurdo el despliegue de conocimientos del maestro ante la ingrata tarea sembrada de dificultades. La vida de un tal Maria Wutz, también maestro, estructura el segundo librito, con un humor algo menos corrosivo, y repleto de digresiones que lo hacen algo menos consistente.
Bajo las historias, de apariencia algo inocua, se esconden algunas de las claves del pensamiento del autor, la frustración (heredada de sus dificultades económicas) ante el favoritismo de los nobles que designaban caprichosamente a sus protegidos para los mejores puestos, y la creencia en un fondo esencial de bondad del ser humano que se trasluce en especial en el desdichado maestrillo Wutz. La sensación, sobre todo en el Florian Fälbel, deja un aroma vagamente quijotesco, ese tipo de relato itinerante durante el que van surgiendo malentendidos, burlas y situaciones comprometidas para sus protagonistas, más o menos cómicas para el lector, y la mezcla de idealismo e ingenuidad que impregna al personaje. Pero ambas obras evocan mucho más al Tristram Shandy, con su afición por la cita erudita, el tono burlesco, el circunloquio excesivo y el gusto por invitar al lector a participar en el relato. Todo hay que decirlo, con bastante menos gracia en la mano de nuestro autor germánico que en la de Laurence Stern.
En torno a los clásicos hay diferentes leyendas. La más extendida entre los no lectores defiende, sin base en nada, porque no los han leído, que son aburridos, ininteligibles, arcaicos, nada que pueda satisfacer mínimamente al lector actual. Es algo obviamente falso, porque muchos de los que calificamos como clásicos (definición aún por precisar) son, con sus peculiaridades, de lectura sencilla, con frecuencia divertidos o sorprendentes, etc., o sea, que no tienen por qué asustar a nadie. Pero también es cierto que hay autores cuyo valor literario, o histórico-literario, nadie discute, pero que puestos frente a frente del lector del siglo XXI (incluso del XX) pues eso, que son difícilmente digeribles. Incluso somos capaces de detectar sus virtudes, un estilo diferenciado, la capacidad de innovación, pero siendo honestos, como lectores de a pie que somos, a lo mejor hay que reconocer que no resultan demasiado atractivos.
Supongo que se entiende que es justamente el caso. No he disfrutado casi nada con esta lectura, he intentado encontrarle la gracia, lo he conseguido a veces, pero con cuentagotas. Y quizá lo que más me ha ayudado ha sido ese magnífico epílogo de Isabel Hernández (también traductora, y autora de las numerosas notas al pie) que glosa la trayectoria de este autor singular, explica cosas que seguro no he sido capaz de ver, y deja una buena panorámica en la que situar a nuestro Jean Paul y pistas para entenderle mejor. Un lujo cuando alguien que domina un tema se esfuerza en hacerlo llegar a quienes somos profanos.
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