Idioma original: danés
Título original: Barndom. Ungdom. Gift.
Traducción: Maria Rosich Andreu (ed. en catalán) y Blanca Ortiz Ostalé (ed. en castellano)
Año de publicación: entre 1967 y 1971
Valoración: muy recomendable
Título original: Barndom. Ungdom. Gift.
Traducción: Maria Rosich Andreu (ed. en catalán) y Blanca Ortiz Ostalé (ed. en castellano)
Año de publicación: entre 1967 y 1971
Valoración: muy recomendable
Hay relatos que conmueven, pues no únicamente están narrados con un estilo preciso y cuidado que llega al lector, sino también por la propia historia contada. Y sí, se ha hablado muchas veces de la literatura del yo (y en muchas tantas ocasiones se ha infravalorado), pero ¿por qué deberíamos dar más valor a una vida ficticia que a una vida real? ¿Por qué aceptamos como lectores que nos cuenten vidas de personajes imaginados mientras que recelamos de las de los propios autores? A fin de cuentas, todo son experiencias narradas ya hayan vivido en nuestro mundo o en el imaginario de sus autores.
En este libro autobiográfico, la prolífica autora Tove Ditlevsen hace un recorrido vital desde su infancia hasta una edad avanzada que no se especifica en el relato, pero que nos sitúa en un punto final donde ya apunta lo que acabará siendo su trágico destino, a manos de una muerte autoinfligida en un suicidio por sobredosis de pastillas. Así, esta obra se estructura en tres volúmenes diferenciados correspondientes a «Infancia», «Juventud» y «Dependencia» (editados de manera independiente en su versión original).
En el primer volumen, la autora retrata una infancia marcada por una profunda falta de amor, comprensión y estima principalmente por parte de su madre, alguien que la propia autora define como «bonita, inalcanzable, solitaria y cargada de pensamientos secretos que yo nunca conocería», una mujer «distante y enigmática» con quien tiene un trato frío y áspero, confesando que «mi relación con ella es íntima, dolorosa y frágil, y siempre ando buscando alguna señal de amor. Todo lo que hago, lo hago por complacerla, para que sonría, para desvanecer su ira»; con esta frialdad, la autora profesa la tremenda soledad que vive en su hogar, pues el día a día se resume en que «mi padre se había ido a trabajar y mi hermano estaba en la escuela. Entonces mi madre estaba sola, a pesar de que yo también estaba». Y un padre, con buena intención, pero carente de afecto, que «no se dirige a mí por iniciativa propia, porque no sabe qué decir a las niñas pequeñas»; alguien de quien afirma que, en contraposición con una madre que «la pegaba a menudo y fuerte», «mi padre no me pegaba nunca. Al contrario, era bueno conmigo. Todos los libros de mi infancia eran suyos (…) A pesar de todo, yo no sentía nada especial por él (…) Yo era la niña de mi madre y Edvin el niño de mi padre, y eso era una ley natural inmutable»; un padre con trabajos mal pagados que les llevó a pasar en varias ocasiones por apuros económicos. Un padre con una visión totalmente diferente sobre el futuro que esperaba a sus hijos, pues «las niñas no pueden ser poetas» a lo que ella, de manera reivindicativa y a la postre certera, afirma que «alguna vez escribiré todas las palabras que fluyen dentro de mí. Alguna vez otras personas las leerán en un libro y se sorprenderán de que las niñas sí pueden ser poetas» (una declaración que recuerda muchísimo a lo que escribió Siri Hustvedt en «Recuerdos del futuro»).
De esta manera la autora nos retrata su infancia, una infancia difícil que ya la propia autora asevera con rotundidad al decir que «la infancia es larga y estrecha como un ataúd, y no puedes escapar de ella tu sola (…) no puedes escapar de la infancia, la llevas pegada como la peste (…) te gires hacia donde te gires chocas con tu infancia y te haces daño, porque es angulosa y dura y no se termina hasta que te ha destrozado completamente». Una infancia en la que únicamente los libros y sus poemas presentan una vía de escape, el mundo infinito que encuentra cuando le dan permiso para acceder a la biblioteca y que expande y extiende a través de la escritura de poemas porque «a pesar de que a nadie le importen necesito escribirlos, porque amortiguan la tristeza y los anhelos de mi corazón».
En esta narración de su propia infancia se observa claramente el estilo de Ditlevsen: duro, muy duro, marcado por una infancia que recuerda con dureza, como una obligación y un infierno más que como un camino lleno de esperanzas. Aquí la única esperanza que transmite es la de que la infancia acabe, porque no sirve prácticamente para nada, únicamente para ser ignorada, maltratada, porque «siempre pienso que mi mare no me amará hasta que yo sea adulta (…) mi infancia la enoja tanto como a mí».
La autora sabe transmitir esa sensación de desamparo, de un gran abismo afectuoso del que solo se puede apartar momentáneamente cuando todos olvidan que existe. Esta es la dureza que hábilmente rezuman unas páginas llenas de impactantes y precisas frases que sin tapujos ni paliativos nos muestran una infancia triste y maltrecha. Una infancia llena de vacíos emocionales, de cierta hambruna y apetito, un apetito físico, pero también creativo, con su libro de poemas escritos a escondidas, un “lugar” donde depositar sus esperanzas y sus deseos, un espacio en el que poner sus expectativas a la altura de una calidad que ya de joven aventuraba que algún día destacaría hasta poder vivir de ella. El resto de su infancia, simplemente habitada por amistades casuales, tristeza, soledad, y tres meses de difteria que la dejarían con tanta anemia física como moral.
