Año de publicación: 2022
Valoración: Está bien
Quiere la casualidad que mientras leo este libro tenga en casa a dos infectados por covid, nada que no le haya ocurrido a tantísima gente pero que me inquieta de forma quizá un poco irracional, después de dos años sacando bolas blancas. Es una absoluta coincidencia, y no creo que la situación, por lo demás nada dramática, me haya influido en ninguna medida como lector. Porque, como muy bien ilustran la cubierta y el subtítulo, lo que nos va a contar el periodista Jaime Satirso es su experiencia en Wuhan durante los primeros días de la pandemia que todavía nos acosa.
Santirso era corresponsal de El País en Pekín cuando surge la noticia del descubrimiento de un extraño virus que empieza a ocasionar problemas. Alguien del periódico le sugiere desplazarse a Wuhan, donde se ha detectado el brote, una ciudad enorme (unos diez millones de habitantes, mediana para los estándares chinos), a unos mil kilómetros al sur de Pekín. El periodista se dirige hacia el epicentro de la noticia, y casi de inmediato la población se ve sometida a medidas de aislamiento cada vez más severas, hasta quedar completamente cerrada al exterior. Satirso queda así bloqueado en el ojo del huracán, y es uno de los poquísimos extranjeros que vivirá la experiencia.
El escenario es en principio bastante aterrador: aunque he creído entender que el autor vive habitualmente en Pekín, no deja de ser un español desplazado en una urbe gigantesca al otro lado del mundo, donde queda bloqueado sin salida, justo en el lugar donde un virus ha empezado a cobrarse vidas sin que se conozca su origen ni su posible evolución. Todos los ingredientes de una película. Como buen periodista busca la noticia, mientras las crecientes restricciones apenas le permiten contactar con los pocos residentes que aceptan hablar, visita a escondidas el hospital donde se concentran la mayoría de afectados, intenta pulsar el ambiente en las calles que pronto quedarán desiertas y en los pocos supermercados que por el momento todavía permanecen abiertos.
Hablamos entonces de la crónica de sucesos muy recientes, narrados desde una localización y un momento muy concretos. Sin embargo, el relato no termina de funcionar del todo. Tenemos mucha, muchísima información sobre el problema de fondo. Han pasado dos años, sabemos cómo se ha extendido el virus, las medidas que se han adoptado para frenarlo, cuántos muertos ha habido y cómo han colapsado los hospitales, hemos consumido cientos de mascarillas, contabilizamos no sé cuántas olas, vacunas… Es como contemplar el principio de algo cuyo desarrollo conocemos perfectamente, de forma que falta el ingrediente fundamental, la incertidumbre.
No quiere decir que sea una historia sin interés. Lo tiene, es el colmo del periodismo, encontrarse en el centro de la noticia en el momento y lugar claves. Pero el problema es que lo que funciona como crónica periodística de actualidad no lo hace automáticamente como libro que se lee mucho más tarde, cuando ya tenemos todos los datos. A estas alturas no nos parece especialmente horrible que los habitantes de Wuhan estén confinados y unos cientos de personas infectadas, porque sabemos que lo estará el planeta entero. Tampoco nos impresiona mucho que Santirso tuviese miedo de contagiarse o asistiese al espectáculo insólito de calles vacías, porque todo esto lo hemos vivido nosotros mismos. Para emocionarnos a posteriori el texto debería tener mucha más intensidad, transmitir la sensación del individuo aislado en un lugar remoto por el que circula un virus misterioso que obliga a levantar hospitales en tiempo récord, la sensación de soledad, el desasosiego de quien está viviendo esa película de ficción pasada de vueltas. Tal vez Santirso es un tipo poco impresionable, o la situación tampoco daba realmente para tanto dramatismo. O simplemente no era consciente, como casi nadie lo era en ese momento cero, de que estaba viviendo el inicio de una catástrofe que se prolongaría durante años por el mundo entero.
A la hora de escribir el libro el autor se muestra sobre todo honesto y con el equilibrio del reportero que huye del sensacionalismo, se resiste a recurrir a la épica y se ciñe a lo que vivió, tal como lo sintió en su momento. Es desde luego una actitud que le honra, pero ahora estamos valorando el libro y la verdad es que, visto desde la perspectiva de 2022, hay que reconocer que queda como algo un tanto frío y diríamos sin gancho. Es lo que a veces tiene la honradez, se valora pero a lo mejor vende peor. Al menos le quedará el consuelo (que no será poco) de que aquella experiencia debió suponerle un considerable éxito a nivel periodístico.
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