Título original: Exercices de style
Año de publicación: 1947
Valoración: Está bien (según el tipo de lector, imprescindible o intragable)
De vez en cuando se encuentra uno con cosas que llevan de vuelta a épocas pretéritas, cuando el tiempo no tenía valor, y podía uno dedicar horas a misterios insondables y preguntas fundamentales. En esas tareas, la literatura terminaba siendo una especie de monstruo de infinitas cabezas y miembros, que adoptaba formas múltiples y a veces ninguna, que nos atraía fatalmente y nos enloquecía un poco. Nunca se terminaba de entender el misterio y menos de dominarlo, y terminaba uno enrededado y hechizado sin remedio.
Casi sin quererlo, este tipo rarito llamado Queneau nos coloca de golpe ante algunos de esos dilemas, en plan: ¿Qué es la literatura? ¿Dónde confluyen o se separan fondo y forma? ¿Hasta qué punto puede un texto ser independiente de su autor? Nada mejor que un caballero de las huestes de Breton (aunque después desertase, claro está), y de formación mixta literario-matemática (¡toma!), con trayectoria errática y multidisciplinar, para meter mano a semejantes comecocos.
Y además tiene Raymond la virtud de no hacerlo mediante complicadas reflexiones teóricas, sino por medio de una especie de juego, casi una broma. Un ejercicio práctico que es él mismo el mensaje, y que inmediatamente evoca el “cadáver exquisito” al que en un tiempo anduvo vinculado, los manifiestos dadá, o cosas de esta índole.
Ejercicios de estilo es el relato de una anécdota brevísima y un poco tonta, expuesto de noventa y nueve formas diferentes. Nada más que eso. Noventa y nueve versiones de unas pocas líneas, que pueden ser varias docenas más si aceptamos las propuestas que el autor nos hace en el anexo; o cientos, o miles, si cada lector aporta sus variaciones. Todo vale: manipulaciones de la sintaxis, barbarismos, cualquier tipo de jerga, figuras retóricas, distorsión de conceptos... ¿Se atrevería alguien a llevar al extremo, por ejemplo, el amago de formulaciones matemáticas que presenta el autor? Bien, el mismo Queneau acabó alborotando con ello años más tarde.
En definitiva, si cada persona relata un mismo hecho en la forma en que le da la gana, incluso de varias formas cada uno, nos iríamos a una de las preguntas del principio: mismo contenido y distinta forma, ¿son obras diferentes? ¿Cuáles son literarias y cuáles no? Vamos, que nos metemos en un vórtice quizá inútil, quizá apasionante. Pero esto mola, o no?
De forma que, como era previsible, toda esta locura nos da pie a plantearnos nuevas cuestiones: ¿se mantiene el contenido si alteramos la forma? ¿Cuáles son los límites de la literatura –si los tiene–? ¿Es lícito ocultar vacíos mediante el adorno y el florilegio? ¿No nos lleva todo esto a ponderar la intransferible identidad del autor? Algunos de los más grandes –se me ocurren a bote pronto Góngora, Cortázar, por supuesto Joyce– han utilizado con maestría artificios formales que exploraban esos límites; pero con todo, si uno quiere contemplar el juego de fondo y forma en su estado puro y diríamos a pelo, nada mejor que el experimento del que estamos hablando.
Lo de menos es que, como es lógico, entre los 99 ejercicios de Queneau los haya más o menos afortunados, trabajados o ingeniosos. Y casi me atrevería a decir que ni siquiera hace falta leerlos, basta con sondear cinco, seis, una docena, o los que nos apetezca. Lo que realmente importa es detenerse a contemplar en abstracto lo que constituye uno de los pilares de la literatura. Contar cosas y contarlas de cierta manera.
Dicho de otro modo, viene a ser como ponerse frente al Blanco sobre blanco de Malévich sin anestesia. Ahí tienes la pintura: piénsalo.
Y no puedo terminar sin dedicar unas líneas al reconocimiento que merece el traductor Antonio Fernández Ferrer. Trabajo ímprobo, si no directamente imposible, cuando se trata de trasladar de idioma el sinnúmero de volteretas sintácticas, juegos de palabras, referencias cultistas y aberraciones léxicas que contiene el librito. Vamos, como el pobre Salvador Elizondo intentando domar Finnegans wake. De modo que se entiende y encaja perfecto que se llame ‘versión’ y no sólo ‘traducción’ a semejante empresa. En tales condiciones, ni siquiera se puede uno atrever a criticar ciertos atrevimientos del Sr. Ferrer, aunque en alguna ocasión lleguemos a sospechar si ha podido aportar más de lo que debiera. Los varios traductores que circulan por el entorno ULAD seguro que están de acuerdo (o no?).
Firmado: Carlos Andia
Otros libros de Raymond Queneau en ULAD: Zazie en el metro
Un par de apostillas para Santi: 1) me encanta absolutamente esa etiqueta de 'experimento', genial! y 2) Creo que el corrector nos ha metido un apóstrofo en el Finnegans, que creo que no lo lleva.
ResponderEliminarSaludos. Carlos.
Corregido el apóstrofe, que creo que lo añadí yo mismo (¡ups!), y en cuanto a la etiqueta, pues ni me acordaba de que la había puesto... :P Estoy gagá.
ResponderEliminarMe ha gustado la reseña, y la tendré en cuenta porque soy una lectora compulsiva, pero de la misma forma que me gusta que otros me recomienden, a mi me gusta hacerlo cuando un libro me ha encantado, y esto me ha ocurrido con una novela de una autora desconocida llamada María Bunar, que ha publicado una novela en versión digital titulada "El nombre silenciado" Es magnífica, con tres historias diferentes perfectamente hilvanadas y entrelazadas que contienen un carga humana que emociona.
ResponderEliminarGracias, anónima lectora. Pero te advierto que no esperes nada entretenido, ni siquiera bello. Es, como indica Santi, un experimento, una excusa para que nos paremos a pensar, no una lectura corriente.
ResponderEliminarPero si te animas, fantástico. Un saludo. Carlos.
Un texto maravilloso que sin duda será de vuestro deleite es Hazard y Fissile, que publicó hace algunos años Seix Barral. Esta novela corta, sin dejar de ser un "experimento", te saca más de una risa. Se las recomiendo.
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