Título original: Caligula
Año de publicación: 1.944
Valoración: Recomendable
Calígula, ese hombre. El emperador cuyas extravagancias no conocían límite, famoso por hacer correr la sangre de enemigos, hermanos, senadores y amantes con igual delectación (o tal vez desinterés). O por haber nombrado cónsul a su célebre caballo Incitatus (aunque no sé si llegó a hacerlo o fue sólo un amago). Calígula es el personaje histórico elegido por Albert Camus para trasponer algunas de sus ideas sobre el absurdo, ese ángulo del existencialismo cuyo estudio expone ampliamente en ‘El mito de Sísifo’. Dramatizar o novelar el pensamiento filosófico parece una opción interesante para facilitar su comprensión o su divulgación, como ya comprobamos por ejemplo en Unamuno o Sartre.
Cuando llega al poder, Calígula es un chico bastante joven que, según dicen los historiadores, comienza su mandato con buena mano. Pero en poco tiempo parece verse dominado por una especie de demencia y todo se convierte en el carrusel de disparates al que todos asociamos su nombre. Camus sitúa el principio de su obra justo después de la muerte de Drusila, hermana y amante del emperador, y sugiere que es esta desaparición la causa de su locura –aunque más tarde el propio personaje lo desmiente. En realidad, lo que parece haber ocurrido es que, durante unos breves días en que nadie sabe dónde está Calígula, éste ha tenido una especie de revelación. Puede que por efecto del duelo, o simplemente porque sí, ha adquirido conciencia de algunos de los principios que Camus pretende presentar: el sinsentido de buscar un porqué de la existencia, el dolor como mecanismo de liberación, la superación de todo límite (en su caso, el ejercicio del poder absoluto en sentido literal) en busca de la libertad. El emperador ha visto una luz, y se dirige hacia ella en una carrera decidida, aunque aparente ser enloquecida y caótica.
Por su parte, los nobles de Roma vieron seguramente en los primeros tiempos a un muchacho fácil de manipular –esto no lo dice Camus, pero lo leemos entre líneas. Sin embargo, se encuentran de pronto con un tipo que parece enajenado, se ha vuelto tiránico y caprichoso hasta extremos inimaginables y además utiliza razonamientos delirantes, sí, aunque bien trenzados. Así que los patricios ponen pronto en marcha una conspiración para terminar con el chiflado asesino. Tampoco les critiquemos: Calígula les humilla, les arrebata a sus mujeres, no tiene reparo en acabar con unos u otros en el momento más inesperado, y está arruinando a toda Roma.
No creo que sea el momento de entrar en los perfiles del pensamiento que Camus va colocando a lo largo de los sucesivos parlamentos entre los distintos personajes. Centrándonos en el punto de vista teatral, los cuadros escénicos del emperador con los senadores son –como no podía ser de otra manera- ásperos, crudos, siempre bajo la sombra de la guadaña imprevisible del tirano. Los conspiradores están decididos a acabar con él, y Calígula lo sabe, aunque no lo impide como podría. Y, no obstante la intensidad de la situación, esas voces integran de forma sumamente civilizada, racional, intercambios de ideas sólidas sobre la libertad, la búsqueda de lo imposible, la existencia finita del hombre frente a la permanencia del mundo.
Es probable que Calígula no esperase ser comprendido, pero algunos de sus enemigos (Escipión, a cuyo padre mandó matar, o Queneas, su más decidido oponente) demuestran entender sus razonamientos. Entretanto, otros personajes se mueven exclusivamente por interés, por conservar sus privilegios o vengar las afrentas sufridas, con lo que el colectivo se divide claramente en dos tipos bien diferenciados, en función de su grado de consciencia del absurdo, que es a donde el autor quiere realmente llegar.
Finalmente, se hace evidente que el mal no debe triunfar, que es necesario acabar con la degollina y el despropósito, pero quedan también perfectamente definidos los planos político y filosófico. Cada uno de ellos llevará su propio rumbo -claramente divergentes en el caso de Calígula, pero también por ejemplo en el de Queneas-, sin que exista interferencia entre ambos. Así, se deja ver cómo el mismo emperador va diseñando (o mejor, dejando campo libre a) su propio fin, que se precipita poco a poco en las últimas escenas, con un descacharrante concurso de poesía y el asesinato de… bueno, esto lo dejo a la curiosidad del lector.
Seguramente el dislocado proceder de Calígula carecía del impulso filosófico con que lo reviste Camus. Pero esta utilización del personaje genera una trama sólida, en apariencia sencilla, que no obstante ofrece un extenso campo para bucear en el pensamiento que el autor pone sobre la mesa. Y, desde el aspecto puramente literario, el libro resulta sobrio e intenso, y muy eficaz si lo contemplamos como obra teatral.
Interesantísimo y muy bien explicado. No debe ser nada fácil hacer un análisis así en una obra como esta, por tanto ¡enhorabuena!
ResponderEliminarTodos llevamos un calígula dentro. Cualquier niño o muchacho educado sin límites (o sea, no educado), sin frenos, sin controles, sin un mínimo temor a las consecuencias de sus actos..., es un calígula en potencia.
ResponderEliminarPensemos, por ejemplo, en el actual tirano de Corea del Norte.
La ausencia de límites y frenos éticos y jurídicos es una gran desgracia, no sólo para los demás, sino también para quien vive en esa ausencia de controles, en esa anomia.
Las víctimas de Calígula no fueron felices, pero él tampoco.
Montuenga, viniendo de ti, el elogio casi me hace ponerme 'colorao'.
ResponderEliminarVisto lo que propone Camus, coincido con el último comentario de Zumo. Respecto del resto de la reflexión, aunque me parece acertada, creo que es un poco exagerado, quizá un abanico demasiado amplio.
Gracias por los comentarios!