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viernes, 12 de diciembre de 2025

REFLEXEÑA 2x1: Renaissance, la caída de los hombres, y Renaissance, la ira de los vencidos, de J.J. Lucas

Idioma original: español
Año de publicación: 2010 en Atlantis, 2014 en Dolmen
Valoración: por muchas circunstancias azarosas, pésimo pero enternecedor

Cuando los ínclitos miembros de ULAD me propusieron entrar a su secta comunidad para alivianarles el sufrimiento, seguramente pensaban: "bueno, ha comentado a un Nobel australiano que no lo conoce ni su mamá, ha comentado a Sabato, que es más o menos de culto y gusta mucho en el blog, ha comentado a Cercas y encima dándole con un palo, cosa que también nos es favorable, seguro que si lo invitamos no nos va a venir con algo random o merecedor de ser quemado..., ¿verdad?" Y acá los decepciono, porque efectivamente traigo un mejunje complicado de analizar, tanto en mi valoración (completamente subjetiva) como en el inexistente filtro de calidad y edición de este primer libro (¡porque son dos!).

La cosa es que este libro me llegó por mi compañero de la librería donde trabajo, por lo que ya juega un componente afectivo en contra. Su recomendación fue más o menos así: "yo sé que sos muy puritano con la prosa y todo lo demás, y te juro que este libro me costó leerlo, pero quedate con la idea". Como ya me había recomendado Hacedor de estrellas (reseña en breve) pensé que le debía una, y me dispuse a leer su ejemplar. Para qué...

En el año 2023 (no le erró por mucho), el virus Verónica, originado en Nueva York (por alguna razón siempre es ahí), infecta y convierte a casi todos sus habitantes en whiteyes (el autor pone mucho empeño en que no son zombis), unos seres con fuerza, velocidad y resistencia sobrehumana y una insaciable tenacidad para destruir a la humanidad (le podés disparar tres veces a la cabeza a uno que seguirá persiguiéndote). Ahora bien, una de las particularidades de este virus es que, al matar a uno, la bacteria persiste en el aire con más fuerza y contagia a todos alrededor en un área no tan chica, por lo que se añade el problema de eliminarlos sin expandir el virus. La única ventaja, más o menos, con el que cuenta el reducido grupo de supervivientes al que vamos siguiendo a lo largo de la novela, es que sus fotorreceptores son tan sensibles (de ahí el nombre whiteye) que no soportan la luz del sol y solo cazan a la noche. La gran desventaja es que estos bichos evolucionan, condensando milenios de aprendizaje de una especie en pocos días, aprendiendo a cazar en conjunto y tejiendo planes en común que no sean solo comer descerebradamente.

Como esta reseña se va a hacer larga, diré solamente que los bichos son una mezcla de todo, zombis, vampiros y algún otro adefesio que ronde por las páginas de la literatura y las imágenes por segundo del cine. Pero a favor de la novela, y una vez que se superan otras cuestiones que ya comentaré, señalo que generan una verdadera tensión en algunos puntos de la trama, que siempre está la duda de cuándo aparecerán, incluso a plena luz de sol, y reconozco que hubo momentos donde sentí disparada mi alarma ante la breve descripción de unos ojos blancos en la oscuridad. Bien por J.J. Lucas, ¿no?

Pero esto no sería un pésimo si no hubiera con qué justificarlo. Primero, el grupo de supervivientes. Es un grupo militar, como es evidente, sacado de los peores guiones del Call of Duty (y un poco de Gears of War con peor resultado). Es un tropel de clichés, literalmente: el líder del grupo, el coronel Lawrence Newseth, que todo lo puede y que a pesar de bordear los cincuenta años sobrevive a caídas mortales y otras menudencias; la doctora Phoebe Rubbyn, la esperanza de la humanidad, muy linda y con un acercamiento romántico (aunque se agradece que al autor le parezca una nimiedad en el contexto de la obra); un sobreviviente solitario que se las arregla por su cuenta gracias a su ingenio y suerte; el resto del grupo, cada uno más estereotipado que el otro: el colombiano explosivo, el afro-estadounidense bromista, la chica ruda, el ruso serio y musculoso, en fin, ninguno se salva de marcar casilla en la peor literatura. Si hasta sus nombres son calcados en lo genérico: Escobar, Sulassky, Ridewolf (!). Segundo, el otro personaje que aparece cerca del final de la novela. Tiene la llave para explicarlo todo y, por supuesto, es un científico genio y loco (no diré más porque forma parte de la trama, pero seguro se imaginan por dónde va la cosa).

