Año de publicación: 1939
Valoración: Muy recomendable
Apenas unos meses después del levantamiento del 18 de julio, y ante la proximidad de los sublevados a Madrid, Manuel Azaña, presidente de la República, fija su residencia entre Valencia y Barcelona. Precisamente allí, en Barcelona, escribe La velada en Benicarló, reflexionando sobre la guerra que, aunque todavía duraría dos años más, empezaba a tener una perspectiva bien oscura para la República. La reflexión se hace extensiva a aspectos más amplios hasta constituir una especie de testamento político en el que Azaña expone sus convicciones sobre cómo debe funcionar un régimen democrático, el valor de la cultura y la necesidad de reconciliación. Hay un fondo de estupor y desesperación que recuerda a algunos pensadores del 98, y que también, claro está, entronca con el liberalismo jacobino que siempre profesó.
El texto tiene el formato de una charla entre diversos personajes, entre los que podemos distinguir al propio Azaña, junto a profesionales de diferentes tendencias dentro del arco político republicano. Podríamos ponerles nombres, en los que seguramente estaba pensado el autor, pero es lo menos importante. Aunque aparenta ser una dialéctica abierta, está claro que Azaña quiere transmitir, por encima de todo, su visión del momento.
Como fácilmente se deduce del hecho de estar escribiendo sus reflexiones al mismo tiempo que no lejos suenan las bombas, Azaña es, más que un político, un intelectual, lo cual siempre presenta el peligro de desconectar de la realidad social. Uno de sus personajes critica abiertamente que sueñe con ‘una República de gentes finas, sin muchedumbres, una República para la Academia de Ciencias Morales y Políticas’, republicanos de cátedra que hablan bajito y sorben tazas de té. Es consciente del reproche y no se defiende, probablemente porque es verdad. Por eso no entiende, o no puede sufrir, la salvajada, el descontrol, la ofuscación de los agresores pero también de algunos sectores rojos que defienden esa su República ideal, pero también otros objetivos que finalmente supondrían su propia negación.
Ante el panorama sombrío que se presenta, identifica los motivos por los que se puede perder la guerra:
“La política franco-inglesa [de no intervención]; la intervención armada de Italia y Alemania; los desmanes, la indisciplina y los fines subalternos que han menoscabado la reputación de la República y la autoridad del Gobierno; por último, las fuerzas propias de los rebeldes”
La tercera de estas razones parece sumir a Azaña en el desencanto y la amargura: admite, admira y agradece el levantamiento popular contra los golpistas, pero la desorganización y la imposición de intereses partidarios han dado al traste, al menos en el momento en que escribe, con la capacidad de mando de los militares profesionales, quienes debían liderar una estrategia sólida como única forma de enfrentar la situación. Las milicias, los sindicatos y los comisarios políticos imponen sus criterios y a veces se boicotean o se enfrentan entre ellos. Cada uno hace, nunca mejor dicho, la guerra por su cuenta, y los momentos heroicos se quedan en episodios puntuales y poco relevantes para la defensa de la República. El pesimismo y tal vez la falta de energía del presidente alimentan, y quizá exageran, esa visión frustrante del momento.
Que nadie piense en equidistancias, Azaña es un ferviente republicano ya desde antes de la dictadura de Primo de Rivera, alguien que cree en un Estado moderno y en la posibilidad de la convivencia aunque en ese momento resulte algo ilusorio. Cometió errores graves y quizá anduvo escaso de capacidad para maniobrar en momentos difíciles, bien sea por sus propias limitaciones, o por lo explosivo de la situación. Pero es ante todo un demócrata que para detener la sangría y salvaguardar las libertades está dispuesto a casi todo. Como algunas otras (pocas) voces de la época, intenta mantener el conocido lema de “Paz, piedad y perdón”, con muy poco éxito desde luego. Una proclama tal vez demasiado ingenua, o un llamamiento desesperado por frenar el derrumbe.
Con su prosa algo decimonónica y un modo de razonar en abstracto tan lejano a nuestra política de hoy en día, el libro ofrece un punto de vista diferente, en buena parte ignorado al verse sepultado por las circunstancias, pero que merece mucho la pena conocerse. Y de paso deja otra reflexión que parece pensada a propósito para los tiempos actuales:
“A muchos españoles no les basta con profesar y creer lo que quieran: se ofenden, se escandalizan, se sublevan si la misma libertad se otorga a quien piensa de otra manera”
Buen detalle recordar a don Manuel Azaña este 14 de abril. Creo que la reseña pone el dedo en llaga con esta frase: "Azaña es, más que un político, un intelectual, lo cual siempre presenta el peligro de desconectar de la realidad social." Eso es. Totalmente de acuerdo. Don Manuel fue el símbolo de la Segunda República, pero también de su fracaso. Es injusto echar la culpa de un desastre histórico a un solo hombre, después de todo los máximos responsables de la guerra civil fueron quienes se sublevaron contra una democracia constituida legalmente y presidida por Azaña, pero los republicanos liberales no calcularon correctamente ni el peligro de sus enemigos a la derecha, ni la posibilidad real de ser rebasados por sus amigos a la izquierda. Y su proyecto reformista se les vino abajo con el estallido de la guerra, quedándose atónitos, entre tirios y troyanos.
ResponderEliminarLa consecuencia de tanto racionalismo abstracto azañista fue una tierra de nadie entre revolucionarios y contrarrevolucionarios dispuestos a todo, excepto a la paz, la piedad y el perdón que él preconizaba. Pero sus discursos, memorias y esta Velada en Benicarló, donde los representantes de las Españas intercambian razones sobre la catástrofe mientras silban las bombas, en una especie de parlamento íntimo, fugitivo y clandestino (lo poco que quedaba de democracia en Europa), son el testimonio más lúcido y mejor escrito sobre la crisis española del siglo veinte. Lástima que esta gran inteligencia republicana que fue Azaña no pudiera hacer reales sus proyectos, en parte por la circunstancias insuperables de la época, y en parte por errores propios y ajenos. Cuando Azaña vio que no pilotaba los acontecimientos, se dispuso a explicarlos de manera fría y objetiva. La labor de un intelectual. El fracaso de un político.
Perdón por el rollo.
Un saludo.
Pues hay que decir que el mérito de colocar la reseña en esta fecha es del compañero Juan, que se ve que está mucho más atento que yo a las efemérides.
ResponderEliminarPor lo demás, nada que añadir.
Me he planteando en alguna ocasión leer este libro, pero temo que el estilo me resulte algo denso (el esfuerzo, probablemente, merecerá la pena a nivel instructivo) y que a veces eche en falta más contexto sobre la situación de aquella época.
ResponderEliminarPara acercarse a la figura de este personaje histórico recomiendo con entusiasmo 'Azaña. Los que lo llamábamos don Manuel', de Josefina Carabias, una pionera del periodismo que cubrió los principales acontecimientos políticos de aquellos años. Es una obra muy amena que se ha reeditado esta misma década.
No creo que el libro te resulte denso. Es cierto que el estilo de Azaña puede resultar algo anticuado, pero la lectura no presenta ninguna dificultad, y me parece muy interesante. Además, si como veo has leído otros trabajados relacionados con la época y el personaje, te diría que La velada es poco menos que imprescindible para entender el punto de vista del autor.
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