Idioma original: inglés
Título original: The end of eternity
Año de publicación: 1955
Traducción: Fritz Sengespeck
Traducción: Fritz Sengespeck
Valoración: recomendable
A pesar de la mala calidad, no he podido evitar reproducir la imagen de la portada de la edición de Martínez Roca que fue la que leí de esta novela: por primera vez, hace de ello unas tres décadas. A costa de hacerme pesado, recuerdo que la portada, de un entrañable tono kitsch, me recordaba más bien a las películas subidas de tono de los últimos 70, y que, en un arrebato de pudor, forré el libro en una tonalidad neutra. La portada, entonces, me parecía equivocada y sonrojante.
Sin ser un entusiasta del género, se me ocurren unas cuantas películas que beben parcial o totalmente de lo planteado en este libro: viajes en el tiempo atrás y adelante (nada, unos cientos de siglos), con el objeto de actuar quirúrgicamente sobre hechos del pasado, calculando su repercusión en el futuro. Con sus conceptos, sus cálculos, sus figuras, este es Asimov a pleno rendimiento. Lo cual no deja de ser un estímulo algo relativo, pues lo que tiene la ciencia ficción de libertad creativa lo tiene de limitación literaria cuando se tiene que sujetar a cierta rigidez formal. Todo parece tener que ser muy grave y muy trascendente y ese requisito oficioso aporta cierta solemnidad.
El fin de la eternidad podría ser un ejemplo paradigmático por cuanto su premisa inicial no puede ser más sugerente: un mundo en el que los viajes en el tiempo son posibles y no solo eso. Son aprovechados para efectuar los retoques necesarios con objeto de mejorar la realidad del futuro que entonces será presente. De esos cambios se ocupan los ejecutores, y Harlan es uno de ellos, un tipo que viaja entre siglos y provoca, previos severos análisis, los ajustes que provocarán problemas en el futuro. Para ello usa una especie de cabina o cápsula y sus viajes llegan (no es cuestión de quedarse corto, esto es sci-fi) hasta el siglo 111.000 si eso hace falta. En ese mundo donde unos cuantos han sido privilegiados con la condición de eternos, Harlan calcula los cambios y cómo sus consecuencias se extienden al futuro. Puede evitar una guerra provocando que alguien no llegue a tiempo a una reunión o puede generar el hallazgo casual que haga que un investigador avance en algún descubrimiento.
Pero el amor. Ah, el amor. Si la fe mueve montañas el amor no va a mover siglos. Harlan cae rendido ante los encantos de Noys, una atractiva mujer que le han puesto de señuelo para ver si su inquebrantable rigor profesional es susceptible de tener fisuras. Entonces Harlan descubre que cualquier cambio en el pasado puede alejarle de la situación en la que ha sido capaz de seducir a esa mujer. Y decide traicionar a la Eternidad y hacer lo posible para que eso no suceda.
Un planteamiento audaz, a la vez solemne y algo ingenuo. Que funciona muy bien hasta, más o menos, las tres cuartas partes del libro. Y seguramente sea un peaje que ha de pagar la ciencia ficción para evitar descender a los abismos de la pura fantasía. Las cosas han de cuadrar, y el último cuarto del libro se convierte en algo lioso e intrincado en aras de ese objetivo, de que el lector lo vea todo como coherente y rayano con lo posible (solamente hay que desestimar eso de que el tiempo es lineal, bastante sencillo), con lo cual empiezan a intervenir diferentes elementos (científicos que participan en la creación de la Eternidad, teorías conspirativas y líos varios con unos miles de siglos arriba y abajo, el tabú de encontrarse a sí mismo en el futuro o en el pasado y llegar a verse, etc.) cosa que dificulta la comprensión del texto en sí hasta que la narración toma un rumbo casi policial que permite un final rotundo aunque algo decepcionante.
El fin de la eternidad podría ser un ejemplo paradigmático por cuanto su premisa inicial no puede ser más sugerente: un mundo en el que los viajes en el tiempo son posibles y no solo eso. Son aprovechados para efectuar los retoques necesarios con objeto de mejorar la realidad del futuro que entonces será presente. De esos cambios se ocupan los ejecutores, y Harlan es uno de ellos, un tipo que viaja entre siglos y provoca, previos severos análisis, los ajustes que provocarán problemas en el futuro. Para ello usa una especie de cabina o cápsula y sus viajes llegan (no es cuestión de quedarse corto, esto es sci-fi) hasta el siglo 111.000 si eso hace falta. En ese mundo donde unos cuantos han sido privilegiados con la condición de eternos, Harlan calcula los cambios y cómo sus consecuencias se extienden al futuro. Puede evitar una guerra provocando que alguien no llegue a tiempo a una reunión o puede generar el hallazgo casual que haga que un investigador avance en algún descubrimiento.
