Año de publicación: 1998
Valoración: Se deja leer
Escogí esta lectura por cuestiones más colectivas que
personales y me equivoqué: por un lado, no encajaba en el asunto propuesto, por
otro, mis reservas estaban mucho más justificadas de lo que suponía. No niego
que el gusto artístico y literario contiene una importante porción de
subjetividad, pero el gusto se educa y si un texto disgusta más de la cuenta,
si cuesta trabajito leerlo, quizá la intuición nos esté avisando de que algo
falla a pesar de la fama asociada a determinados apellidos. Pueden imaginarse,
pues, que lo que viene a continuación no van a ser, precisamente, alabanzas.
Aunque, eso sí, prometo ser ecuánime y dar al Cesar lo que es suyo resaltando
cualquier mérito que encuentre, que alguno hay, por supuesto, como en cualquier
obra que se pueda calificar de literaria.
Pero eso lo dejaré para el final. El corazón tardío es un conjunto de veintiocho relatos, la mayoría
muy cortos, en los que su autor se mira el ombligo a conciencia. Me explico. No
tengo nada en contra de que los escritores hablen de sí mismos, pero una cosa
es lo que acabo de leer y otra muy distinta un meritorio ejercicio de
introspección donde se extrapolan rasgos universales, o comunes a un grupo concreto,
de forma que los lectores puedan verse reflejados. Cualquier de ustedes
recordará un puñado de ejemplos de lo segundo, el paradigma de lo primero lo
tenemos aquí.
Eso en cuanto al contenido. Claro que el estilo tampoco
se queda corto: pedante y rebuscado en su mayor parte. Y aún así con alguna
incorrección sintáctica, debida quizá a que algunos relatos se escribieron
cuando Gala no había alcanzado aún la madurez como escritor, a una prisa
excesiva por darlo a la imprenta o a todo a la vez. Recuerdo que en su momento
se anunció a bombo y platillo este libro (cuyo título es casi idéntico al de cierta
canción de éxito que por entonces no dejaba de sonar, aún no me explico por qué)
para caer en el olvido enseguida.
La temática amorosa constituye el eje en torno al cual
gira todo. El propósito y el tono son también muy similares, pero algunas historias
llevan ventaja a las otras, una irregularidad beneficiosa en este caso. En mi
opinión, son cinco los que se salvan:
Los
besos presenta a una mujer en dos momentos muy distintos que se alternan y que al
principio solo distinguimos por la tipografía, hay que situarse para percibir
el contraste entre los dos. La primera escena, cronológicamente hablando, nos muestra
a la jovencita enamorada disfrutando junto a su novio de una tarde en el campo;
en la segunda, vemos a la misma mujer, ya madura, desencantada, prosaica y empujada
por la costumbre, sin rastro de sentimientos por el chico de entonces, como no
sean rencor y desprecio.
Muy superior a este –quizá el mejor de todo el volumen– me
parece Día sin accidentes. También
aquí se da una alternancia pero no se establece de forma explícita. El
protagonista es un chaval habituado a trasladarse, gracias al poder de la
imaginación, a un mundo paralelo mucho más amable que el real cada vez que
quiere y le dejan. Un retrato simpático, emotivo, lleno de fantasía y optimismo que contrasta con el
tono taciturno del resto y nos dejaría un regusto agradable si no tuviese ese
final dramático que no le hacía ninguna falta.
Una mujer repasa su vida –como todas, con grandes dramas
y momentos felices–durante el velatorio de su esposo, en La viuda y el espantapájaros. No se trata de un monólogo (como
aquella novela de Delibes) sino de una narración en tercera persona, no exenta
de fantasía, que refleja tanto los pensamientos de la viuda, que no asume lo
que ha sucedido, como lo que ocurre a su alrededor y lo que tendrá lugar unos días
más tarde.
Un recorrido por el Madrid de la época –de Cibeles a la
calle Sacramento (junto a la plaza de la Villa), pasando por el paseo del
Prado, la carrera de san Jerónimo, puerta del Sol, plaza Mayor etc.– mostrando los
tipos más representativos de entonces y el lenguaje que utilizaban, es este Itinerario para un anochecer de 1961.
Tampoco hacía falta que terminara así, y no digo más.
Tres personajes –una madre que se siente ignorada, un
padre con Alzheimer y un hijo que les ha salido algo raro y nunca ha sabido
demostrar su cariño– monologando en la misma habitación mientras se ignoran
mutuamente es el asunto de La compañía. Para
mí, y junto al mencionado Día sin
accidentes, el más conmovedor de todos.
A destacar el prólogo, a cargo de la desaparecida Ana
María Matute nada menos, que realiza un análisis –somero pero atinado– en el
que habla de “hermosa sorpresa” a la que “es imposible resistirse”. No
esperábamos menos de ella, claro que sí.
Por fortuna, la portada de mi edición no es la de la
rosa. Una idea que –reconozcámoslo – va a tono con el texto por mucho espanto
que nos produzca.Del mismo autor: El manuscrito carmesí, Anillos para una dama
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