Año de publicación: 2022
Valoración: Recomendable
El viejo adagio, ya saben, traduttore traditore, puede ser un buen punto de partida para meternos de lleno en uno de los nudos recurrentes de la literatura: qué es la traducción más allá de lo obvio, la trasposición de un texto de un idioma a otro, qué implicaciones tiene, cuál es el papel del traductor, su aportación a la obra que traduce. El asunto es todo un clásico, y muy del gusto además de buen número de autores que son a su vez traductores, igual que Nuria Barrios, la autora de este ensayo.
Describe el libro cómo eso que parece no ofrecer muchas dudas, verter en un idioma las ideas expresadas en otro, es algo bastante más complejo de lo que puede aparentar. Cada lengua es también una forma de ver el mundo construida a lo largo de los siglos, llena de giros, metáforas incorporadas al lenguaje, polisemias y matices que resultan poco menos que imposibles de volcar en un código diferente. En definitiva, culturas distintas que alteran los significados hasta hacer inviable una correspondencia exacta. El traductor se enfrenta entonces no a un trabajo mecánico, sino a toda una interpretación del texto, una tarea que en algún momento Nuria Barrios define como imitación, que me parece un término muy exacto.
Porque no se trata solo de encontrar esas correspondencias. Aunque felizmente se consigan encajar aquellas expresiones peculiares de uno y otro idioma, se trata de lo que en lenguaje mercantil llamaríamos la imagen fiel, lo más parecido al original en todos los aspectos, no solo léxico o semántico: cada texto tiene una cadencia, un color, emite una vibración especial, transmite sensaciones por las que un autor es inmediatamente reconocible, y todos esos rasgos de personalidad pueden perderse aunque la traducción sea técnicamente correcta. Desgraciadamente ocurre con alguna frecuencia, y el traductor se convierte entonces en el traidor que ha impedido que la esencia del texto llegue finalmente al lector.
Es otro de los aspectos de la traducción, el de filtro, a veces barrera, entre el autor y el lector. Lo que leemos realmente no es lo escrito por el autor, sino por el traductor que, de manera parecida al pacto ficcional, damos por sentado que se corresponde con lo que concebido originalmente. Pero leemos una interpretación, una adaptación, y lo que de ella nos llegue determinará sin remedio la opinión que el libro nos merece. Ese juego un poco diabólico de las dos voces lo ilustra Barrios con una de las imágenes más llamativas del libro: como traductora de John Banville, le encargan traducir el texto de su aceptación del premio Príncipe de Asturias; presente en el acto, Nuria escucha al mismo tiempo el original leído por Banville y su propia versión a través de la traducción simultánea: ¿es el mismo texto en dos lenguas diferentes, o son dos, el de Banville y el suyo? Otra cuestión a analizar, la autoría, el tanto de creatividad que se permite al traductor, o que las circunstancias le imponen, según.
Muchos asuntos para los que da de sí la figura del traductor, que casi siempre es también autor, la coexistencia y fricción entre los dos idiomas, la diferencia de interpretación de un texto no solo en función de la lengua, sino también de la época, siempre dudas y encrucijadas que hay que resolver, por lo general en plazos apretados impuestos por el editor… Problemas que hacen mella en el traductor y que Nuria Barrios desgrana poco a poco, combinando una cierta sistemática expositiva con oleadas de reflexión personal que, sin dejar de tener interés, quizá hacen perder algo de tensión al trabajo cuando la lírica adquiere un mayor protagonismo.
A cambio, para el disfrute del lector corriente quedan naturalmente las anécdotas, esas pequeñas historias ocultas en los pliegues de esta profesión: la traducción de Kafka que Borges firmó aunque reconoció no haberla hecho, la obsesión de Kundera con los errores de sus traductores, la versión china del Quijote, traducida por un tal Lin Shu… de oídas, o las peripecias (lamentables) de las traducciones del discurso-poema de Amanda Gorman para la toma de posesión de Biden. Sin duda habrá innumerables historias en torno a la traducción, la mayor parte de las cuales nunca conoceremos, y posiblemente sea mejor que no conozcamos. Porque, nos guste o no, y salvo los privilegiados que pueden leer con garantías libros en idiomas distintos del suyo propio, la mayoría de nosotros no leemos a Dostoyevski, a Kerouac, a Ibsen o a Tanizaki, sino a sus respectivos traductores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja a continuación tu comentario. Los comentarios serán moderados y solo serán visibles si los aprueba un miembro del equipo.