Pero el amor. Ah, el amor. Si la fe mueve montañas el amor no va a mover siglos. Harlan cae rendido ante los encantos de Noys, una atractiva mujer que le han puesto de señuelo para ver si su inquebrantable rigor profesional es susceptible de tener fisuras. Entonces Harlan descubre que cualquier cambio en el pasado puede alejarle de la situación en la que ha sido capaz de seducir a esa mujer. Y decide traicionar a la Eternidad y hacer lo posible para que eso no suceda.
Un planteamiento audaz, a la vez solemne y algo ingenuo. Que funciona muy bien hasta, más o menos, las tres cuartas partes del libro. Y seguramente sea un peaje que ha de pagar la ciencia ficción para evitar descender a los abismos de la pura fantasía. Las cosas han de cuadrar, y el último cuarto del libro se convierte en algo lioso e intrincado en aras de ese objetivo, de que el lector lo vea todo como coherente y rayano con lo posible (solamente hay que desestimar eso de que el tiempo es lineal, bastante sencillo), con lo cual empiezan a intervenir diferentes elementos (científicos que participan en la creación de la Eternidad, teorías conspirativas y líos varios con unos miles de siglos arriba y abajo, el tabú de encontrarse a sí mismo en el futuro o en el pasado y llegar a verse, etc.) cosa que dificulta la comprensión del texto en sí hasta que la narración toma un rumbo casi policial que permite un final rotundo aunque algo decepcionante.
Por alguna razón, la parte del argumento que habla del señuelo -y alguna otra que mencionas en la reseña- me recuerda de manera vaga a Stanislaw Lem (Ciberiada, quizá, aunque estoy adivinando y mi memoria no es muy buena).
ResponderEliminarRecuerdo haberlo leído hace unos años, en una época que me dio por Asimov. Me gustó, lo encontré entretenido, pero me gustó mucho más Los propios dioses, que leí poco después.
ResponderEliminarEn cuanto a la portada... No sé si lo hicieron por lo legal o no, pero para esta colección los de Martínez Roca se limitaron a reproducir el diseño de la colección de sci-fi de Penguin, a cargo del extraordinario David Pelham. El caso es que las ilustraciones no se correspondían con las obras originales para las que fueron pensadas. En concreto, es muy llamativo lo que sucedió con la serie de novelas de Ballard cuyas portadas diseñó Pelham con sentido de conjunto y muy ligadas conceptualmente a cada título. Aquí las repartieron al azar entre títulos de otros autores, con lo que el resultado es, cuanto menos, chocante.
ResponderEliminarPrimer novela de Asimov reseñada en ULAD? Albricias, albricias!
ResponderEliminarNo puedo presumir de haber leído la obra completa de Isaac Asimov (cientos de títulos, inabarcable) Pero sí de haber leído sus novelas y series de cuentos fundamentales: la Trilogía de la Fundación (que luego llegó a 7 u 8 partes), Yo Robot, El sol desnudo, Bóvedas de acero, El hombre del Bicentenario y El fin de la eternidad, entre muchos otros.
En mi caso, lo leí hace casi 40 años y recuerdo haberlo disfrutado enormemente. Como bien dices, ha servido de inspiración a más de una docena de películas de ciencia ficción, muchas de ellas notables. Hace mucho tiempo dejé de leer a Asimov. Tus observaciones acerca de su pluma me hacen recordar el porqué.
Buenas: hay más reseñas de Asimov. Un día de estos (me faltan varias horas al día para atender toda mi vida laboral y personal) completaré mis reseñas con la consabida... más obras de este autor en ULAD... Desconocía la cuestión sobre las portadas tan setenteras... y hoy por hoy no me veo con el estímulo de leer más sci-fi, de hecho hice una intentona hace unos días con uno de esos autores hiperrecomendados (La quinta estación de N.K. Jemisin) y me di un hostión considerable.
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