Idioma original: inglés
Título original: Mason and Dixon
Año de publicación: 1997
Traducción: Jordi Fibla
Valoración: árboles que no dejan ver el bosque
Aquí me tenéis, de nuevo, rindiendo tributo al ex-compañero y fundador del blog al que (mucho antes de la pujante "bastante recomendable") no le gustaban las etiquetas que se salían de un casi numérico criterio de valoración.
Y aquí me tenéis, de nuevo, poniendo a prueba mi resistencia con un cuarto intento (el más prolongado en extensión, y cuidado que aún no descarto subir la apuesta con el célebre arco iris) de descifrar los códigos que, me reafirma lo leído en el esplendoroso libro de Eduardo Lago, contiene la obra de Pynchon, códigos que convierten a Pynchon, si el organismo le aguanta y los raritos de la Academia se marcan el detalle, en uno de esos constantes candidatos al Nobel.
Y aquí me tenéis de nuevo (fin de la anáfora) incapaz, a pesar de mi capacidad de brega y mi creciente experiencia con los autores difíciles, incapaz, dije que se acababan las anáforas, ¿verdad?, de descodificar del todo esas novelas, porque Mason y Dixon ha sido agotadora por lo extensa, 958 páginas en el ejemplar que he leído, aunque llevadera en su dinámica de lectura: uno comprende tan pronto - echad la culpa al post-modernismo- que el libro se va a alejar de los parámetros narrativos convencionales que interrumpir su lectura (dado que - ya os hablé del coordinador - este blog no puede esperar tres meses a que yo acabe un libro para aportar una reseña) y acudir a otros libros, acaba sin representar inconveniente alguno. Así es Pynchon, perdiendo tanto al lector, que es comprensivo con que el lector decida perderse solo. Porque los cientos de personajes y situaciones que pueblan el libro, de la forma más anárquica y con los dos únicos hilos de una supuesta narración de las andanzas, en el entorno de la tradición oral, y la propia historia contada, la de un agrimensor y un astrónomo que, por encargo de la Royal Society, van a trazar la línea fronteriza entre los estados de Pennsylvania y Delaware, allá por la segunda mitad del siglo XVIII, esos cientos de personajes con procedencias y nombres extraños no son para memorizarlos ni para retener mentalmente en qué estado quedan conforme avanza la lectura. Esto que acabáis de leer va a ser lo más parecido a una sinopsis que vais a leer en esta reseña, que voy a intentar que ni se extienda ni se reitere.
Porque está claro que intentar abarcarlo todo sería estúpido: Mason y Dixon es la creación de un escritor meticuloso que no comete un error en ninguna frase, cuyos párrafos más floridos (los hay a cientos) servirían de ejemplos rutilantes para cualquier virtud literaria objetiva; así son de imaginativos, de ricos en expresiones, en rigor histórico, en ambición. Cada capítulo, más de 70, parece una escena concluyente en un opus planificado, parece, para mostrar un momento clave en el nacimiento de esa gran nación tan cohesionada y poderosa que se atreve a asignarse a sí misma la representación de todo un continente. Algunos personajes son extraídos de la realidad y les es asignada su participación en hechos para que cuadren con esa gran historia subyacente, la de un par de tipos llevando a cabo el encargo y encontrándose gente a su paso, ya desde su salida en barco desde Inglaterra. Parece ser que el complemento perfecto para disfrutar del libro es empaparse bien de la historia de la época y reconocer a alguno de los personajes (supongo que eludiendo a la pata mecánica que vuela a toda velocidad y al reloj que habla, antes del iWatch) en los cometidos reales que les ha deparado la historia. Pero es curioso, tantas páginas, y mi lectura del libro no me ha deparado empatía con sus protagonistas. No puedo decir que los he comprendido cuando a duras penas he llegado a distinguirlos. Supongo que es premeditado, que Pynchon (mencionemos otra vez el post-modernismo, venga) no quiere estructuras narrativas clásicas. Que sus referencias a personajes como si le conociéramos de toda la vida (cuando irrumpen en cualquier momento) no son más que finas alegorías a la imprevisibilidad y a la propia complejidad de las sociedades. Vale, aceptemos eso y renunciemos a parámetros clásicos. Mason y Dixon, planteada esa circunstancia, es legible, es disfrutable, deleitable y placentera, incluso el final, las últimas páginas, que parecen desarrollar una conclusión de tono solemne. Disfrutable en sus partes, en frases y párrafos, pero casi refractario en su conjunto, cuando nos preguntamos si ese esplendor en la forma combinado con esos conceptos subyacentes en el fondo no son muros ante el lector, más que puentes hacia el lector, cuestión que me temo que no soy capaz de dilucidar,
