Idioma original: español
Año de publicación:
2012
Valoración: Como crónica,
muy recomendable. Como novela, está bien.
Ian
Gibson, el hispanista más español de nuestra historia, ha ideado una estructura
peculiar que sirve de marco a su propia investigación acerca de un asesinato
que supuso un drástico vuelco en el escenario político de la época. Alternando
primera y tercera personas, por medio de diarios y cartas ficticios que completan
la narración convencional, el autor se vale de un tal Patrick Boyd –periodista y
supuesto hijo póstumo de un auténtico combatiente irlandés, fusilado en Málaga junto
a Torrijos en 1831 por orden de Fernando VII, y de una imaginaria muchacha
andaluza– para recrear hechos, retratar personalidades, emitir indirectamente
sus propias opiniones y trasladar al papel el contenido de algunos documentos.
La
indagación histórica resulta tan apasionante como puede esperarse de Gibson: los
indicios se acumulan, así como sospechas, equívocos, acusaciones, testimonios
interesados y pistas falsas, que pretenden aclarar lo ocurrido el 27 de
diciembre de 1870 en la famosa calle del Turco de Madrid (actual Marqués de
Cubas), echando a rodar una madeja que, al enredarse cada vez más, ocultará una
verdad que parece escaparse cuando estamos a punto de rozarla.
Pero, aunque
recibió el Premio Fernando Lara en 2012, no me ha parecido una gran novela.
Como era de esperar, el autor pisa firme en el terreno donde siempre ha
triunfado, el de la investigación de hechos históricos, reuniendo datos dispersos,
completando piezas, estableciendo hipótesis, recreando el panorama de la época,
indagando en conductas y completando el perfil de los personajes. Todo lo que distraiga
de este propósito central me parece que sobra aquí, pues la endeble trama que empuja
a Boyd de un lado a otro, le embarca en una endeble aventura amorosa y hasta le
dota de un interés ornitológico que llega a conducirle al Coto de Doñana no
aporta gran cosa al desarrollo de los hechos y se convierte en un armazón superficial
que despista, dispersa y hasta confunde, impidiendo además que conozcamos de
primera mano el auténtico proceso investigador y las autorizadas opiniones del
cronista.
Obviamente,
en un escritor con su oficio no podían faltar destellos poéticos. Como la
contemplación de la berlina –expuesta actualmente en el Alcázar de Toledo– que
trasladaba a Prim esa tarde y sirvió de parapeto a sus asesinos, cuyo aspecto, según
dice, resulta tan delicado y vulnerable como nuestra propia trayectoria
política. Ya en el epílogo se aportan
algunos datos objetivos: los cabos que han quedado sueltos para siempre, los
documentos que pueden consultarse aún y los que ha destruido el tiempo por
falta de interés en su conservación, los testimonios que se han ido con sus
dueños a la tumba, las obras publicadas que completan el contenido de la
novela. Desde luego, el mayor mérito de esta es el deseo, que Gibson consigue
inculcar en el lector, de enterarse de todos los detalles pero sobre todo de quienes
fueron los autores materiales del crimen y quién su principal instigador.
Realmente no conocía este libro pero tampoco me llama mucho. Gracias por la reseña. Besos.
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