Y tercero, pero no menos importante, la estructura de la novela. Se nota que el autor quiso poner todo lo que sabía de su universo en esta novela, y es evidente que se lanzó a escribirla sin ningún tipo de plan, porque la forma de seguir la historia es un desastre. Comienza con un prólogo donde nos sitúa en la confusión del virus, sigue con el grupo de supervivientes en el campo Renaissance, último reducto de la humanidad, salta al sobreviviente solitario, de repente arroja flashbacks mal insertados sobre el origen del virus, incluso dentro del mismo capítulo, luego una escena de más de cincuenta páginas que avanza repentinamente la trama, de nuevo otro flashback de varios personajes que no nos importan, y así todo el tiempo. Recién se estabiliza luego de habernos explicado mil veces lo que bastaba con unas páginas, esto es decir, después de la primera mitad (y son 500 páginas en una edición de hojas y tapa rígida, de párrafos como monolitos sin un punto aparte que ni el mismísimo Foster Wallace te hace, frases kilométricas donde, de cinco oraciones, cuatro son para re-explicar la primera, de descripciones imposibles de imaginarse y de sucesos impactantes junto a historias anodinas). Para mí fue un esfuerzo seguir la historia, no por ella misma, que es simple y canónica en su género, sino por los continuos saltos temporales sin ninguna razón. De hecho, llegué a abandonar la novela, pero por insistencia de mi compañero continué. Al final, con muchas ganas, uno se acostumbra a la forma de narrar (o el cerebro se hace auto-lobotomía) y la trama se acelera y deja momentazos a partir de la segunda mitad.

Ahora bien, debo reconocer que el esfuerzo invertido hizo que le agarrara cariño a la historia. Pienso en la frase de Borges, que hasta los más mediocres escriben páginas brillantes; mucho es aseverarlo en este caso, pero con empeño y cierta desconexión cerebral uno disfruta mucho más esta obra que otras más serías (releería esta antes que Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río). La discusión de siempre. Pero eso me lleva a la siguiente obra y a los efectos que causa en la mente el continuar una historia luego de cierto tiempo invertido.


Idioma original: español
Año de publicación: 2017
Valoración: mejor y peor que el otro

Nuestro amigo J.J. Lucas aprendió que para contar una historia necesitaba ordenarla y fue a un taller de escritura. ¡Festejemos! O no. Porque lo que tiene un taller es que te brinda recursos para mejorar y ordenar tu narrativa y te limita al mismo tiempo por el miedo a no ser correcto según los patrones de quién dé el taller. Todas suposiciones mías.

Como al final las últimas doscientas páginas del anterior las devoré y las comenté con mi compañero con alegría, como hacía rato no me pasaba (y alguna vez se debería hablar de cómo los libros mejoran casi siempre por el hecho de analizarlos con otra persona), le prometí leer la secuela. Y henos aquí, después de mil páginas de clichés, batallas épicas y resistencias desesperadas.

Luego del final apoteósico aunque algo bizarro (sobre todo para un argentino), el grupo cada vez más mermado del coronel se ve en la disyuntiva de los pasos a seguir: si esconderse como lo venían haciendo y perder cada vez más gente o luchar con todos sus recursos y decidir el destino de la humanidad. Como buenos personajes de este género, eligen lo último. Debo aclarar que, para estas alturas, los whiteyes tienen su propio líder y un objetivo que se aclara a medida que avanza el libro (aunque se huele venir a lo lejos por la característica manía del autor de explicarte todo), por lo que la amenaza es aún más tensa y los momentos en que aparecen son más seguidos. Como no puedo contar mucho, diré que se incide en la clasificación de ellos en distintos roles, como un enjambre, liderados por su propio líder (y aunque los roles se parecen a un videojuego, rescato la ambigüedad con la que identifica al mismo).

La estructura es muchísimo más limpia en esta novela. Si antes pasábamos de A a Z, de H a B, ahora es lineal y no hay forma de perderse. Ya no hay párrafos kilométricos ni escenas inútiles. Hay tres líneas argumentales que J.J. Lucas va manejando (con sorprendente soltura para sus antecedentes); la del coronel, la del sobreviviente solitario 2.0 y la del origen del virus, esta vez mucho mejor desarrollado y con escenas que hacen sentido. A la novela le cuesta bastante arrancar, y por momentos asistimos con más interés a los flashbacks que a las escenas del coronel (ni hablar del superviviente; al ser una copia del esquema del anterior, pierde verosimilitud), lo que, en mi caso, me representó una señal de que había logrado involucrarme en la historia. Incluso hay nociones interesantes, como la de que los whiteyes son más beneficiosos para la naturaleza que los humanos (al pararse todo, el mundo es un lugar más limpio), que recubren de una pátina inesperada de crítica social a la novela.