Porque está claro que intentar abarcarlo todo sería estúpido: Mason y Dixon es la creación de un escritor meticuloso que no comete un error en ninguna frase, cuyos párrafos más floridos (los hay a cientos) servirían de ejemplos rutilantes para cualquier virtud literaria objetiva; así son de imaginativos, de ricos en expresiones, en rigor histórico, en ambición. Cada capítulo, más de 70, parece una escena concluyente en un opus planificado, parece, para mostrar un momento clave en el nacimiento de esa gran nación tan cohesionada y poderosa que se atreve a asignarse a sí misma la representación de todo un continente. Algunos personajes son extraídos de la realidad y les es asignada su participación en hechos para que cuadren con esa gran historia subyacente, la de un par de tipos llevando a cabo el encargo y encontrándose gente a su paso, ya desde su salida en barco desde Inglaterra. Parece ser que el complemento perfecto para disfrutar del libro es empaparse bien de la historia de la época y reconocer a alguno de los personajes (supongo que eludiendo a la pata mecánica que vuela a toda velocidad y al reloj que habla, antes del iWatch) en los cometidos reales que les ha deparado la historia. Pero es curioso, tantas páginas, y mi lectura del libro no me ha deparado empatía con sus protagonistas. No puedo decir que los he comprendido cuando a duras penas he llegado a distinguirlos. Supongo que es premeditado, que Pynchon (mencionemos otra vez el post-modernismo, venga) no quiere estructuras narrativas clásicas. Que sus referencias a personajes como si le conociéramos de toda la vida (cuando irrumpen en cualquier momento) no son más que finas alegorías a la imprevisibilidad y a la propia complejidad de las sociedades. Vale, aceptemos eso y renunciemos a parámetros clásicos. Mason y Dixon, planteada esa circunstancia, es legible, es disfrutable, deleitable y placentera, incluso el final, las últimas páginas, que parecen desarrollar una conclusión de tono solemne. Disfrutable en sus partes, en frases y párrafos, pero casi refractario en su conjunto, cuando nos preguntamos si ese esplendor en la forma combinado con esos conceptos subyacentes en el fondo no son muros ante el lector, más que puentes hacia el lector, cuestión que me temo que no soy capaz de dilucidar,
Eso sí: aún no me he enterado qué pintaba el perro hablando.
Uf, no lo sé. En materia de postmodernismo hay autores que tienen la habilidad de manejar a su aontojo cualquier estructura narrativa, pero a la vez te ofrecen una historia clara. No he leído este libro (otros sí), pero por la reseña parece primar mucho más la forma que el fondo. Pienso en Barth y es bastante más disfrutable.
ResponderEliminarDe todas formas habrá que intentarlo. Un saludo.
La novela experimental es un insulto al lector,una perversion de la novela.
ResponderEliminarSoy el anónimo del primer comentario (por una cuestión de vagancia no utilicé la cuenta).
ResponderEliminarCreo que la novela experimental, bien hecha, es una sensación que no vas a tener con ningún otro tipo de novela. A mi gusto prefiero que el experimento se condicione para la historia, y no al revés, pero entiendo ese deslumbramiento por abarcar todo y quedarse apenas con algo. Eso sí, ojo con sentirse inteligente por sentirse tonto (no digo que le haya pasado a Francesc, va por ciertos elogios de personas con ¿poco?criterio).
Saludo.
Sin haber leído Mason & Dixon, confieso que sentí sensaciones parecidas a las expresadas en la reseña al leer Vicio propio y Al límite. Pynchon escribe así, obliga al lector a resignarse a no saber bien quiénes son sus personajes o de qué trata la novela. Se disfruta, o no, según el lector, el día de la semana o el mes, la temperatura ambiente o el precio de la lechuga en la verdulería de la esquina. En mi caso, he disfrutado su lectura mayormente.Y estas 958 páginas están almacenadas en mi Kindle, a la espera de un momento propicio para emprender la gran aventura de leerlas.
ResponderEliminarEl Puma
Yo lo intenté hace años con El arcoiris de la gravedad y no pude... pero algún año volveré a intentarlo, aunque no por ahora. Aparte de las muchas lecturas atrapantes pendientes, en mis estantes tengo otros cuantos tochos/ experimentos literarios/muros de letras a los que intentar hacer frente (sin conseguirlo, seguramente) antes que acercarme de nuevo a esto.
ResponderEliminarMi próximo intento de hazaña será Osvaldo Lamborghini. A ver que pasa.
Seguramente mi próximo Pynchon será éste o El arco iris de la gravedad.
ResponderEliminarAunque lo dejaré para más adelante porque aún tengo reciente Vicio propio, otro libro delirante, en la línea del autor, pero a mi modo de ver más flojo que La subasta del lote 49.
Sería de agradecer que fuesen menos tochos los libros de Pynchon porque meterse 1000 páginas no es moco de pavo...
Saludos
Gracias por los comentarios. Al margen de lo que uno pueda pensar sobre novela experimental, he de reconocer que no se me quitan las ganas de indagar (debidamente satisfechas de forma exporádica) sobre estas obras y estos autores. Eso sí, los momentos de abordarlos deben ser seleccionados con suma cautela. Recientemente probé con otro y cierto libro me rechazó a las 70 páginas.
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