En «Juventud», la autora nos narra sus inicios en el mundo laboral, un mundo mal pagado y que le deja poco tiempo libre para leer o escribir, pero en el que, gracias a conocer a algunas personas que llegarían a ser clave en su vida, empieza a tener sus primeras relaciones sentimentales, muy vinculadas en su mayoría a los libros; su real y única pasión. Una juventud que, aunque deseada, le provoca insatisfacción y cierto desamparo en el siempre difícil paso a la edad adulta; un estado temporal en el que se siente pérdida y fuera del mundo, en el que «todo cambia sin parar, la único que permanece es el mundo de mi infancia». Pero, a pesar de cierto desánimo, empieza a encontrar un lugar en su mundo literario, con ciertos intentos en el teatro, pequeños encargos no retribuidos para escribir alguna canción de cumpleaños, algún poema, u otros pequeños actos para dirigirse al mundo de la creación literaria, su única pasión que confiesa afirmando que «no sé por qué tengo tantas ganas de que se editen mis poemas para que la gente con sentido poético pueda gozar con ellos. Pero lo quiero. Es hacia donde avanzo por caminos oscuros y tortuosos. Es lo que me da fuerzas para levantarme un día tras otro e ir a la oficina de la imprenta». Una juventud de la que, como la infancia, no siente que le aporte nada, y que aborrece afirmando que «mi juventud no es más que un defecto y un obstáculo que quiero sacarme de encima lo más pronto posible».
De esta manera, en esta segunda etapa vital, la narración destaca por ofrecer una visión terriblemente arrebatadora por la escritura, no únicamente como vía de escape de la autora, sino como un sueño que se eleva por encima de su reducido mundo; la poesía se convierte en centro y a la vez horizonte de su vida, estableciendo y construyen un pilar en torno a ella que deberá sustentarla y arraigarla a un mundo que se le antoja algo ajeno a sus deseos, aspiraciones e incluso manera de ser y ver la vida porque «la familia no entiende nunca a los artistas (…) los artistas solo se tienen los unos a los otros». Son esas edades tempranas cerca de los veinte años donde todo es posible, aunque parezca justo lo contrario, y donde la tenacidad, la determinación y la (casi) obsesión en la poesía se transforman en una persecución de determinación inquebrantable hacia la consecución de su más preciado deseo: dar a conocer al mundo su poesía.
Ya en su tercer volumen, «Dependencia», la autora nos relata sus diferentes matrimonios, el primero de los cuales con una edad aun muy joven y con alguien con quien «es como si antes de casarnos yo nos hubiéramos dicho todo lo que teníamos que decirnos y hubiéramos gastado todas las palabras que hubiéramos tenido que hacer durante los próximos veinticinco años». Es en este último tercio de libro entramos en su fase más “desencantada” donde sus inseguridades afloran mientras marchitan sus relaciones, llenas de dudas y reservas, de seguir los caminos marcados por las huellas de otros, dejándose llevar o arrastrar por la vida si tener en cuenta los deseos que van más allá de su ambición literaria. El tono en esta parte entra en el desencanto y el desánimo, la decadencia de una vida que, a pesar de ser aún joven, pierde el encanto de una juventud no aprovechada ni comprendida, y que se llena de matrimonios por la dependencia emocional de quien necesita a alguien a su lado, alguien a quién agarrarse para conseguir llegar donde quiere, o incluso donde teme.
Esta última parte del libro es realmente dura, donde la autora expone sin tapujos su caída a los infiernos tras una dura dependencia a las drogas, que únicamente y de manera puntual la escritura de un nuevo libro la mantienen a flote, pues la droga le obnubila y le adormece y eso es algo que no puede permitirse, porque «si mi vida se complica no podré trabajar, y cada vez soy más consciente de que lo único que me sale bien, lo único para lo que realmente tengo habilidad, es formar frases y combinaciones de palabras y escribir estrofas sencillas de cuatro versos». Así, el retrato de la vida de Tove queda completo y sometido a la dependencia que sintetiza el título de esta tercera parte: una dependencia al amor y al matrimonio, una dependencia a la escritura y una dependencia a las drogas, quizás para evadirse de una vida que no le satisface, de la que se siente ajena y poco merecedora, y en cierto punto incluso impostora. Una adicción soportada y fomentada por su propio marido que la atan a él hasta el punto de afirmar que «quiero vivir siempre así, no tengo ninguna necesidad de volver a experimentar con la realidad».
Estas páginas finales son de auténtico horror, el horror de ver cómo la vida desaparece delante de uno, aún y permaneciendo vivo. Días y noches que se mezclan, voces de hijos que apenas reconoces. Un infierno en vida que te tienta y te absorbe, y solo puedes notar su calor, intenso y eterno, y arroparte en él antes de caer en el sueño eterno en el más oscuro y solitario de los avernos.
Es de celebrar que finalmente las editoriales hayan apostado por publicar la obra de esta autora y espero que este sea el primero de muchos, pues su obra cuenta con muchos conjuntos de poemas, novelas y relatos cortos que, vista la calidad de la autora, seguro que bien valen una lectura. A pesar de que la misma nos lleve a lugares en los que nos aterra llegar, ni aunque sea momentáneamente.
También de Tove Ditlevsen en ULAD: Las caras
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