Título original: My year of rest and relaxation
Año de publicación: 2019
Traducción: Inmaculada C. Pérez Parra
Valoración: recomendable
Pasa un poco con esas novelas cuyos entusiastas disponen de medios de amplificación de sus opiniones. Apenas hace un par de años, era como un clamor: excelente novela, voz de una generación, ejemplo de narrativa que crece en la memoria, que muestra numerosas capas, etcétera, que a grandilocuentes no se les va a ganar a ciertos críticos que, sin escribir desde el púlpito, pero casi, actúan de percutores de la industria editorial y descubren una maravilla cada mes, vamos, cada dos.
Lo digo porque la anterior novela de la joven escritora (Mi nombre es Eileen) ya me pareció mucho menos de lo que se decía, y esto me ha vuelto a suceder con Mi año de descanso y relajación. Que me parece una novela interesante, bien escrita y desarrollada, marcada por esa especie de aura de simbolismo que desprende una sensación de estar hablando no solo de una persona sino de toda una generación. En este caso, la anterior al 11-S, filón que acude de forma repetitiva incluso dos décadas más tarde y aunque sea de forma muy sutil y puntual. La protagonista, de la que no sabremos el nombre (sí de sus amigos y sus relaciones laborales) ha recibido una herencia suculenta tras la muerte casi seguida de sus dos padres y ha decidido aparcar su carrera profesional (en el mundo del arte, relacionándose con algunos de esos performers tan dados a las exhibiciones de dudoso gusto) y tomarse un año en el que planifica, con la ayuda de una psiquiatra que la dota de un arsenal de recetas que convierten algunos pasajes del libro en una suerte de vademécum con profusas descripciones de los efectos de una retahíla de medicamentos, básicamente antidepresivos e inductores del sueño, pues de eso se trata: quiere, ergo puede permitirse, pasarse un año de cura de sueño, someter su organismo a una especie de reset que implicará renuncia a trabajo, amistades, parejas, ya no digamos lo material, pues ha estado empleando el dinero en toda clase de objetos tan caros como escasamente útiles.
Y ese es el pequeño hándicap. No acaba de cuadrarme cómo se representa a una generación partiendo de una situación tan poco común. Quizás se trata de exponerla como una especie de hipérbole descomunal que represente a ese mundo feliz y burbujeante del año 2000, antes de lo del World Trade Center, de las hipotecas sub-prime, de la pandemia, y que por tanto puede interpretarse como una exhibición de la clase de frivolidad que merece ser cortada de cuajo, o como una especie de apelación diferida a ciertas esencias de la espiritualidad y de la austeridad, como reacción a los excesos y la aceleración en que el mundo estaba sumido, cosa que tampoco acabaría de cuadrarme demasiado. Puede que me haya quedado en alguna capa demasiado superficial, pero la protagonista y su repentina renuncia a todo aquello que el mundo le ha brindado hasta ese entonces, solamente pendiente de la próxima dosis de fármacos que la quiten de la circulación durante unos cuantos días, anhelando una catarsis que la libere de no se sabe muy bien qué (vacuidad consumista, relaciones tóxicas, amistades con dudosos trasfondos) no me acaba de convencer como personaje a abanderar nada. Sin desmerecer una brillante ejecución y un planteamiento valiente sin polémicas estúpidas. Pero no sé cuántas personas reales pueden verse reflejadas en esta novela, o sumidas en algo parecido a esta parábola.
También de Ottessa Moshfegh en ULAD: Mi nombre era Eileen
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