Título original: The
Country of the Pointed Firs
Año de publicación: 1896
(En España: septiembre 2015)
Valoración: Recomendable
Cada
lectura tiene su momento: hora, estación del año, edad... Al carecer de cualquier
clase de aristas, esta novela iría de perlas detrás de un texto duro y
descarnado o de difícil digestión; a la caída de la tarde o en cualquier
momento melancólico; y en otoño, precisamente.
Esto es
así porque todo lo que contiene, de algún modo, nos habla del silencio. Que no
consiste solo en la ausencia de ruido sino en algo más asumido y profundo, como
el recogimiento que hace falta para que descienda la inspiración precisa en
cualquier actividad creativa, la ausencia de voces que acompaña al navegante en
medio del océano, el necesario para el trabajo artesano –como esa recogida concentrada
de hierbas medicinales que realiza la señora Todd–, el que envuelve la vida de
esas gentes solitarias, algo hurañas, habituadas a las rigurosas condiciones
del campo o el que se cierne sobre una aldea tan tranquila y retirada como la
que se describe.
Los
personajes no parecen gran cosa y, sin embargo, están tan llenos de verdad que los sentimos como entrañables en cuanto llegamos a conocerlos. Tampoco ocurre nada
extraordinario. Orne Jewett ha compuesto un amable cuadro de costumbres,
repleto de poesía y conocimiento del entorno. Excusa: la llegada de una
escritora con el objetivo de aislarse de distracciones y conseguir que le cunda
su trabajo. No hay mejor modo de presentar a los lectores un lugar y sus habitantes
que a través de la mirada de un extraño. Y eso es lo que hace nuestra
protagonista, trasladar en primera persona todo lo que escucha y ve. De ahí que
paisajes, diversiones, tipos excéntricos y confidencias se sucedan uno tras
otro con toda la espontaneidad de lo vivido. Por cierto, debido a la gran sensibilidad
que despliega la autora y a lo meticuloso de las descripciones, La tierra de los abetos puntiagudos me
recuerda un poco a la literatura oriental.
Se percibe
cierto carácter naíf que debemos atribuir a la época. La novela no es una
recreación de tiempos pasados, se escribió a finales del siglo XIX aunque la leamos
por primera vez ahora. Esto le imprime un sello testimonial que, junto a la
novedad de una personalidad literaria, prolífica pero prácticamente inédita en
castellano, supone una valiosa experiencia. El lenguaje incrementa esa
sensación. Sus términos algo anticuados y la sintaxis sencilla, vertidos con
todo rigor al castellano, producen la impresión de algo añejo para mostrar una
arcadia idílica pero que mantiene los pies en la tierra.
También
hay que señalar un discreto didactismo. Virtudes que en una época tan cínica
como la que estamos viviendo parecen despreciarse en literatura se ensalzan
aquí sin aspavientos. El apego a la vida, la conservación de la naturaleza, la
dedicación a un trabajo duro y exigente, el respeto por las particularidades de
los otros, el valor de la amistad, entre otras, se alían para componer un relato
creíble y razonablemente optimista.
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