Luego de superar el inicio, la trama carbura y nunca se estanca, a diferencia del anterior, pero, a pesar de que la escritura es más limpia y fácil de leer, de que los momentos de acción son grandiosos, se pierde la tensión de los whiteyes. Como es una guerra permanente, el peligro se centra en la carencia de recursos y en la lotería de quién será el siguiente del grupo en morir, un recurso más bien pobre. Las cartas están sobre la mesa, por lo que el elemento sorpresa ha desaparecido. Lo que se rescata, esta vez, es la aparición de humanos peores que los whiteyes, como variación de la amenaza; si bien no es original, al menos da frescura, aunque resulta irritante que, con años de experiencia, el grupo del coronel se comporte tan ingenuamente como lo hace en algunos casos. Ni siquiera se justifica con la desesperación, porque en otros momentos aún más críticos permanecieron con una lucidez inverosímil.

No la haré más larga. A partir de cierto punto, la trama del pasado se desvanece y las dos del presente convergen, y todo desemboca en varios enfrentamientos finales (sí, varios). Pero como ya explico en mi valoración, si lo mejor venía por el lado de la limpieza narrativa, lo peor viene por el lado de que J.J. Lucas encasilla la novela en marcos muchísimos más genéricos que la anterior, y resulta demasiado previsible cuándo morirá alguien, cuándo tocará la siguiente revelación. Hay genialidades, por supuesto, pero incluso la aparición de ideas cada vez más fantásticas (una suerte de Red Skull con la escopeta del Doom Eternal, un Godzilla whiteye, etc) fuerza el tono de la novela y le resta la fuerza emocional del anterior. 

Mi crítica es esta, entonces: es evidente que, o bien a J.J. Lucas le entró vergüenza por la forma de narrar en la primera novela, o bien un editor le dijo que rebajara sus fantasías en algo más accesible, o bien un taller le hizo aprender y se entusiasmó de más en escribir correcto. Pero solo correcto. La escena final, por ejemplo, quiere ser una cosa monstruosa de epicidad, pero se queda en nada por lo rápido que transcurre, la aparición de conceptos a cuarenta páginas finales y la necesidad de cerrar de forma satisfactoria una situación que, a las claras, era desfavorable para los protagonistas. No es que utilice un deus ex machina, pero se aprovecha de un recurso argumental para estirar la trama por lo menos tres capítulos solo para tenernos en suspenso. No funciona porque: 1) los monólogos épicos de rigor y la batalla final ya se dieron; 2) la trama del líder de los whiteyes se venía resolviendo a los tumbos; 3) los huecos argumentales empezaron a aparecer por todos lados, dejando pistas, por ejemplo, que nunca terminan de resolverse (¿el coronel es inmune o no? Con la cantidad de sangre que traga hace novela y media que debería haberse infectado). Por eso, paradójicamente, le guardo más cariño al primero que al segundo; este, si bien objetivamente no es un suplicio leerlo, en términos de riesgo no aporta nada.

Ahora bien, se preguntarán ustedes: y después de tanto merequetengue con dos libros pésimos, ¿qué onda con la REFLEXEÑA? Me doy cuenta que el tiempo invertido para la reseña supera a la paciencia que debí tenerle a los dos libros, sobre todo al primero, y puedo establecer una vaga relación masoquista entre sufrir y que me termine gustando lo que leo. Y seguramente mi valoración esté empañada por el afecto. Sobre todo reconozco que, en circunstancias normales (es decir, sin alguien que me recomiende cosas y con menos tiempo libre), lo hubiera dejado a las pocas páginas. Mi compañero mismo dijo: "con un GRAN editor podría haber sido un bestseller". No soy tan considerado, pero pienso que a J.J. Lucas, que parece un buen tipo a juzgar por las entrevistas y crítico con las armas y el daño al medio ambiente, le hubiera ayudado alguien que lo aconsejara (un taller, sí, pero también que se preocupara por él) y diera orden a sus ideas, que le dijera que los errores de estructura y narrativa podían convertirse en seña propia y no transfigurarlos en algo genérico. Da la impresión de que en el segundo libro pensó en echar manos de los recursos más fáciles para ir completando la historia. Porque la inventiva la tiene y las ganas de escribir y entretener también. Y eso lo consigue. Haciendo memoria de lo leído de este año, no lo podría incluir en mi top3 de peores libros. Por supuesto que no digo que es el Nobel perdido ni que sea una buena obra, pero la diversión en la literatura es una cosa buena, necesaria, y, dejando de lado las editoriales "serias" (que publican cada bodrio también...), hay otras que editan basura escrita por gente que no le interesa lo que cuenta. Al menos, leyendo estos libros, la sensación es que el autor le tenía un profundo cariño a su historia y que, fuera de una forma u otra, trataría de hacérnoslo llegar.

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