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jueves, 28 de octubre de 2021

Henri Focillon: Elogio de la mano

Idioma original: francés

Título original: Éloge de la main

Traducción: Silvia Alemany

Año de publicación: 1934 (edición de 2021)

Valoración: Bastante recomendable


Esto del elogio tiene ya algo de subgénero, porque se ven por ahí títulos de distinto pelaje que incorporan el sustantivo. Quizá el más brillante (porque Erasmo jugaba en otra Liga) y próximo por la temática al que nos referimos ahora sea el famoso Elogio de la sombra de Tanizaki, aunque también son patentes las diferencias: la sombra era allí una sinécdoque de la estética japonesa, y por tanto el objeto era más amplio en lo conceptual y más estrecho en lo geográfico. Focillon toca un tema universal, aunque constreñido, al menos a partir de un determinado momento, al mundo del arte. La mano, ya saben, donde terminan las extremidades superiores, abriéndose en cinco deditos con los que los humanos hacemos un  montón de cosas. Una de ellas (era inevitable decirlo), aporrear un teclado para escribir, pongamos por caso, una reseña.

M. Focillon empieza, como debe ser, por lo genérico, por lo externo, refiriéndose a la expresividad de la mano, a su capacidad para adoptar formas y posturas, para desempeñar funciones completamente diversas. La mano humana es la manifestación de una forma superior de vida. Pero nuestro autor es un célebre historiador y crítico de arte, y rápidamente se aproxima a ese mundo. La mano es entonces el instrumento por el cual el hombre pasa del sueño a la realidad: se pueden soñar o imaginar muchas cosas, pero es la mano la que transforma esas visiones en algo material, plástico, que se puede mostrar a otros. La mano es en definitiva ni más ni menos que el presupuesto fundamental del arte.

El texto, por lo demás muy breve, se vuelve emocionante cuando Focillon se interna en el mundo del dibujo. El dibujo, en su aparente austeridad de medios, es algo que cautiva siempre a los grandes estudiosos del arte, como se puede ver también en Gombrich, por ejemplo. Y la razón no puede ser más que la inmediatez, mayor que en cualquier otra disciplina, entre la mano del artista y el resultado de su acción. El dibujo incorpora la gestualidad del autor, su pulso, su movimiento peculiar. El trazo, la mancha, la incorrección o la soltura que se pueden apreciar son una conexión directa entre el artista y el espectador.

Y por esos terrenos va transitando nuestro libro, con puntuales pinceladas de erudición que se referirán al antiguo Egipto, a Rembrandt, a la Edad Media o a William Blake; pero de ninguna manera es un trabajo de esos que llamamos sesudo. Es un texto más bien íntimo, donde domina la emoción de quien está disfrutando de un hallazgo, de algo fundamental en el ser humano que seguramente no ha recibido la atención merecida. Una pequeña disertación, como una charla entusiasta, sin pausas ni esquema, la reflexión de un autor acostumbrado a profundizar en las cosas y a buscar el detalle que los demás no somos capaces de identificar. Un texto inteligente a la vez que sentido, algo que nos llenará apenas un trozo de tarde proporcionando la agradable sensación que dejan lo bello y lo importante. 


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