Título original: Двена́дцать сту́льев
Año de publicación: 1928
Valoración: Está bien
Las coincidencias parecen haber unido a estos dos autores. Aunque ambos
nacieron en Odessa, se conocieron ya viviendo en Moscú, ciudad a la que, cada
uno por su lado, se trasladaron en 1923. Cultivaron la literatura y el
periodismo, pero lo que les convirtió en colaboradores y aportó popularidad en
la época fue una vena satírica común que generó varios artículos de prensa,
tres novelas, unos cuantos relatos, el reportaje (traducido como La América de una planta y reseñado
en este blog hace tiempo) que realizaron en Estados Unidos a lo largo de tres
meses por encargo del periódico Pravda, y hasta un guión cinematográfico que
nunca llegó al celuloide. La producción conjunta hubo de quedarse ahí, ya que
Ilf falleció poco después de su llegada a consecuencia de una enfermedad
contraída en el viaje.
Dudo de que aquella fuese la época más propicia para escribir una sátira en
Rusia, fundamentalmente, porque se precisa cierta tolerancia hacia un sistema
que todavía está en sus inicios. Supongo que ese es el motivo de que la novela –vista
con los ojos del lector actual– les haya quedado tan blanda. No es que me
esperase una crítica demoledora, pero sí más munición soterrada: en lugar de
tanta saña hacia la gente, una visión de conjunto que mostrara las carencias y
logros de aquel socialismo incipiente.
El argumento, como reconoce el prólogo de la edición que he manejado, no
tiene nada de original, pero el aval de una larga tradición constituye un buen
punto de partida para construir un armazón sólido. Aquí, la novela de
aventuras, la picaresca y el tópico de la búsqueda del tesoro se alían para crear
esta sátira costumbrista protagonizada por dos personajes contrapuestos que,
con el tiempo y como suele suceder, irán acortando las distancias.
El juego de doce sillas formaba parte del mobiliario que, con el triunfo de
la revolución, le fue confiscado a Hipólito Matvéevich, antiguo empleado del
Registro Civil y yerno de la otrora acaudalada Claudia Ivánovna. La trama arranca
cuando la mujer, en su lecho de muerte, decide confesar, tanto al viudo de su hija
como al cura que le administra los sacramentos, dónde escondió las joyas de la
familia. Pero el buen padre Fedor resulta ser un pícaro de cuidado cuya obsesión
por triunfar en los negocios le ha impulsado a emprender las más disparatadas aventuras
financieras. Matvéevich, en cambio, aunque sin alma de pícaro, no tarda en encontrar
un mentor, Bender, estafador sin escrúpulos y un genio en el arte de sacar tajada
de cualquier oportunidad que se presente.
Imaginamos lo que sigue, una alocada sucesión de episodios en los que el apocamiento
de uno y la sinvergonzonería del otro se alían para emprender una búsqueda frenética
que les llevará de unas regiones a otras. Sin embargo, y a pesar de que visitamos
viviendas particulares, edificios estatales e inmuebles diversos, no sacamos mucho
en limpio acerca de costumbres, problemática y mentalidad del pueblo ruso de la
época, a excepción de una generalizada y desmedida codicia. Tampoco se nos muestra,
más allá de los bienes confiscados que ponen en marcha el argumento, cómo ha cambiado
la vida de la gente con la llegada de la revolución, ni encontramos el más mínimo
esbozo de la nueva organización social. Cuando Bender y el antiguo funcionario emprenden
un amplio recorrido siguiendo a una compañía teatral, lo que Ilf y Petrov ofrecen es tan superficial que parece más un catálogo turístico
que la sátira de un momento histórico. Ni rastro de la Rusia auténtica y sus peculiaridades
regionales. Y es que, en realidad, no estamos ante un retrato del país y la sátira se
centra exclusivamente en los de a pie, representados por unos cuantos arquetipos
bastante previsibles.
Concretando, no esperen encontrar algo tan divertido y cáustico como El maestro y Margarita de Bulgakov, por poner
un ejemplo. Presenciamos escenas que podrían calificarse de simpáticas, ocurrentes
a veces, pero que, a mí en particular, no han logrado arrancarme una sonrisa.
La novela tiene una segunda parte, El
Becerro de Oro que, deduzco, es una especie de secuela con recursos muy similares
y un personaje común. En ella se ha inspirado repetidamente el cine: he contado
más de media docena de películas, de varias nacionalidades, que narran las vicisitudes
de las sillas famosas.
De los mismos autores: La América de una planta
Vaya mierdalibros los de las últimas semanas...
ResponderEliminarAnónimo, no te sulfures! Piensa que podríamos haber reseñado la saga Crepúsculo al completo o Cincuenta sombras de Grey, por ejemplo.
ResponderEliminarUn saludo
Ejem, ejem...
ResponderEliminarhttp://unlibroaldia.blogspot.com/search?q=Cincuenta+sombras+de+Grey
http://unlibroaldia.blogspot.com/2010/07/stephenie-meyer-amanecer.html
No intentes arreglarlo, compañero. Somos unos libromierders... :-(
No me jodas? Ahora pido la baja voluntaria
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