Idioma original: castellano
Año de publicación: 2016
Valoración: Recomendable
Lo que me picó la curiosidad e indujo a leer Ojos Ciegos fueron el pequeño cúmulo de detalles que la envolvían;
una historia ambientada en 1868, en los meses previos al estallido de la
revolución conocida como La Gloriosa,
emplazada en los desolados páramos turolenses y protagonizada por un juez
prácticamente ciego y su ayudante, una impetuosa adolescente. Rasgos más que
suficientes en mi caso como para sugerir una posible lectura inédita y
sorprendente. A su vez, Ojos Ciegos
contaba con el aval del galardón –sí, este es de los casos en que este tipo de
reconocimientos mantiene todavía algún valor- que por unanimidad le deparó el
jurado de la última edición del Premio Francisco García Pavón de narrativa
policíaca.
La curiosidad ha tenido merecida recompensa. Virginia Aguilera
(Zaragoza, 1980) ha armado en Ojos Ciegos
una trama que funciona -aunque sin pretender poner a mil la adrenalina del
lector- gracias a unos personajes con carisma y tirón como el juez Juan Carlos
Rodríguez, que contrapone a su limitación sensorial una mentalidad abierta y
convicciones firmes, y su ayudante, Candela, que con 17 años –casi veinte menos
que el Juez- se asoma a las turbulentas relaciones de los habitantes del
falansterio de Villacadima, una de esas comunidades creadas al albur de las
ideas del socialismo utópico desarrolladas por teóricos como Charles Fourier.
El detonante de la acción es la desaparición de una de las integrantes
del falansterio también llamado Alegría,
lo que da pie a la investigación sobre cómo se organiza y articula esta utópica
colectividad, igualitaria y autosuficiente, de aíres edénicos. Lo que no deja
de ser una reflexión sobre el funcionamiento de la mente humana, lo inevitable
de su pulsión egoísta y de su tendencia a buscar la plenitud propia mediante el
sometimiento ajeno y lo inviable de los modelos de organización comunitaria
basados en exclusiva en el principio de la intrínseca bondad humana.
“Conocer la decencia,
predicarla, imponerla a los demás y ser incapaz de domeñar las bajas pasiones.
También Candela había detectado en la maestra esa lubricidad en la mirada de
una mujer que se pretendía templada, una codicia de placer escondida tras un
falso estoicismo.” Por supuesto, Ojos
Ciegos, como cualquier narración del género, va de lo que media entre la
apariencia a la realidad, entre las formas y el fondo. Que este descubrimiento
esté en gran parte a expensas de una adolescente recatada e insegura, y a la
vez audaz y lúcida, genera un vínculo potente entre el personaje y el lector
que hace de palanca y empuja el afán de éste por leer y descubrir. Que el
relato transcurra entre la sequedad, aspereza y rigores de la comarca turolense
del Jiloca –aunque la propia editorial madrileña se empeñe en la faja de
portada en situarla en el Pirineo- nos viene a recordar que esos parajes
condenados al silencio y al olvido también existen. Y que la autora recree toda
esta atmósfera con un lenguaje cuidado y pulido, con un tono acorde a la época
y afinado a la actualidad supone igualmente un mérito que agradecerle.
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