Título original: A Mountain of Crumbs
Año de publicación: 2010 (En castellano: 2019)
Valoración: Bastante recomendable
Una abuela sufre porque su nieta más pequeña llora ante
el plato casi vacío. No tiene más para darle, no le puede llenar el estómago pero sí puede colmar su mirada. El hambre será la misma pero la niña no tendrá
delante un trozo de pan seco y un terrón de azúcar sino dos platos, en uno un
montón de migajas, en el otro una montañita de azúcar machacado, tardará más
tiempo en pellizcar una a una todas esas menudencias y el engaño la mantendrá
contenta hasta que su estómago vuelva a quejarse. Son estratagemas de la
pobreza, presente en todas las sociedades, pero de la que se puede hablar con
libertad, a no ser que el fingimiento (vranyo) constituya la base de la
convivencia (“Oculta tus pensamientos –decía siempre mi abuela– lo que llevas
dentro no lo puede tocar nadie”). Esta es la historia de la infancia y
primera juventud de la autora, nacida en 1955 en el Leningrado soviético y
criada en una hipocresía que detesta. Por eso, desde que tiene uso de razón su único
objetivo es escapar y, de alguna forma más o menos consciente, a sus diez años
pone en marcha un plan, banal en apariencia pero, tal como su padre intuía, muy
inteligente: aprender inglés, el idioma del capitalismo.
A través de los perspicaces ojos de una niña y de una adulta
joven, Gorokhova nos muestra cómo fueron las décadas de los 60-70 del siglo
pasado en su país natal y sus precedentes: la Segunda Guerra Mundial basándose
en las experiencias maternas. Y lo hace narrando hechos concretos, reviviendo
situaciones, describiendo lugares y objetos, pero también, y de forma muy relevante,
a través de metáforas. (“Qué extraño, me digo, que una palabra inglesa no
tenga traducción. ¿Significa eso que los ingleses saben algo que nosotros no
sabemos? ¿Acaso la misteriosa “privacidad” es un invento del capitalismo occidental,
algo que a nosotros, herederos únicos de un brillante futuro, nos falta?”) Esa
perspectiva, al principio necesariamente ingenua y luego cada vez más cínica
según sus propias palabras, tiene su dosis de amargura, ciertamente, pero también
de nostalgia y de un amor incuestionable al país y a la ciudad donde nació, sus
monumentos, la naturaleza, estaciones del año, seres queridos, primeras
experiencias y aprendizajes, en fin, todo lo que le ha conformado como la
persona que es. No hay que dejarse engañar por esa costra crítica, difícil de disolver
para el lector pero que encubre un evidente sentimiento de pérdida. Este es el
elemento común a todos los relatos de inmigración. Pero, aunque estas memorias
terminan con su partida y por tanto el asunto del desarraigo queda fuera de
foco, el sentimiento de pérdida que siente la mujer que escribe, ya en la
madurez, su apego a todo lo que dejó atrás queda patente a poco que sepamos
leer entre líneas. El exilio le ha proporcionado un bienestar y una libertad de
movimientos a los que no renunciaría por nada, ni siquiera por recuperar esas
raíces que se arrancó de cuajo en su momento, pero la herida permanece más
fresca de lo que querría reconocer y reconocerse.
Esto es tan incuestionable como que la trayectoria de
Rusia y la de Elena/personaje están tan indisolublemente unidas, piel con piel,
como dos siamesas, y eso hace imposible separarlas: (“Nacida tres años antes
de que Rusia se convirtiera en la Unión Soviética, mi madre acabó siendo un
reflejo de mi patria, autoritaria, protectora y difícil de abandonar”). Las
peripecias que se narran en este relato de iniciación no muestran una historia
individual sino la idiosincrasia e historia del país filtrándose a través de sus
pensamientos. Cada reflexión, sentimiento o anécdota son el reflejo de unas
circunstancias que no puede cambiar y que levantan ampollas en lo más hondo de
sí misma. Su clarividencia, la fuerza de esas vivencias, el valor de universalidad
que es capaz de atribuirles nos interesa y conmueve de principio a fin y a la
vez le otorgan un carácter épico.
Amena, divertida, acida, sensible, ferozmente iconoclasta,
sarcástica, precavida en su atrevimiento, así es la protagonista de esta
biografía y la biografía en sí misma. Gorokhova ha necesitado muchos años para encontrar
el enfoque adecuado a un texto catártico cuya existencia era más que necesaria.
Pero queda algo más: la traducción, sería injusto olvidarme de ella. Solemos
decir que un buen traductor es el que no se deja ver, y es la pura realidad en
la mayor parte de los casos. Aquí, sin embargo, hacía falta una mano amiga que
nos acompañara en nuestra trayectoria, nos explicara el significado de objetos,
costumbres y dichos, fuera dándonos pistas en el mismo cuerpo de la obra sin
necesidad de consultar montones de notas a pie de página. Y eso está logrado. Una
lectura que fluye sin tropiezos superando barreras culturales, como si esa
mujer que nos habla estuviera aquí mismo, al otro lado de una taza de café.
Traducción: Carles Andreu
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